Alcanzar la edad que se desea, no porque haya una edad ideal, sino porque es preciso desechar la idea de que hay una edad preferible para todos.
Nunca lo he considerado así. Yo quería experiencias, conocer a mucha gente, tiempo para ese conocimiento de forma que pudiera volver una y otra vez sobre ellos, tras largos periodos en los que, quizá, desaparecieran de mi vida. Es una idea maravillosa esa de poder conocer a la misma persona diez o doce veces, encontrarse con ella tantas veces como si no se la conociera, pero sin haber perdido su recuerdo, y compararla con ella misma, no sólo con otras. Y es que no basta con la solera que cobra en nosotros una persona a lo largo de los años en que hemos sabido de ella. Se oxida, y esto es algo que no deberíamos desear a nadie. Pero también existe la posibilidad de que el individuo se amalgame dentro de uno convirtiéndose en ese ser múltiple que de cualquier modo es, y para ello se requieren nuevos encuentros tras largas pausas. Esto supondría, en otras palabras, que uno jamás se acostumbre a una persona. Que uno se asombre ante ella como si no se le hubiera mostrado tal cual es, como si no le hubiera hecho nada, como si no le hubiera hecho feliz. En ese caso, las expectativas con que abordamos a cada nuevo conocido surgirían igualmente ante los que conocemos desde hace décadas.
Este proceso de multiplicación del individuo exige una vida larga. Puede que ser viejo tenga muchos inconvenientes. Pero tiene ventajas incomparablemente mayores.
Ahí está, por ejemplo, la osadía del recuerdo. Podemos entregarnos a él sin caer en la autoidolatría. Hay una infinita riqueza de cosas que merecería la pena investigar. Inagotable es el mundo que el hombre ha acogido en sí, fantásticas las formas que han adoptado en su interior las cosas. Incluso las deformaciones tienen su verdad si se perciben con la claridad necesaria.
Otra utilidad para la que no rehúyo esta fría palabra sería el examen de los principios morales que nos inculcaron desde niños y por los que, en términos generales, se rige nuestra vida. ¿Son acertados? ¿No son, tal vez, lo bastante sutiles? ¿Requieren alguna corrección? ¿Cómo saberlo sin ponerlos a prueba durante largos periodos y sin analizar esa experiencia?
Incluso el inconveniente más terrible de una larga vida, lo que resultaría tan atroz que a veces nos sentiríamos tentados de ponerle fin sólo por tal motivo, el hecho de haber sobrevivido a tantos otros, no siempre es tan desconsolador como se piensa. Porque podemos devolver la vida a los que han muerto antes que nosotros recreándolos. Y esto no es una cuestión de elección, sino una deuda imperiosa, y sólo el que evoque a los muertos tal y como fueron realmente, sin merma ni gloria, estará a salvo del destino que aguarda a los que se ceban en aquellos a quienes han sobrevivido.
La vejez sólo es restricción para quien no la merece. Uno la merece no retirándose del mundo, o haciéndolo sólo para aspirar a una forma más estricta y exigente de logro. Este presupone una nueva vida para todos los que han fracasado, pero también para los que dan la sensación de que no fracasarán. Quiero llamarlo la cara bifronte, la cara de Jano de la vejez: una se vuelve hacia el vencido, y la otra hacia aquellos que aún no fueron derrotados, o que tal vez no podrían serlo nunca.
Le brinda a uno la oportunidad de reparar ciertas cosas. La situación cada vez más peligrosa en que se encuentra el mundo, ¿de qué modo afecta a la vejez?
Todo lo vano. Precaución e indulgencia.
¿Qué efectos tiene la edad sobre las palabras?
Se nos vuelven extrañas, como si supieran que ya no serán pronunciadas incontables veces.
Lo arrollador de las nuevas amistades: el esfuerzo que hacen, la energía que han de desplegar para subsistir frente a las viejas amistades.
Todo resulta más valioso, quizá porque es contado. Maravillosa futilidad del aprendizaje sin un propósito, puro y simple aprender. Lo que se aprende ya no sirve para expandirse. Uno se acerca a las lenguas porque ya no las hablará, tiene ciertas ideas sólo porque resulta improbable que se repitan.
Lo útil pierde sentido. Las cosas sólo significan lo que son.
Dos tendencias, que sólo se contradicen aparentemente, caracterizan a nuestra época: el culto a la juventud y la extinción de la experiencia.
También hay quienes juegan la baza de la futilidad de la vida y extraen de ello una insaciable arrogancia. Personas para las que los demás sólo pueden ser objeto de insultos, al tiempo que defienden con uñas y dientes el menor resto de sus propios derechos. Uno se pregunta qué será de ellos cuando sean viejos: quizá se compren un cementerio.
Contra el culto a la juventud no habría nada que objetar, mientras no sea la propia juventud la que se venere a sí misma.
La descripción de la extinción de la experiencia, realizada con éxito por más de uno, me parece agotada. Sólo queda, pues, un único reproche original: la descripción de su detención, de su consciente transformación en lo opuesto.
En favor de la vejez podría decirse que incrementa el valor de la vida.
El que ha luchado por ella contra una enfermedad, el que ha vuelto a la vida paso a paso, dolor a dolor, sólo ése conoce realmente su valor. Siento el mayor respeto por quienes se han ganado a pulso la propia vida.
Sería deseable, y muy beneficioso para el mundo, que a todos se les concediese esta oportunidad de manera oficial, como quien dice. En lugar de eso nos encontramos con los pueriles, continuos y mil veces repetidos ejercicios de salud de los que de cualquier modo están sanos.
El principal inconveniente de la vejez, y tan importante que casi superaría todas las ventajas, es que uno apenas piensa ya en los demás.
Pero contra eso hay una medicina: ser imprescindible. Lo que uno sabe que nadie sabe, lo que uno dice y nadie más puede decir. Debe ser tanto que los demás lleguen a sentirlo, quieran tenerlo y no lo dejen a uno en paz. Su deseo ha de ser un reto que lo fuerce a uno a reaccionar, y así, al transmitirlo, se referirá de nuevo a los demás.
Por ello es recomendable no dejar en paz a los viejos, de un modo sabio y que resulte eficaz, pero sin descanso.
Más difícil es remediar la pretensión de tener siempre razón: lo mejor es evitarla. Un desafío frontal sería en este caso infructuoso; es imposible concebir una forma de lucha más estéril.
Tal vez resulte ridículo que un viejo diga para qué sirven los viejos y para qué no, pero lo que estoy diciendo no es de hoy, se trata de una experiencia de muchos años: los viejos siempre me han fascinado, incluso en la adolescencia. De niño solía correr tras ellos, asombrado, y me habría gustado aferrarme de los faldones de los que tenían mucho que contar y no soltarles jamás. Los que eran demasiado perezosos para contar algo me dejaban estupefacto, esos eran los falsos viejos, los que sólo se hacían pasar por viejos sin serlo.
Nada me habría gustado más que ser un auténtico viejo y, así como otros desean hacerse ricos y no piensan en otra cosa hasta que lo consiguen, mi deseo más ferviente era llegar a ser viejo.