Por Juan Camilo Maldonado Tovar
Nunca había tenido la valentía de acercarse a la emisora de los militares, pero la ocasión lo ameritaba. Hacía tiempo que los guerrilleros no llegaban al pueblo en son de paz y para doña Marta Torrijos no había de otra que convocar a la comunidad: ir a la única emisora del pueblo, la temida emisora, la de los sapos y los traidores. Llegar, golpear en la puerta de lata con el signo de Al Aire en la ventana y pedir el favor. ¿De qué otro modo iba la gente a salir a la calle el 6 de febrero para celebrar con banderas blancas la última marcha de las Farc por el municipio de Uribe, Meta?
La idea no fue bien recibida en la pequeña casa de cemento junto al batallón militar donde opera Colombia Estéreo. Durante los casi cuatro años que duró la difícil negociación entre el gobierno y las Farc en La Habana, el soldado José Arley Mosquera pocas veces había hablado al aire sobre las controversias de la mesa de conversaciones. Mosquera, un joven y sonriente locutor negro, hijo de un trabajador desplazado de las bananeras del Urabá, tampoco solía informar sobre los hechos violentos ocurridos en la región, mucho menos de aquellos enfrentamientos entre guerrilla y Ejército, que a lo largo de 2016 habían tensado la recta final del proceso de paz. Las directrices siempre habían sido claras: en la emisora del Ejército no se habla de política. Y para evitar cualquier problema, Mosquera siempre se ha limitado a reproducir los partes informativos que son enviados directamente desde los estudios de la emisora en Bogotá.
Doña Marta regresó frustrada a su casa, esa casa que varias veces vez allanaron los militares cuando retomaron el control del pueblo en 2002; la misma en la que esperó a su esposo por cuatro meses luego de que se lo llevaran en las capturas masivas y que sucedieron al desmonte de la zona de distensión. Una vez más, doña Marta tendría que recurrir a la comunicación de siempre en un pueblo donde el único medio de comunicación es militar: la circular impresa en papeles que se humedecen, y el clásico voz a voz, infatigable y distorsionador, que en el pasado transformó la noticia en chisme, los heridos en muertos y a más de un vecino en auxiliador de la guerrilla.
Las cosas no habían sido siempre así. Antes de que llegara el Ejército a poner sus antenas, en Uribe se escuchaban las señales de medios radiales en Villavicencio y pueblos vecinos, y sobre todo Voz de la Resistencia, la emisora que las Farc operaba desde la clandestinidad, y que todos los días, cuando aún no salía el sol, abría su programación con Despertar Campesino, una franja en la que guerrilleros-locutores daban consejos para la cosecha a las comunidades de la región.
Nacida durante los años noventa, luego de varios plenos guerrilleros, Voz de la Resistencia fue gradualmente puesta en marcha por buena parte de los bloques guerrilleros. En el Caribe, por ejemplo, fue dirigida por Simón Trinada y locutada por su pareja, Lucero Palmera. Voz de la resistencia era una “red de comunicación, de educación, de organización, de lucha y esperanza con sentido de clase”, según explica el comandante Jesús Santrich, en un relato publicado en la página web de las Farc sobre lo que ellos llaman el “combate hertziano”.
Durante mucho tiempo, Voz de la Resistencia había sido la principal fuente de información de la comunidad. La región era, a la final, una de las más históricas retaguardias de la guerrilla. Uribe había sido refugio y hogar de los campesinos liberales y comunistas que a mediados del siglo pasado habían huido de la violencia en el suroccidente del país. Desde entonces, Uribe fue una coordenada fundamental para el mapa histórico del conflicto y la paz en Colombia: el secretariado de la guerrilla instaló allí su sede al comienzo de los ochenta, y en un remoto campamento llamado Casa Verde, se vivieron algunos de los momentos más intensos de la guerra y la paz de ese entonces: la firma de los acuerdos en 1984 con el gobierno de Belisario Betancourt, el inesperado bombardeo de diciembre 9 de 1990, en el que César Gaviria buscó, sin lograrlo, eliminar a la cúpula de la guerrilla, y la muerte natural de Jacobo Arenas, ideólogo y cofundador de las Farc.

Foto referencial de un guerrillero en La Voz de la Resistencia
En una zona de tradicional presencia de la guerrilla, la emisora Voz de la Resistencia había dominado las radios de los campesinos, en especial durante 1999 y el 2002, los tres años de abierto dominio guerrillero que duró la zona de distención. Pero tras el fracaso de los diálogos de El Caguán, regresó el Ejército. Y con el Ejército llegaron los hostigamientos y las persecuciones, las redadas y los tanques, los controles sobre la compra de los alimentos y las redes de cooperantes. Y entre tantas cosas nuevas que trajo la arremetida militar contra las guerrillas durante el Plan Patriota del presidente Álvaro Uribe Vélez, llegaron, como a muchos otros pueblos del país, una antena, un transmisor y un grupo de militares convertidos en los locutores de la emisora Colombia Estéreo.
Desde su fundación, la estrategia de Colombia Estéreo mezcló mercadeo y táctica militar. La emisora debía aprovechar su alcance y prevalencia para elevar la moral de la tropa, ganarse a una desconfiada población civil y “minar la voluntad de lucha del enemigo”, cuenta Mosquera, sentado en la mesa frente al micrófono y el viejo computador desde el que programa vallenatos, rancheras y música popular.
“Por acá pasaron varios guerrilleros a contar sus historias al aire”. Mosquera sonríe y continúa con la historia de alias Gonzalo Góndola, antiguo comandante del frente Abelardo Romero. Góndola se desmovilizó a finales de 2012 con su pareja, una guerrillera de 25 años, y no terminaba de llegar al batallón cuando ya lo habían sentado en la mesa de Colombia Estéreo. El testimonio del excomandante llegó hasta los campamentos de las Farc, y en cuestión de semanas el segundo comandante del frente, alias Gentil Chuzo, también se despidió, sin avisar, de la lucha revolucionaria. En el parte que dieron las autoridades cuando recibieron a Chuzo, aseguraron orgullosas que la emisora del Ejército había influido en la decisión del desertor. Mosquera concluye con solemnidad: “Con esta radio les quitamos muchos guerrilleros a las Farc”.
Lejos de la sede de Colombia Estéreo, a dos horas en carro por carretera destapada, se encuentra el comandante Aldinever Morantes, quien llegó a ser la mano derecha del Mono Jojoy y hoy está al mando de la Zona Veredal Transitoria de Normalización de Buenavista, un conjunto de cambuches levantados con plástico y madera, que más parecen la invasión desordenada a un potrero que el hogar planificado para más de 500 guerrilleros del Bloque Oriental de las Farc.
Aldinever es un guerrillero templado. Un campesino tropero, de esos que aprietan duro la mano y no ha terminado de saludar cuando ya está hablando de la lucha de clases y de los muchos años que lleva combatiendo al régimen oligárquico. Es un hombre que habla duro, y cuando se refiere a las emisoras de su enemigo, la vehemencia bordea con la rabia. “La historia de las emisoras del Ejército está llena de páginas negras”, dice. “En la guerrilla no invitábamos a los soldados a que desertaran de las filas ni a que asesinaran a sus comandantes. Y en cambio, ¿qué decían ellos? ‘roben información, roben armamento, roben caletas con dinero, denuncien donde hay caletas, digan dónde están sus comandantes, ellos viven bien y bueno ¿Si me entiende?”
Habla rápido, Aldinever. Y se preocupa porque quede grabado que “ni el Ejército ni sus emisoras” derrotaron a las Farc, (“¡en La Habana llegamos a un acuerdo en igualdad de condiciones!”). Sin embargo, pasada la retórica política, el comandante cede y acepta, en sus términos, que Colombia Estéreo sí tuvo un efecto en la dinámica de la guerra: “La acción psicológica de la emisora ayudó a envenenar a mucha gente. Invitaron a los campesinos a volverse sapos, a volverse informantes, a infiltrar las organizaciones populares, a infiltrar a la misma guerrilla. Eso nos generó un problema. ¿Y ese problema terminó en qué? Pues en muertos, en heridos, en desaparecidos y en encarcelados”.
Fueron años de guerra en los campos y guerra en las frecuencias radiales. En cuestión de un par de años, el Ejército logró instalar una sólida red de 33 emisoras en todo el territorio nacional, además de otras radios itinerantes que se activan cada vez que el Ministerio de Defensa lo solicite. La radio se convirtió en un arma y las emisoras, en objetivo militar. En el norte del Cauca, la dinámica llegó incluso a poner en riesgo la vida de los miembros de las comunidades indígenas nasa. Cansados de recibir menciones con nombre propio e invitaciones a pertenecer al Ejército Nacional, los gobernadores de tres cabildos demandaron a Colombia Estéreo para sacarla del aire. Los nasa habían logrado sobrevivir la guerra gracias a su neutralidad y resistencia civil, y terminar enredados en las frecuencias radiales los convertía en blanco del Farc. El pleito llegó a la Corte Constitucional, que resolvió amparar el “derecho fundamental a la vida, a la integridad personal e identidad cultural” de los nasa y prohibirle al Ejército los mensajes radiales.
En Calamar, Guaviare, el Ejército llegó con su emisora y mandó a cerrar Chiribiquete Estéreo, la radio comunitaria que, por muchos años, operó en el edificio más alto del pueblo. De la desaparición de Chiribiquete Estéreo sólo hay una nota de la revista Semana, publicada en 2004 que, sin mayores evidencias, asegura que sus miembros la utilizaban para enviarles mensajes en clave a la guerrilla. Más allá de este reportaje, no hay rastro de este supuesto hecho. Lo que sí es un hecho es que un año después, Colombia Estéreo se había tomado el espacio de la emisora comunitaria y emprendía su estrategia radial por las selvas del Orinoco.
En Uribe, las cosas cambiaron mucho luego del Caguán, cuenta la guerrillera Adriana Gutiérrez, quien después de 11 años como locutora de la emisora clandestina y, tras la puesta en marcha de la implementación de los acuerdos de La Habana, realizó su última emisión a comienzos de febrero pasado. “Durante mucho tiempo pudimos trabajar con tranquilidad. Montábamos campamento y durábamos tres o cuatro meses emitiendo sin problema desde el mismo lugar”.
Pero con la llegada del Ejército no sólo se volvió más difícil conservar la frecuencia radial, sino que los guerrilleros de Voz de la Resistencia debieron replegarse a los filos de las montañas, que comunican a la Uribe con el Páramo de Sumapaz, desde donde tenían que moverse permanentemente ante los bombardeos de las Fuerzas Armadas.
“Solo una vez nos dieron”, relata Adriana. “Dos de los compañeros estaban transmitiendo el programa cuando se vino el bombardeo. Quedaron ahí, muertos, junto al transmisor y los equipos destruidos. Nosotros tuvimos casi de inmediato que agarrar los otros equipos e instalarlos en una posición distante. A las cinco de la mañana ya estábamos emitiendo de nuevo. No les podíamos dar el gusto de que salieran a decir que habían acabado con la Voz de la Resistencia”.

Foto referencial
En el salón comunal del barrio Uribe Centro hay una pequeña bodega con numerosos trastos arrumados. El presidente de la junta, José Pablo García, los señala con frustración: la consola de sonido sin utilizar, el transmisor radial bajo las sábanas, todos los equipos necesarios para operar la emisora comunitaria del pueblo, excepto la antena, que está en una vereda, y que con esfuerzo compraron a través de una colecta entre todas las veredas y barrios de Uribe.
Silenciosos, los equipos llevan cuatro años agolpados en este cuartico. García dice que la iniciativa perdió fuerza cuando sus promotores llegaron al Ministerio de Comunicaciones y descubrieron que necesitaban otros 25 millones para adquirir la licencia de concesión. Para entonces no había más plata. Y no ha habido, hasta ahora, quien se las brinde. Así que Uribe no ha tenido de otra que asumir el mismo destino que Miraflores y Calamar, en Guaviare; Caloto, Guapi y Miranda, en el Cauca; Solano en Caquetá; El Bagre en Bajo Cauca, y Cumaribo en Vichada: todos municipios castigados por la guerra, donde sus habitantes no tienen otra opción distinta a recibir información local radial a través de emisoras del Ejército y la Policía.
En estos municipios, el Ejército ha logrado ganar poco a poco la confianza de la comunidad. Lejos están los días en que los habitantes de municipios como Uribe le negaban a los soldados la compra de víveres, así los tuvieran en el mostrador. Pero la distancia entre el Ejército es aún evidente, aun con los esfuerzos de radialistas militares como Mosquera, quien ha intentado abrirle espacios en la emisora a los habitantes de Uribe.
No ha sido fácil, reconoce el soldado. En los últimos meses, capacitó a los alumnos de la escuela para que vengan a la emisora y realicen programas. Sin embargo, tras recibir la capacitación, los alumnos no volvieron. También fueron invitados el director de la Casa de la Cultura del municipio y el párroco de la iglesia. Pero en un pueblo acostumbrado al sigilo que impone la guerra, la respuesta ha sido obvia: el silencio.
Por estos días, los únicos civiles que se sientan en la mesa de programación de la emisora son un pastor del Movimiento Misionero Mundial, quien todos los días a media mañana, evangelio en mano, da consejos de familia y algunos funcionarios de la alcaldía que utilizan el espacio semanalmente para anunciar acciones del plan de desarrollo. Una odontóloga que daba clases de salud oral salió hace algún tiempo del aire.
El robusto y potente sistema de medios de la Fuerza Pública contrasta con la precariedad de los medios públicos civiles. Producto de la militarización de la radio durante estos años de guerra, los efectos perversos de este fenómeno saltan a la luz por estos días de transición hacia la paz, en los que abundan los temas sensibles para la comunidad, y no hay nadie, ni una sola voz civil que los registre, mucho menos que cuestione, investigue o polemice.
La lista de temas urgentes se lleva más de una página. Marisol Rojas, personera municipal, alerta con preocupación que el retiro de las Farc de las veredas ha disparado los casos de violencia sexual (diez denuncias en seis meses, comparado a cero casos el mismo periodo del año anterior, cuando aún se temía que la guerrilla ajusticiara a los violadores como lo hacía en tiempos de guerra). Las riñas con muertes también aumentaron, así como la deforestación: ahora que las Farc no impone multas por la tala de árboles, en las veredas comienzan a aparecer innumerables parches de tierra con la capa vegetal calcinada.
En el casco urbano del municipio, los líderes sociales aseguran que es urgente visibilizar su vulnerabilidad, de cara a los más de 36 líderes que han sido asesinados en todo el país desde el 1 de diciembre de 2016, día en que el Congreso refrendó los acuerdos. Y en la zona veredal, el comandante Aldinever sostiene que es necesario plantear una agenda local que le haga veeduría a la implementación de los acuerdos, en especial aquellos componentes que benefician a los campesinos.
Por lo pronto, nadie explica en el municipio por qué no se ha respaldado la creación de la emisora de la asociación de juntas de acción comunal. Todos parecen más interesados en las 19 emisoras comunitarias que serán creadas por el gobierno según los Acuerdos de Paz, aunque aún nadie da razón de su ubicación ni el alcance de sus frecuencias.
Sin embargo, a juzgar por la velocidad con la que marcha la implementación de los acuerdos —en Buenavista los guerrilleros siguen utilizando chontos, improvisadas letrinas cavadas en la tierra , y las lluvias y los vientos les arruinan los pocos plásticos con los que se resguardan del invierno— es probable que la creación de un componente menos urgente como el de las emisoras se retrase considerablemente.
Entre tanto, la opinión pública del municipio seguirá en manos del soldado Mosquera, un apasionado por la radio deportiva y un apático de la política quien, pese a la indiferencia de la comunidad, aún está convencido del impacto positivo de sus labores. “Los niños del municipio necesitan héroes y ejemplos a seguir”, asegura el soldado, “por eso procuro hablar de fútbol”.
“Poco a poco me he ido volviendo el psicólogo del pueblo”, asegura el soldado. Con la paz también ha llegado más radioescuchas que “reportan sintonía” a la línea de la emisora. Y Mosquera es la voz amable que las atiende. Hace poco tuvo que consolar a una mujer de treinta años que “aún conservaba su virtud”, y que lo había dejado todo en su natal Villeta por un hombre de Uribe que resultó casado. Curiosamente, fue a través de una canción que la enamorada le dedicó al aire, que la esposa del susodicho se enteró de la infidelidad y mandó a acabar el romance.
Mosquera se pasó un buen tiempo consolándola. “Estas son situaciones de la vida”, dice Mosquera que le dijo a la muchacha. “No se eche a morir, que cuando una puerta se cierra, otras se abren”.
Este artículo hace parte de la serie El País del Silencio de la Fundación para la Liberta de Expresión en Colombia y que recorre el país con el objetivo de conocer en detalle cuál fue el alcance de la guerra en el periodismo; la realidad es alarmante. El conflicto armado estableció las condiciones ideales para que el silencio y la censura se instalaran en ciudades y pueblos. De los 375 municipios que hemos mapeado, 233 corresponden a zonas en silencio, lugares donde no existen medios de comunicación que produzcan noticias locales.