Rodrigo Díaz Cortez es chileno y actualmente vive en Barcelona, donde llegó después de juntar medio millón de pesos vendiendo libros en los bares de Bellavista en Santiago de Chile. Tiempo después y ya situado, entendió que era una vía regular el llegar a vivir a un continente que funcionó como cobijo para su familia en dictadura, por lo que sus días tenían razón de ser. Quería seguir escribiendo; por eso vivir en otro lugar, muy lejos de los problemas, como el protagonista de “Cara de pendejo”, era un aliciente.
Hoy trabaja como taxista en la capital catalana y ha publicado Metales rojos, una recopilación de relatos ambientados a ambos lados del mar y editada por Comba. En la mayoría de sus cuentos, este libro se adentra en los rincones de una Barcelona predilecta para visitantes efímeros que de tanto consumo, Gaudí y playas nunca se empapan de la realidad de chatarreros, inmigrantes y payasos callejeros, precisamente los protagonistas de estos textos.
Los relatos de Díaz Cortez aguardan con paciencia el clímax y se encuentran a sí mismos al final, como cerrando el círculo de la peripecia. Muestran una sociedad hecha de pequeños fragmentos, a menudo espacios que sirven de cobijo para seres suprimidos de las imágenes turísticas que venden una ciudad esplendorosa, frecuentemente impoluta y hasta condescendiente. Como en Biutiful, su contexto transita en el ocaso de la Barcelona desigual en la que caminan sus habitantes, ilegales o no, igualando a la Ciudad Condal con la crudeza que se vive en algunas urbes sudamericanas, ilustrada con precisión en cuentos como “Me dirijo al infierno” o “Fiesta sobre ruedas”.
A veces un obrero espera ansioso la llegada de una tarjeta de residencia por parte de sus empleadores; otras, el amor surge entre una drogadicta que roba gasolina y un violoncelista apretado emocionalmente por la muerte de su madre. Esto en una Europa que no es suficiente para todos las que la pisan, lejos del mito de un Primer Mundo que ya terminó la tarea de construirse a sí mismo, como si no hubiera más que cambiar. Barcelona, parece decirse, tampoco era el paraíso. Por eso en este libro también está la cara chilena del mundo: el Desierto de Atacama —de donde se siente parte el autor— y un depósito de motos recuperadas por un viejo que ve en las carreras de estos cacharros una posibilidad para hacer felices a los dos chicos de “Insecto de metal”, muy chilenos, muy norteños, muy hermanos empeñados en triunfar y encontrar su propio cielo; dos seres inocentes sacudidos finalmente por la nostalgia al toparse con el paso de los años y la diferencia inconmensurable que existe entre quedarse e irse.
Para los narradores de estas historias, niños, asesinos o parias sin esperanza, pareciera no existir la idea de que la estabilidad depende de la tierra en que se duerme. Mucho más allá de idealizaciones sobre el presunto “desarrollo” de las naciones, la miseria es ubicua y así lo demuestra Rodrigo Díaz Cortez y Metales rojos, una obra que habla del dolor constante en plena era de la inmigración.
Rodrigo Díaz Cortez (1977)
Editorial Comba
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