La pregunta parece una aberración después de 50 años de guerra. Cualquier posibilidad de volver a encender un conflicto civil que aun no se termina de extinguir resulta absurda si se mira por fuera de un contexto en el que esa paz está resultando un costoso elefante blanco para una sociedad acostumbrada a odiar.

Dentro de los acuerdos de La Habana, la guerrilla y el Estado colombiano acordaron que el grupo subversivo entregaría todos sus bienes como parte de sus actos de resarcimiento y perdón a las víctimas del conflicto. En agosto del año pasado, los jefes de la ex guerrilla entregaron un inventario con lo que definieron como “todos sus bienes”.

En la lista figuraban escobas, traperos, pocillos, botas y hasta exprimidores de naranja. Sus bienes declarados alcanzaron un total de 963.241 millones de pesos, más 450.000 dólares  y 267.524 gramos de oro. Sin embargo, a medida que avanzan las investigaciones de la Fiscalía, los colombianos comienzan a tener pruebas de lo que siempre sospecharon: la guerrilla solo declaró una pequeña fracción de sus activos y escondió el grueso de su patrimonio.

La semana pasada, la justicia detuvo a los supuestos testaferros de la guerrilla al frente de una cadena de supermercados con los que las Farc habrían lavado su dinero.

Esto atenta contra los acuerdos de La Habana, específicamente contra lo establecido en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en donde se indicó que los líderes guerrilleros deberían contar toda la verdad, incluyendo la declaración de sus bienes. 

Haber faltado a este principio es, desde ya, una falta a los acuerdos que podría ameritar el procesamiento judicial y sin una justicia especial de toda la cúpula guerrillera. Más allá de la palabra y el hecho simbólico de volver a mentir al país, se quiebra parte de lo pactado en La Habana.

El problema es que nadie quiere volver a activar un conflicto que desangró al país. El primero de ellos, es el presidente Juan Manuel Santos, que en defensa de su acuerdo ha tolerado una serie de irregularidades de parte de la guerrilla con tal de defender el pacto que le otorgó el Nobel de Paz.

En plena campaña electoral, pensar en acabar con el acuerdo solo es una posibilidad para quienes nunca estuvieron de acuerdo en pactar con la guerrilla, encabezados por el ex presidente Álvaro Uribe y su partido Centro Democrático. Aunque pueda parecer absurdo, Uribe no está solo en esa cruzada: hay que recordar que en el plebiscito que refrendaría el pacto ganó la opción del No, un reflejo de que buena parte de la sociedad colombiana está en contra de las condiciones en que se aceptó la desmovilización de la guerrilla.

Paradójicamente, el pacto comienza a peligrar por su arista financiera y no por los delitos de lesa humanidad que aún no han sido confesados por los miembros de la guerrilla.

Para nadie en Colombia es un secreto que las Farc no entregaron un listado real de  sus bienes como lo establece el acuerdo. El problema es si esto se puede demostrar como lo está intentando la Fiscalía. De ser así, la posibilidad de acabar con lo pactado no es el mero sueño de un grupo de beligerantes sino que una responsabilidad del Estado ante las mismas condiciones acordadas.

Por otro lado, el Estado colombiano tampoco ha sido puntual en el cumplimiento de lo pactado con el grupo guerrillero. Las zonas transitorias en donde se debía ubicar el grueso de la guerrillerada en el proceso de transición hacia la vida civil nunca estuvieron preparadas para recibirlos y la escasa presencia del Estado en los territorios que antiguamente controlaban las Farc permitió la llegada de nuevos grupos armados detrás del millonario negocio del narcotráfico.

Lo que es más grave: el Estado no ha sido capaz de asegurar la vida de los ex guerrilleros y los líderes sociales en el país: durante el 2017 fueron asesinados por presuntos grupos paramilitares 170 líderes, lo que deja un peligroso precedente para la lucha social sin armas.

Hasta el momento, en nombre de la paz, Colombia ha tenido que tragarse más de un sapo. Habrá que ver si este será el sapo que atragante al país y los administradores del Estado patean el tablero.