Independientemente de filias y fobias hacia su figura, no parece haber discusión en que Hugo Chávez es una de las figuras más importantes en la Historia latinoamericana de este siglo XXI, y quizás, aunque de manera tardía, también del XX. Su legado político todavía perdura cuatro años después de su muerte, y todo apunta a que el chavismo será determinante en la política venezolana durante algunas décadas más.


Por Fernando Alarcón

Hugo Rafael Chávez Frías, apodado el Comandante, es un personaje clave en el impulso que cobró la izquierda latinoamericana en los primeros años de este siglo, lo que facilitó un discurso que otros candidatos replicarían o al menos tomarían como base para adaptarlo a sus realidades nacionales. Las victorias de Lula da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador tienen parte de su origen en los resultados venezolanos de 1998. Sin embargo, su mandato quincenal está plagado de mitos: para unos, un monstruo autocrático que llevó a Venezuela por la peor de las sendas; para otros, el mesías que consiguió infligirle la primera derrota al establishment blanco que había dominado la vida política y económica del país desde la independencia —como mínimo—.

Sea como fuere, la muerte del mandatario en 2013 dejó su particular revolución a medio camino. Chávez, en muchos aspectos, pecó de los mismos errores que sus antecesores, como también logró importantes avances para enormes capas de la población hasta entonces olvidadas. La eterna historia de dos realidades que nunca coinciden.

Comienza la revolución bolivariana

Apenas tomó posesión del cargo, el nuevo mandatario comenzó a aplicar las reformas de su proyecto político. No era una cuestión menor: la reorganización política del Estado venezolano iba a ser total, partiendo desde su misma Constitución. Sabía que con el ordenamiento jurídico anterior, de 1961, era imposible de llevar a cabo. Simbólicamente, también era importante transmitir una imagen de renacimiento, de refundación nacional, de una nueva Venezuela guiada por y para el pueblo.

El primer paso vendría con la convocatoria de una asamblea constituyente, cuya misión sería la redacción de una nueva Constitución para el país. Aunque los venezolanos estaban relativamente habituados a votar, Chávez explotaría esta vía hasta el extremo como una forma de apuntalar su legitimidad al frente del país. A pesar de la baja participación —37,65%—, las dos preguntas de la votación, incluyendo la convocatoria asamblearia, fueron aprobadas con más de un 80% de los votos. La consulta, celebrada en abril de 1999, sería seguida por la ratificación constitucional en el mes de diciembre, apenas un año después de haber ganado Chávez las elecciones, y de nuevo saldría adelante con casi un 72% de los votos.

Esta nueva Carta Magna introdujo cambios importantes en la estructura política del país, desde detalles simbólicos como el paso de la República de Venezuela a la República Bolivariana de Venezuela a cuestiones bastante más prácticas, como la eliminación del Senado y el cambio a un sistema unicameral monopolizado por la Asamblea Nacional. De igual manera, los primeros momentos de la revolución bolivariana también introdujeron innovaciones políticas que, si bien no rompían con los sistemas democráticos liberales, añadían elementos de inspiración socialista en un híbrido hecho a medida. A los tres poderes tradicionales —legislativo, ejecutivo y judicial— se les sumaron el electoral y el moral —también conocido como poder ciudadano—, y se desarrolló la vía del referéndum revocatorio, por el cual la ciudadanía podía destituir al presidente.

La nueva Constitución suponía la base de una articulación política poco común —por no decir inédita— en el mundo y que para la tradición venezolana era una ruptura considerable. La democratización popular iba en detrimento del sistema representativo y, por ende, de la élite que se había beneficiado del mismo hasta entonces, así como los esbozos indigenistas y antiglobalización, que suponían aumentar el peso político de sectores hasta ahora irrelevantes en la vida del país. En su camino por el socialismo del siglo XXI, Chávez había decidido romper con la élite que hasta entonces había llevado las riendas del país y atrincherarse en las clases populares. No ocultaba estas intenciones, como tampoco lo hicieron los sectores tradicionales, que vieron peligrar sus intereses con la agenda del nuevo presidente. Se comenzaba a fraguar una ruptura que sería clave hasta el día de hoy.

En el panorama regional, el impacto de Hugo Chávez fue notable; encontró un modelo que la izquierda latinoamericana replicaría en otros países. Casi una década después de su llegada al poder, numerosos países tenían Gobiernos de izquierda. Fuente: Stratfor

En un nuevo ejercicio refrendador, Chávez volvió a convocar elecciones tras la aprobación constitucional. El clásico discurso de que para sacar adelante las medidas —y la revolución— era necesario que tuviese amplios poderes. Y los consiguió. En las presidenciales ganó con holgura, en las legislativas consiguió la mayoría absoluta y en el ámbito regional y municipal el rodillo chavista fue claro. La revolución bolivariana podía continuar.

A pesar de que Chávez había afirmado en varias ocasiones que su intención era combinar y, en buena medida, supeditar la economía de mercado a los intereses del Estado, muchas de sus políticas iniciales no parecieron ir por esa senda, y menos todavía fue compartida esa visión por el sector empresarial venezolano. Unos y otros confundieron aquella especie de tercera vía del socialismo con una estatización de la economía. Las 49 leyes aprobadas por el presidente vía habilitante —la Asamblea Nacional le había otorgado la capacidad legislativa— supusieron una profunda reforma en la economía del país en sectores social, económica y políticamente estratégicos, desde las tierras hasta el petróleo. Para este último sector supuso un blindaje todavía mayor al que ya tenía cuando fue nacionalizado décadas atrás. En el corto plazo, Chávez buscaba asegurarse su control para poder revertir los beneficios del crudo en políticas sociales; a largo plazo, aquella decisión provocaría el atraso del sector petrolero venezolano al no poder incorporar capital —y, por tanto, tecnología— del extranjero.

En aquel 2001 Venezuela tampoco pasaba por su mejor momento. Los precios del petróleo volvían a estar a la baja y económicamente el país retrocedía de nuevo. Aunque aquel escenario fuese tristemente habitual para quien tuviese cierta edad, ni mucho menos se normalizaba. Además, las 49 leyes de Chávez habían generado una enorme sensación de que el país iba camino de convertirse en un paria internacional, económicamente hablando, en el que nadie iba a querer invertir por miedo a la arbitrariedad y los intereses gubernamentales. Así se fraguó la huelga empresarial de 2001, antesala de los sucesos que vendrían en los dos años siguientes.

Golpes y contragolpes

En 2002 Pedro Carmona es el presidente de Fedecámaras, la mayor organización de la patronal venezolana; en abril conseguirá ser el presidente más efímero de la Historia de Venezuela —47 horas—. Para el paro de diciembre se coaligará con la Confederación de Trabajadores de Venezuela, el sindicato afín de Alianza Democrática. Quizá el moderado éxito de este paro de doce horas le lleva a querer ir más allá, y para marzo entabla conversaciones con la Iglesia Católica venezolana. Su objetivo, que cumple inmediatamente, es establecer un pacto de gobernabilidad que saque al país de la crisis y, democráticamente, a su presidente de Miraflores.

Sin embargo, en los meses siguientes al paro patronal el clima político se va enrareciendo aún más en el país. El próximo obstáculo vendrá con la renovación de la plana mayor de PDVSA, la petrolera estatal. A pesar de ser una empresa 100% pública, el Gobierno acusa a la junta directiva de actuar a su antojo, sin buscar el interés público. Aunque casi una veintena de miembros acaban siendo relevados, se abrirá un conflicto político entre la jefatura del Estado y la petrolera, huelga incluida, a la que se suman sectores de la oposición para tratar de encontrar un punto débil del chavismo. Al final de lo único que sirve es como una nueva forma de añadir leña al fuego. A todo ello, durante los meses de febrero y marzo arrecian las protestas y comienzan a surgir voces discordantes en el estamento militar. Aunque parecen más figuras aisladas que un malestar general, la mayoría de los medios privados —propiedad de empresarios abiertamente contrarios al chavismo— dan a entender que realmente la presidencia de Chávez se tambalea.

Llegado el mes de abril, una nueva huelga paraliza el país. Primero de 24 horas, posteriormente de 48 y de ahí a indefinida. El día 11 la marcha huelguista y opositora, de unas 300.000 personas, es dirigida hacia Miraflores pidiendo la renuncia de Chávez. Inmediatamente se forma una contramarcha chavista que se da cita en la misma localización. Apenas hay efectivos de la Guardia Nacional para interponerse —un factor que, viendo el desarrollo de los acontecimientos, no da pie a pensar que es casual—, y la mecha ya ha prendido. De lo que pasa después solo hay rumores, medias verdades, contradicciones, pero una sola realidad: aquello acaba en un baño de sangre. Los disparos entre manifestantes se suceden, a los que se añaden disparos de origen desconocido sobre la marcha opositora desde edificios cercanos. En total, un balance de 16 muertos y cerca de 150 heridos que bien sirven como excusa de lo que vendría después.

Durante aquella tarde, algunos sectores del Ejército, en vista de los sucesos matutinos, se niegan a acatar la autoridad presidencial de Hugo Chávez. A partir de ahí se empieza a difundir el mensaje televisivo de que ha renunciado a su cargo a petición de militares y altos cargos de la Guardia Nacional. La otra parte sostendrá, una vez pasado el golpe, que Chávez se rindió para evitar la fractura total, pero no renunció. Como si reeditase su golpe fallido de 1992. Con el líder bolivariano desaparecido, Carmona asume una presidencia interina cuya misión es pilotar el país hacia unas nuevas elecciones. En su toma de posesión disuelve todos los poderes y, aunque fuese nominalmente, entre vítores barre con cualquier atisbo de chavismo en la alta política.

Poco duraron las alegrías para Carmona y aquellos que jaleaban su nombramiento. Aquella rapidez en la toma de posesión y la ausencia total de noticias de Chávez, que en ningún momento aparece en televisión o en radio, hace bajar de las depauperadas colinas caraqueñas una marabunta de ciudadanos que reclaman la restitución de su presidente. Para ellos —y con buen olfato—, huele a golpe de Estado. Sin una renuncia expresa de Chávez, aquella operación no se sostiene. El juego interno de Carmona también hace por la desestabilización de su efímero Gobierno. De poco valdrá el rápido apoyo que el FMI, el presidente George W. Bush o el español José María Aznar —que presidía la Unión Europea— brindan a Carmona. Al día siguiente —13 de abril—, militares afines al líder bolivariano lo llevan de nuevo a Miraflores para restaurar el Gobierno constitucional. El golpe ha fracasado.

Tras el golpe de 2002, Hugo Chávez entra en su fase de gobierno más tranquila —en comparación con lo que ya había vivido—, pero a costa de polarizar el país.

El llamamiento que Chávez hace a distintos sectores sociales la noche en la que retoma el poder sirve de poco. El divorcio entre el chavismo y la élite tradicional del país estaba más que consumado y se convertirá en una fuente de inestabilidad para el país por muchos años. La jugada del Comandante de apostarlo todo al pueblo había funcionado para frenar el golpe y ello, elecciones mediante, le permitiría gobernar once años más. Sin embargo, para conseguirlo forzaría la polarización de la sociedad venezolana al extremo con un discurso más agresivo en todas sus variantes. Ante esto, la cambiante oposición redoblaría sus empeños con huelgas, manifestaciones, cierres patronales y todas aquellas medidas que pudiesen erosionar al presidente. El “Todo vale” se normalizó y cada parte se esforzó en ir añadiendo ladrillos al gigantesco muro que acabaría por dividir Venezuela.

El paro patronal en PDVSA entre 2002 y 2003 sería uno de los primeros ejemplos posgolpe, un cierre que algunos calificaron de golpe de Estado económico, pero que sin duda dejó al Gobierno de Chávez contra las cuerdas al privar al Estado de su mayor fuente de recursos. Como si fuese un furioso partido de tenis, tras la crisis con la petrolera llegó el siguiente raquetazo del oficialismo: el referéndum revocatorio de 2004. En aquel entonces, en vista de las masivas manifestaciones opositoras que se estaban produciendo los meses previos, muchos daban por sentada la derrota del presidente y su salida del poder. No ocurrió tal cosa y, lejos de resultados ajustados, el no favorable a la permanencia de Chávez se impuso con más de un 59% de los votos. A pesar de las denuncias de fraude —que el Centro Carter, habitual observador en los comicios venezolanos, desestimó—, el barinés enlazaba su cuarta victoria electoral consecutiva.

El legado de Chávez

Sintiéndose de nuevo más legitimado que nunca para ahondar en sus políticas, a partir de estos años Chávez y el chavismo viven una particular radicalización con rasgos de huida hacia delante. El diálogo era imposible: la oposición buscaba a toda costa la salida del Comandante del poder y este barrer a los escuálidos —el término despectivo con que se los nombraba— del panorama político. Claro ejemplo de ello sería la creación, a partir de 2006, de los círculos comunales. Esta transferencia de recursos directamente del Estado a grupos ciudadanos autoorganizados afines al chavismo, si bien suponía un empoderamiento popular directo y en principio una mejor gestión local, en la práctica era un puenteo de la burocracia y de los niveles políticos intermedios, todavía con mucha presencia de afines a la oposición. Chávez no podía franquear este obstáculo de manera directa, ya que hubiese supuesto barrer con media Administración; tampoco desde estos puestos se realizaba una correcta transferencia de recursos, tanto por intereses políticos como por una corrupción que seguía incrustada en la totalidad del sistema.

Sin embargo, parte del éxito de Chávez y sus políticas residía en un elemento clave: el petróleo. Con el crudo al alza durante la mayor parte de la década, el viscoso maná permitía al Gobierno seguir redistribuyendo rentas a pesar de la elevada conflictividad social. Esa tendencia, no obstante, acabaría coincidiendo casi con otro de los momentos claves para Venezuela: la muerte del presidente el 5 marzo de 2013 —oficialmente—. A consecuencia de un cáncer extremadamente agresivo, el mandatario que más años había estado al frente del país de manera ininterrumpida, solo superado por Simón Bolívar, desaparecía de la escena y dejaba como sucesor a Nicolás Maduro. Su balance sería claroscuro, con algunos aspectos de la vida venezolana sustancialmente mejores y otros en el mismo punto o incluso peor que cuando llegó a Miraflores.

Uno de los mayores avances en Venezuela durante los años de Chávez se ha producido en la lucha contra la pobreza; sin embargo, era una reducción frágil. Fuente: Cartografía EOM

En su favor recae la mejora en el poder adquisitivo y las condiciones de vida de las clases populares venezolanas. La rápida depauperación del país durante los años ochenta y buena parte de los noventa condujo a Venezuela a ser uno de los países de América Latina con mayor proporción de su ciudadanía viviendo en la pobreza. Sin embargo, las políticas redistributivas llevadas a cabo durante los mandatos de Chávez revirtieron esta tendencia al sacar a millones de venezolanos de tan precaria situación. Eso sí: las cifras tenían cierta trampa. Al proceder casi exclusivamente de transferencias emanadas de la venta de crudo, no se generó una actividad económica estable y productiva a largo plazo. Sea como fuere, y más allá de “maldiciones de los recursos” y “trampas de la pobreza”, aquellos que nunca pintaron nada en la vida del país ganaron peso económico y también político.

En materia exterior, los mandatos de Chávez también tuvieron un impacto elevado, especialmente en América Latina. La influencia del chavismo, tanto en la teoría como en la práctica, dotó de nuevos horizontes políticos a la izquierda latinoamericana, que hasta entonces tenía un posicionamiento casi marginal en sus respectivos contextos nacionales o seguía una línea de socialdemocracia clásica que cautivaba poco a los electorados. Aunque forme parte de la política ficción especular con qué habría pasado en la región si Chávez no hubiese existido o gobernado, Morales, Correa, Da Silva e incluso los Kirchner le deben buena parte de sus éxitos electorales a la avanzadilla gubernativa del mandatario venezolano. Y todo ello sin contar con Petrocaribe, un híbrido entre poder duro y blando que ha supuesto un alivio económico para numerosos países de la esfera caribeña y abundantes tantos a favor de la diplomacia venezolana.

Petrocaribe es una de las mayores apuestas de la política exterior venezolana. Aunque le ha permitido tener una notable influencia en América Latina, internamente ha supuesto un enorme gasto de petróleo por debajo del precio de mercado. Fuente: Telesur

Pero ni mucho menos fue un balance exento de fracasos. La ya mencionada dependencia del petróleo pasó de ser una ventaja en los primeros años a convertirse en un importante lastre a medida que avanzaba el tiempo. El sistema clientelar y la corrupción alrededor de PDVSA no se cortaron, sino que aumentaron y contagiaron a la totalidad del sistema político, que Chávez había prometido renovar. Durante la mayor parte de su mandato, Venezuela vivió por y para el petróleo. En esta línea, la militarización del Gobierno —numerosos militares de la promoción de Chávez o cercanos a él tuvieron puestos de responsabilidad durante su mandato— fomentó esta endogamia institucional y los dotó de un enorme poder. No son pocos los militares y políticos chavistas que han tenido relación —o han sido acusados de ello— con redes criminales de tráfico de droga, armas o apoyo a las guerrillas colombianas.

En el panorama social observamos un resultado similar. Los niveles de criminalidad se han mantenido muy elevados y sitúan a ciudades como Caracas entre aquellas con más homicidios del mundo. Tampoco es un problema propio de los mandatos chavistas; con Carlos Andrés Pérez ya existía este clima, y sucesos como el Caracazo o los terribles primeros años noventa empeoraron la situación. La violencia venezolana viene por una combinación de pobreza, barriadas de infraviviendas —lo que en Argentina se conoce como villas miseria o en Brasil como favelas—, corrupción de las autoridades y un mercado negro de armas ampliamente extendido, una combinación fatal tremendamente difícil de atajar.

El remate a esta cuestión vendrá con la otra violencia: la política. La polarización creada y alimentada por oficialismo y oposición podría ser útil para los objetivos de cada parte, pero poco provechosa para la sociedad. El antagonismo acabó por partir en dos las pasiones políticas al peor estilo deportivo: chavistas y antichavistas a los que se instrumentalizaba sin pudor. No había más. Y esta situación fue, precisamente, la que le tocó heredar a Nicolás Maduro tras la muerte de Chávez: un país en crisis, partido y que caminaba con paso firme al abismo.


El Orden Mundial en el S.XXI