Esta semana, el concurso de belleza Miss Perú dio la vuelta al mundo por romper su esquema tradicional. Como gran revolución, las candidatas a la corona (¿?) dieron cifras de violencia machista en lugar de hablar de las medidas de su cuerpo.

Así, la frase “Mis medidas son: 2.202 casos de feminicidios reportados en los últimos nueve años en mi país” se convirtió en el blanco de aplausos y megusta en el breve mundo digital. Bravo por Miss Perú 2018, todo un cambio y una larga lista de bla blas que parecen mostrar que el travestismo ideológico se vende fácil.

Después de la ronda de presentación de las candidatas -donde hablaron de estas cifras de violencia-, vino, claro, el desfile en traje de baño. De nuevo el marketing facebookero hizo lo suyo: detrás de la concursante en bikini se proyectaron portadas de periódicos que hablaban -oh sí- de violencia de género.

De nuevo la lluvia de aplausos y vamos que se puede carajo, qué viva el Perú.

El concurso de belleza siguió siendo eso: una competencia regida por cánones de ¿belleza? normados por patrones muy lejanos a la media peruana. Un concurso de belleza, algo que ya es el extremo de la cosificación femenina y que puede ayudar a construir una base normativa del ideal físico de las mujeres.

La estrategia, reconocieron después, no nació de las 23 participantes y fue algo concertado entre los organizadores y ellas. Saber esto es importante para valorar el poder de adaptación a nuevos discursos sin cambiar el fondo. ¿Se puede hablar en contra de la cosificación de la mujer mientras se está premiando el tamaño de su cadera o el color de sus ojos?

Cuando Coca Cola lanzó su versión “eco”, apuntando a no quedarse abajo del tren de lo “orgánico” y saludable, solo cambió el origen de su endulzante, no las cantidades de azúcar en sus bebidas. Pero, a diferencia de Miss Perú, su iniciativa no tuvo éxito comercial y no fue viralizadad por la red, ni cosechó la avalancha de pulgares que las señoritas en traje de baño de los que compraron la estrategia comercial.

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