En ausencia de contraste, la sensación de enfrentarse a lugares nuevos sin referencia previa desaparece. Fue el Quijote uno de los primeros de la historiografía de la literatura en español en descubrir que no solo se viaja tomando las asas del equipaje, sino que también leyendo.
Lo comprendió cuando cayó en cuenta de que Dulcinea no iba a llegar a él sin más, que debía ir a ella y emprender el viaje con su Rocinante y Sancho para conseguir sus anhelos. Esta búsqueda incesante es precisamente el punto de inflexión entre salir o no salir.
En las crónicas de Jeftanovic, donde por supuesto también aparece mencionado el Quijote, el propósito del viaje es el viaje, tal cual, ensimismado o en base a referencias; viajar por viajar como caminar por caminar, cada calle nueva es el principio.
Esto lo sabe el lector cuando imagina a la escritora chilena tomando un tren de cercanías entre Alcalá de Henares y Madrid y viceversa, siempre viceversa, reflexionando sobre el sentido de su estancia en la capital española. Se percibe cuando presenta fragmentos de la vida y obra de Clarice Lispector al tiempo que da justa evidencia de un São Paulo para artistas, otro para turistas y un último, escondido, por supuesto, para todos los demás. O cuando conversa con el poeta peruano José Watanabe a bordo de un barco en medio de los dominios marítimos que han producido roces hace años entre las diplomacias chilenas y peruanas.
La copa vacía y el garzón, mirándome fastidiado, después del segundo ‘¿otra caña?’, me regresa a la mesa. ¿Cómo se llama a un mozo en España? ¿Ey? ¿Oiga? ¿Mozo? ¿Señor? ¿Cuánta propina se deja? Me gusta la arrogancia de los mozos españoles, nunca anotan, nunca fallan el pedido, te hacen el favor de atenderte, te miran con desprecio si titubeas. Entretanto, aquí estoy exigiéndole eternidad a los viajes.
Existe una especie de viajeros que evita mirar todo tipo de registro visual antes de ir a uno de esos nuevos sitios, donde la cultura local rebosa espontaneidad y franqueza ante el recién llegado; pero existe otro tipo, como Andrea Jeftanovic, que prefiere andar y desandar los pasos de quienes ya han pisado, hollar las huellas de los que vivieron y guardaron el aire de la novedad para sí. O la tensión de los conflictos.
Porque en Destinos errantes se nos muestra la sorpresa ante los Territorios Ocupados, la Cuba de los hermanos Castro o un Sarajevo que se hizo conocido por una guerra espantosa y un túnel que salvó vidas. Así, el terror de las bombas o el hedor de un sentimiento que supera a la pura xenofobia entre palestinos e israelitas, empapa estos textos para que no baste con la conmoción a distancia. Si la viajera se quiere hundir en el espíritu de un país debe además sentir el miedo al pasado y el dolor del presente.
La autora ensaya una tesis según la cual un turista moderno no es menos o más viajero que un errante de la diáspora o una estudiante de Literatura con afán de convertirse en escritora al punto de cruzar el océano, dejando a sus hijos atrás para imbuirse de la teoría narrativa latinoamericana muy lejos de Latinoamérica. Si de viajar se trata, improvisar bajo la resignación a los imprevistos y la aceptación —sin remilgos— de la cultura del otro implica una resistencia, o al menos una forma de ella.
Sin la curiosidad como inclinación primigenia del ser humano, leer y viajar constituirían vías que se reconocen de vez en cuando, sobre todo en el instante en que las aficiones colisionan. Por ello publicaciones como estas, de Editorial Comba, ayudan a casar dos dominios que se han considerado inseparables desde la Edad Media hasta el éxodo bíblico y estos días de inmigración.
Disponible en Amazon a partir de 6,60 euros