Hoy leí bien a Maquiavelo. Por primera vez me atrapó realmente. Leo sus libros con frialdad y sin amargura. Me llama la atención que Maquiavelo estudie el poder del mismo modo como yo estudio a las multitudes: consideramos el objeto de nuestro estudio sin prejuicios. Las ideas de Maquiavelo nacen de su trato personal con los poderosos y de sus lecturas. Lo mismo puede decirse, mutatis mutandis, de mi proyecto. Como todo individuo de nuestro tiempo, conozco toda la variedad de las multitudes. En una lectura sin fin, intento obtener una idea de las multitudes lejanas y cercanas. Debo leer mucho más que Maquiavelo: su pasado es la antigüedad, Roma sobre todo. Mi pasado abarca todo lo que implica un conocimiento. Pero creo que lo leemos de la misma manera: dispersos y concentrados al mismo tiempo. Las manifestaciones semejantes las descubrimos por todas partes. Por lo que se refiere a las multitudes, no tengo los prejuicios de antes: no son buenas ni malas, sencillamente están ahí, eso es todo. Me resulta insoportable la ceguera conque hemos vivido frente a ellas. Si no estuviese interesado en el estudio del poder, tendría una relación más limpia con Maquiavelo. Aquí se cruzan nuestros caminos de una manera más íntima y complicada. Para mí, el poder es todavía el mal absoluto. Y sólo desde esa perspectiva puedo estudiarlo. Si leo a Maquiavelo, mi enemistad con el poder se adormece. Pero se trata de un sueño ligero, del cual siempre despierto a gusto.
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Yo no he descubierto a mis poderosos en la ancha avenida de los ejércitos. Cuanto más se menciona a un hombre poderoso, tanto más difícil me resulta acercarme a él. Desconfío de la posteridad que se funda en acciones pretéritas, pero sobre todo desconfío del éxito. Las obras de los grandes personajes —sus textos— las puedo examinar como las obras de cualquier persona. ¿Pero cómo examinar acciones pasadas? Sólo existe la prueba de las opiniones en torno a los hechos. No les rehuyo. Pero no les creo, ni los admiro.
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A los vivos que conocemos bien siempre tenemos algo que reprocharles; a los muertos siempre les agradecemos que no nos prohiban el recuerdo.
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Julio César me inquieta: lo increíble de sus acciones. Presuponen siempre que no tenemos nada contra el hecho de asesinar.
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Ahora, ¿vivo menos ese pasado porque sólo lo contemplo a distancia? ¿Vivo todo esto de un modo diferente? Nunca me he cuidado de los otros hombres ni los he evitado. Me dejo llevar muy lejos por los otros, pero siempre bajo una condición: que no deba matarlos. Puede parecer una actitud religiosa, yo la encuentro humana. Pero es un autoengaño si esperamos encontrar esa actitud en los otros. Uno debe tener la fuerza de verlos tal como son. Mi cobardía comienza cuando aparto la vista. Por eso me acabo los ojos leyendo, por eso me acabo los oídos escuchando.
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¿La persona que no asesina puede conseguir algo? Hay sólo un poder más poderoso que matar: resucitar a los muertos. Me consumo por ese poder. Por él daría todo, hasta mi propia vida. Pero no lo tengo, por eso no tengo nada.
Julio César, que indultó a muchos, sabía también de ese poder. Así se explica su furia cuando le informan del suicidio de Catón.
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Por la tarde, leyendo el Julio César de Plutarco, sentí un verdadero placer por el asesinato. Cuando los conjurados se le van encima, cuando uno tras otro hunden los puñales en su cuerpo, cuando él intenta escapar a sus cuchillos como un “animal salvaje”, sentí una suerte de excitación jubilosa. No le tuve la menor lástima. La ignorancia de este animal monstruoso e inteligente no me ablandó. Por su ceguera irremediable, Julio César pagó un poco de su culpa a todos aquellos que atrapó deslumbrándolos.
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Los sistemas conceptuales me interesan tan poco que a los cincuenta y cuatro años no he leído seriamente ni a Aristóteles ni a Hegel. No sólo me son indiferentes: desconfío de ellos. No puedo aceptar que, antes de haberlo conocido, el mundo les haya parecido descifrable. Cuanto más riguroso y consecuente su pensamiento, tanto más grande la deformación del mundo que construyeron. En realidad, quiero ver y pensar de nuevo. No hay en esta actitud tanta soberbia como pudiera creerse, sino una pasión indestructible por el hombre, una fe creciente en su riqueza.
¿Qué pienso del libro que he terminado? Se lee bien, quizá cada vez mejor. No estoy insatisfecho. Me espanta y me conmueve el tiempo que invertí en él. Si fuese un libro entre cinco o seis más, ¡qué orgulloso me sentiría! Para la mitad de una vida es muy poco.
Pienso en la extraordinaria Cartuja de Parma. Dentro de cien años, ¿seré capaz de hacer feliz a un solo individuo?
Creo que a nadie admiro tanto como a Stendhal, es el único a quien envidio. Si yo no fuese yo, sería idéntico a él. Por primera vez he imaginado otro nacimiento y, si lo veo bien, todo por amor a Stendhal.
¿Qué quiere decir esto realmente? Quiere decir que deseo salir de la piel de mi obra, que he llevado mis ideas demasiado tiempo conmigo y que ahora se han convertido en mis huesos. Soy un chamán o una roca en el paisaje australiano. Sin embargo, estoy vivo y mi deseo más ardiente es transformarme.
Cesare Pavese es mi estricto contemporáneo. Pero él comenzó a trabajar antes y, hace diez años, se suicidó. Su diario es una suerte de hermano gemelo del mío. Pavese se dedicó a la literatura. Yo, en cambio, le di poco tiempo. Pero llegué antes que él a los mitos y a la etnología. El 3 de diciembre de 1949, ocho meses antes de su muerte, Pavese anota en su diario:
Tengo que encontrar:
W. H. I. Bleek y L. C. Lloyd
Specimens of Bushman Folklore
Londres, 1911.
Vía Nexos