Para dejar una prueba de su identidad, los militares bolivianos que capturaron y ejecutaron al Che Guevara le cortaron las manos antes de hacer desaparecer el cadáver. El Ministro del Interior de la época las escondió bajo su cama esperando una oportunidad para hacerlas llegar a la viuda de Guevara en La Habana. El encargado de hacer esa travesía fue Juan Coronel, un comunista boliviano que llevó el encargo en su mochila hasta Moscú. Este es su relato de los hechos.
Todo comenzó entre el 21 y el 23 de julio del año 1969. Mi amigo Jorge Sattori, con quien compartía una casa, recibió un llamado telefónico que lo citaba esa noche a un café céntrico de la ciudad de La Paz. En esa época ambos éramos militantes del Partido Comunista, yo era miembro de la comisión de prensa y él era responsable de las relaciones internacionales. Sattori me pidió que lo acompañara, pues lo había citado Víctor Zannier, un amigo en común. Llegamos al café un poco antes de la hora fijada y poco después llegó Víctor.
Tengo la imagen perfectamente grabada de esa noche, él estaba con un sobretodo en el brazo y un bolsón de viaje en el otro. Al vernos se acercó a la mesa y le pregunté si pensaba ir de viaje. No, me dijo, no voy de viaje, y nos preguntó ¿Saben qué es lo que tengo aquí? No, dijimos, ¿qué es?. Tengo las manos del Che Guevara, dijo en voz baja, muy orgulloso de su confesión. Nosotros, como era de esperarse en cualquier comunista, nos miramos sorprendidos, casi con la boca abierta mientras Víctor contaba que además de las manos, llevaba la mascarilla mortuoria que había hecho el ejército del guerrillero después de muerto.
En un comienzo pensamos que era broma, pero por el tono de su voz nos dimos cuenta de que no mentía. Según contó, se había comprometido a hacer llegar ambas cosas a Cuba pero no sabía cómo, que tal vez nosotros, por contar con una organización, podríamos hacer llegar el paquete a destino.
¿Pero quién le dio ese encargo? Fue Antonio Arguedas, el ex Ministro del Interior del general Barrientos, el mismo que hizo llegar una copia del diario del Che a Fidel Castro. Al descubrir la traición de Arguedas, el gobierno le hizo un atentado donde fue herido. Al salir de la clínica se asiló en la embajada de México desde donde hizo llamar a Zannier y le pidió que desenterrara un paquete debajo del piso de su cama y que lo hiciera llegar a Cuba. Eran las manos y la mascarilla, nos dijo Zannier igual de sorprendido que nosotros.
Era un honor lo que nos estaba pidiendo, quería que fuéramos como dos espías en una misión especial, lo que nos atrajo muchísimo. Entonces agarramos el bolsón de viaje y lo llevamos a la casa donde vivíamos. Allí lo abrimos y encontramos, envueltos en papel de diario, dos paquetes. Le retiramos el diario al más pesado y apareció un frasco de vidrio de unos 30 cm de alto por unos 20 cm de diámetro que estaba sellado con alquitrán. En él había un líquido parduzco en el que flotaban, como pepinillos gigantes, dos manos de hombre.
Eran unas manos fuertes, no regordetas sino voluminosas, como de trabajador. Recuerdo que me impresionó mucho una cicatriz enorme que tenía una de ellas. Después me enteraría que era producto de una herida de bala. El corte en las muñecas daba la impresión de haber sido hecho con un machete o serrucho, porque no era nada fino como el que hubiera dejado un bisturí. Creo que fue hecho con un machete. Después de esa vez las habremos mirado un par de veces más, pero no más, sentíamos mucho respeto por ellas y además, tengo que confesarlo, algo de miedo.
En el otro paquete estaba envuelta la mascarilla de yeso donde se distinguía nítidamente el rostro del Che Guevara con los ojos abiertos, se notaba incluso su barba crecida, era perfecta.
Volvimos a envolver los paquetes y nos pusimos a pensar en cómo los podíamos hacer a Cuba. El tiempo apremiaba porque tanto Sattori como yo estábamos marcados por el gobierno militar y en cualquier rato podía llegar el ejercito a nuestra casa. La primera idea nuestra fue sacar las manos vía México a través de la ruta La Paz-México, México-La Habana. Aunque era la ruta más directa para ir a Cuba, la descartamos por simple, pues no siempre lo más fácil es lo más adecuado. Menos en una situación como la nuestra, teníamos que cargar partes humanas y no de cualquier persona. Además estábamos concientes de que la CIA sabía que México era un puente para llegar a Cuba y no queríamos correr riesgos.
Posteriormente decidimos que lo mejor sería ir a Moscú y desde allí hacer un puente para llegar a Cuba. Las alternativas era ir por la Argentina, por Brasil o por Venezuela. Pero en ese momento, el continente comenzaba a plagarse de militares. En Argentina gobernaba Juan Carlos Onganía, militar, en Brasil Emilio Medici aliado militar y en Venezuela Rafael Caldera, así que decidimos que lo mejor sería ir por ahí y que el enviado sería yo.
Aunque esta decisión parece muy simple, tomarla nos llevó desde julio hasta diciembre. Tiempo en el que las manos y la mascarilla permanecieron en el bolsón, en una esquina bajo mi cama. Ya estaba todo listo, habíamos decidido que la operación se haría el 28 de diciembre de ese año, el día de los inocentes. Sin embargo, faltaba algo fundamental: dinero.
Como no podíamos confiar en nadie, ni siquiera en nuestro partido, decidimos que el que la financiara no debía saber qué estaba pagando. Yo tenía un amigo brasileño que vino a Bolivia exiliado y que en su país manejaba una empresa inmobiliaria. Al llegar a Bolivia se asoció con dos ingenieros, montó una empresa de construcción que le resultó muy rentable. Entonces le planteé que me ayudara con un pasaje hasta Moscú, con la condición de no hacer preguntas. Él aceptó por la amistad que nos unía. aunque no sabía nada, para qué era ni porque, nunca me preguntó. Me dio el pasaje así sin más.
Pero fuera de eso necesitaba algún dinero para el viaje. En ese entonces yo era administrador de un edificio de oficinas en La Paz, donde la embajada estadounidense alquilaba cinco pisos. Para la limpieza de ese sector ellos tenían una cuadrilla de cuatro o cinco personas encargadas del aseo. Se me ocurrió acusar a esta cuadrilla de que habían ensuciado las paredes del edificio y le envié una carta al embajador estadounidense conminándolo a que él limpiara lo que sus empleados habían hecho. Yo sabía que eso provocaría que la embajada se comunicara inmediatamente con la sociedad de propietarios del edificio, lo que en efecto sucedió. Como era de esperarse la directiva de la sociedad de copropietarios me despidió. Perfecto, habían caído en la trampa. Como yo llevaba el tiempo justo para que me pagaran beneficios, los demandé ante el ministerio del trabajo y me dieron algo así como 500 dólares, que ahora serían como 4000 o 5000 dólares. Ese fue mi fondo de viaje para llevar las manos del Che, financiado en su mayoría por la Embajada.
Llegó el día de partir. Mi equipaje de mano era el bolsón con las manos, la mascarilla y una frazada que ocultaba levemente su contenido. Yo sabía que el camino no sería fácil, pero nunca pensé que sentiría tanto miedo. En la primera escala del vuelo, en Lima, sentí que me habían descubierto. Al llegar nos pidieron que bajáramos del avión pero sin nuestro equipaje de mano y cuando salimos vi como dos policías peruanos entraron en el aparato. Ahí pensé que estaba perdido, no tenía ninguna coartada pensada, creo que no había ninguna posible, era como cuando alguien es descubierto en una infidelidad flagrante. Yo sabía que esas manos en mi poder eran mi pasaporte a la muerte.
Cuando los policías salieron del avión y se alejaron caminando tranquilos por el aeropuerto me sentí más tranquilo, pero la escena se repitió esa noche casi igual en los aeropuertos de Guayaquil, Bogotá, Caracas y Madrid. Era una época en que no los controles aduaneros no eran tan estrictos como hoy, pues ahora, ciertamente, no habría caso. En Madrid tomé un avión a Paris y al día siguiente tomé un avión a Budapest. Allí me esperaba un funcionario del Comité Central del Partido Comunista húngaro que Sattori había contactado previamente. Aunque él no sabía el motivo de mi travesía, arregló mi viaje hasta Moscú pero para el 3 de enero. Ahora deduzco que el retraso se debió a que los soviéticos estaban averiguando mis motivos, pues en ese entonces eran muy celosos con el espionaje, y yo, un boliviano de treinta años con deseos de llegar hasta el kremlin era alguien sospechoso.
Finalmente llegué a Moscú el sábado 3 de enero y me recibió Igor Olivarti, que era el funcionario del Partido Comunista soviético encargado de las relaciones con Bolivia, Guatemala y Chile.
Aunque yo llevé las manos hasta Moscú sin ayuda de Zannier, Sattori y yo decidimos que era hidalgo que él participara de la entrega, pues era él quien había recibido el encargo. Antes de salir de La Paz, Zannier y yo habíamos acordado que nos debíamos encontrar en Moscú el miércoles 31 de diciembre a las cuatro de la tarde en el hotel Rusia. Pero como yo no pude llegar a tiempo, indagué si los soviéticos sabían algo de él, si había llegado o no. La gente del partido puso en movimiento su aparato de seguridad y lo ubicaron en un hotel cercano al mío.
El lunes 5 de enero Zannier y yo fuimos a la embajada de Cuba donde nos recibió un funcionario joven porque el embajador estaba de vacaciones. Nosotros le relatamos el caso con toda frialdad pero le aclaramos que la condición era que la entrega debía hacerse en La Habana y no allí, como lo pretendía él.
Esa tarde vino Zannier a mi habitación y me dijo que había recibido un llamado de la embajada de Cuba para citarlo esa tarde. Al cabo de dos horas volvió y me dijo que había hablado con el funcionario de la embajada cubana que decía que su país autorizaba su viaje pero no el mío. La causa, decía, es que ningún miembro del traidor Partido Comunista boliviano podría pisar jamás Cuba. Yo aún, después de cuarenta años, no he podido ir.
En ese momento tenía entonces tres opciones: entregar las manos al funcionario cubano, dejarlas en depósito en Moscú o retornar con ellas a Bolivia, lo que estaba de plano descartado. En contra de lo que sentía en ese momento, decidí que lo mejor sería entregarlas al funcionario, que apareció al poco tiempo de avisarle. Llegó a mi habitación, recogió el paquete y se fue sin siquiera darme la mano. Las manos.