Estas son las palabras preliminares de María Moreno al volumen Teoría de la noche (UDP) donde recopila textos escritos entre 1982 y 2010.

 

 

Escribo sobre lo que no sé: si lo supiera ¿para qué lo escribiría? Lejos de la vanagloria de responder a un acopio de conocimientos que una autoridad en ausencia y esfinge le ha dado la venia de echar a rodar, la escritura inventa. En suma, soy periodista: fiel a la anécdota de ese aspirante a redactor del diario Crítica a quien le tomaron la prueba de escribir sobre Dios, y quiso precisar ¿a favor o en contra?

Ni hace falta aclarar que escribo lejos de la sangre de la portada, del mito del ahora mismo; en esas zonas francas que permiten el suplemento cultural, la página de misceláneas, la revista literaria y la columna del costado, desde donde el bufón suele lanzar una paradoja de veinticuatro horas o el experto, ubicar la noticia que el cronista ha hecho no ficción en el cuerpo a cuerpo. La premura y, al mismo tiempo, la ambición, han provocado que los ensayos de mi libro El fin del sexo y otras mentiras sean una mezcla de notas de aprendizaje, diario íntimo de lecturas y panfleto, cuyo interlocutor hoy resulta oscuro hasta para mí misma. Aquí furiosamente lacaniana, allá de un demagógico populismo, a veces en vena mística, otras haciendo uso del sermón laico que la lengua política suele llenar de ripios terminados en “ción”. Pero ¿por qué publicar la saliva? Porque no habrá “obra”. Hay quienes sospechan, en aquello que escriben, anchas y luminosas avenidas centrales, o suburbios de mala muerte, sin señales de tránsito y tapizados de bolsas de basura. Lo primero conduciría a la obra; lo segundo, al ganapán. En mí no hay avenidas iluminadas ni siquiera metafóricamente. Puede que sea bisexual, pero no bitextual. Creo que lo único que he escrito de mi “obra” ha sido mi seudónimo, compuesto por mi primer nombre legal y el apellido de mi hijo, aunque ocasionalmente estuve casada con un Moreno. Los editores saben que suelo prometer libros que luego no termino. No comprenden que, así como la literatura no es el reflejo de la vida, un índice no es la promesa de un libro, sino un género en sí mismo. Puede afirmarse que no he escrito los siguientes libros: “Simpatía por el diablo” (novela beat); “Cuerpo extraño” (novela iniciática); “Las amalias”, tomos i, ii y iii (novela política); “Marie Langer” (psicoanálisis y política de 1938 a 1987); “Paramemorias de Fernando Noy” (historia de vida); “Locuela” (nouvelle); “Ópera negra” (hard rock); “Eros argentino”, tomos i y ii; “El cuarto oscuro” (ensayos sobre cine); y “La maldición del sexo” (liberadas, libertas y libertinas en la cultura de dos fines de siglo). En realidad, no es verdad que no los he escrito, sino que voy lento. Soy una solitaria practicante de la medida gremial trabajo a tristeza. Mi primer versión de El petiso orejudo, una no ficción sobre el infanticida Cayetano Santos Godino, fue escrita en 1974. La última, en 1994, año en que fue publicada. Hace diez que no escribo “Marie Langer”. Y ¡qué quieren que les diga! Las vicisitudes de esa psicoanalista vienesa radicada en la Argentina me obligaron a estudiar austromarxismo, la Guerra Civil Española, psicoanálisis kleiniano, política montonera, la Revolución Rusa, la Cubana, la Sandinista y el exilio argentino en el México de los años setenta. Fue un análisis didáctico vía transferencia post mórtem, y la oportunidad de tener una institutriz imaginaria en cultura de izquierda internacional.

Yo escribo sólo bajo: 1) amenaza: “Nos estás enterrando, es la última vez que te encargo una nota”; 2) extorsión: “¿Así que te falta mucho? Entonces dejá que se la encargo a…”; 3) contratiempo: “Si no podés hacer ni siquiera una recopilación, sacamos el libro el año que viene”. Por suerte la computadora me ha permitido archivar mis notas y reciclarlas. Chapa, pintura y actualización al paso. Si me dan un tema nuevo, me las arreglo para utilizar parches de antiguos archivos e intentar injertos y collages que me parecen pertinentes, aunque no siempre lo son. En ocasiones he presentado en el mismo medio, a menudo ante el mismo jefe de redacción o editor, tres o cuatro veces la misma nota reordenada, intervenida, es decir, con la patente cambiada. Puedo imaginarme como Robin Hood o Mate Cosido y, al mismo tiempo, como el pobre que recibe los beneficios del cumplimiento del refrán “el que roba a un ladrón…”. He logrado que muchos confundan esta técnica de cartonera con una supuesta capacidad para gran variedad de registros. Otros preguntan por qué publico cosas viejas. ¿Es que no cambio? Puede que no, pero la extrañeza que me produce algo escrito por mí es tanta e igual si el escrito tiene diez minutos o diez años. Es un efecto de escribir en espacios, como los periódicos que duran el tiempo de su lectura.

De acuerdo a los vaivenes de la moda literaria, el plagio ha sido llamado glosa, cita o apropiación. Los mexicanos llaman plagio al secuestro. Yo llamo secuestro al plagio. No vacilo en plagiar, sobre todo cuando tengo que ganar unos renglones para terminar rápidamente un artículo. Y –nobleza obliga y los párrafos anteriores lo prueban– para plagiar empiezo por casa. Eso sí, como plagiaria soy fetichista. Codicio menudencias y las atesoro como talismanes. Por ejemplo, las frases de Colette “bellezas de garaje” o “la criaron bien”. A esta pagana la admiré hasta el plagio –esta misma frase es un plagio, pero Dios me libre de hablar de paráfrasis– y la plagié hasta terminar admirándome a mí. Evidentemente, el plagio es un secuestro, rara vez vuelvo a encontrar lo plagiado en el lugar de donde lo plagié. Hay en el plagio una misión pedagógica. Quien planea detectarlo se ve obligado a leer cosas que a lo mejor nunca hubiera leído, a practicar la crítica literaria ya que toda acusación de plagio implica una teoría sobre la escritura y –si el pesquisa es un abogado– a mostrar que la propiedad intelectual tiene un precio, algo que el mercado no siempre está dispuesto a reconocer.

Suelo corregir y mezclar los textos, pero no he cambiado las fechas ni para simular una profecía ni para pretender que en los años noventa era tan inteligente como a principios del siglo XXI. Los escribí a una edad en donde ya no era posible escudarse en la precocidad. Cuando los leo acude a mi mente una y otra vez, aunque sin el menor toque de remordimiento, la palabra irresponsabilidad. Mi maestro Germán García me persuadió de que nada es sagrado, y que cuando un saber se muestra como un secreto de templarios se puede empezar por manosear lo que de él asoma de fácil y, sobre todo, de alegre, sin aceptar el espíritu sacerdotal que adjudica al conocimiento la metáfora de la escalera donde la cúspide anuncia la iniciación. La insistencia de la primera persona a veces está justificada por el género columna, la que Martín Caparrós bautizó como “La mujer pública” (aunque sin acento y que salió en la revista Babel). También porque la prosa simula una voz. Y tal vez debido a que mi primer contacto con las letras fue escuchar a los clásicos universales en versiones radiales y conocí el modernismo a través de las letras del tango canción, el dequeísmo me protege del horror al vacío y me permite soñar con que le tiro una serpentina al lector. Para poner en duda la falsa impresión de que pude haber dado con estas “preliminares”, de venalidad y sojuzgamiento quiero aclarar que no es libertad menor la de tener un amo encarnado bajo el rostro de editor en jefe, un salario como pretexto y la pertenencia, con un pie afuera, al lugar en que las “obras” vienen siempre entre tapas duras y sin ilustraciones.

Ya avisaré cuando escriba un libro.

 


Crédito de imagen: Revista Anfibia

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