El día en que murió Chávez, yo no podía mear. Jordi me miraba atento desde la puerta del baño, esperando escuchar el silbido del chorro en cualquier momento. Pero nada. Por mucho que pujara, no salía ninguna gota. Cerré los ojos, intenté imaginar aquel río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. O alguna de las muchas tormentas tropicales de Caracas. O la colorida propulsión de la fuente de Montjuic. Pero imposible, res de res, no podía orinar.

Al devolverle el bote vacío, Jordi hizo un gesto de fastidio. Aquel día, el día en que murió Chávez, tocaba control antidoping en CITA, el Centre de Investigació i Tractament d’Adiccions, donde llevaba internado más de cinco meses. Acababa de llegar a Barcelona desde el pueblito de Dosrius, me encontraba en la fase final del tratamiento y vivía solo con Jordi, el cuidador, en una casa de acogida. Los psicotecnócratas de la clínica llamaban a esta última etapa la de “reinserción”. Se suponía que en ella debía volver a experimentar la ciudadanía, el contacto con la realidad, la delicada aspereza de una nueva vida sin drogas. Era la historia de un pequeño-burgués renacido huyendo de su fracaso en la patria grande socialista, desperezándose tras la inopia adictiva, intentando encajar los pocos fragmentos de identidad que le quedaban.

– Cap problema -me dijo el Jordi con su catalanismo a ultranza-. Pixaràs a la tarda.

Nos sentamos en el despacho. Como cada mañana, me tocó recitarle a mi plácido cancerbero las cosas que tenía planificadas para la jornada. Pequeñas diligencias, menesteres varios, la visita a la biblioteca. Siempre me lo inventaba todo. Todavía no me sentía lo suficientemente activo, no había nada en la ciudad que despertara mi deseo. Pero CITA era una institución seria, si te decían que ahora tocaba líbido por la vida, pues eso era lo que debías buscar. Supuestamente iba cada martes y jueves a clases de catalán, pero me había aburrido muy rápido. La mayoría de la veces vagaba de aquí para allá, haciendo saltos mentales entre Caracas, Madrid y Barcelona. Por la mañana me tomaba un café con una arepa en Las Mercedes, a mediodía almorzaba callos en un garito de Chueca, por la tarde hacía el vermú en Gràcia. Jordi anotó mis pasos del martes 5 de marzo de 2013 en su libreta estelada. Me entregó las llaves y el dinero justo, me dio la mano y molt bé.

¿Será que si me quedo a vivir en Barcelona tendré que cambiarme el nombre a Lluis? Hola, noi. Em dic Lluis, soc de Veneçuela, el pais de la revolució bolivarià. Con ganas de mear, recorrí las calles del centro, intentando situarme en la ciudad después de meses de recogimiento monástico en Dosrius. Meándome bajé a pie desde Urquinaona hasta la Barceloneta, meándome paseé por el Puerto Olímpico, me subí meándome en un autobús de regreso a Colón. En el váter de un Shawarma decadente, intenté de nuevo una micción desesperada, pero me fue imposible profanar ese trono pringoso, que iguala los culos de todo lo turístico, donde da lo mismo español o catalán. Resignado, me dediqué a seguir deambulando por la Rambla. Barcelona es una ciudad accesible, la verdad. O mar o montaña. Nada que ver con el caos entropical de Caracas o ese ladrillazo compulsivo que es Madrid. Si me quedo aquí tendré que españolizar mi mente, catalanizar mi espíritu, sacudirme lo Chávez, desprenderme hasta del último reducto bolivariano. Recordé los años perdidos en Caracas, las noches que desperdicié drogado, aislado, desconectado de lo que me rodeaba. Se suponía que esta debía ser una nueva oportunidad, la triste epopeya de un hombre renacido a la conquista de la Barca Nona. Extranjero, sí, pero sin la violencia real y sugerida de mi país, sin las mezquindades de oficialistas y opositores, sin la imagen y la voz del Comandante Supremo llenando todo el espacio, presionando toda cabeza hasta obligarla a consumir para olvidar.

Cuando entré el la Boquería (se pronuncia “bucaría”, recuerda), me topé de golpe con la grey turística. Franceses, italianos, rusos, gringos. Todos felices mirando los escaparates de frutas, los embutidos colgando del techo, fotografiando hasta el último milímetro del mercado. Profanaban, tocaban, manoseaban, magullaban. Muy pocos compraban algo. Me pareció la metáfora perfecta para España. Me tomé un zumo de fresa y maracuyá, en un intento salvaje por romperme la vejiga. Las ganas de orinar eran tan fuertes que ya ni las sentía, mi cuerpo se había habituado a la incomodidad. Caminaba intentando decidir si quedarme o volver, si dejar el mercado o regresar a refugiarme en el internado, si Barcelona o la República Bolivariana de Venezuela. El pobre Jordi me estaría esperando para pixar, coger el bote con mi muestra y llevárselo al despacho, sacar el kit antidoping y colocar varias gotas de mi orina en el predíctor. Cocaína: negativo. Benzodiacepinas: negativo. THC: negativo. Opiáceos (la importante): también negativo. Luego sacaría su libreta estelada y apuntaría: Pacient Freites – negatiu. Una semana más sin consumir, todos contentos.

La Rambla se veía particularmente melancólica aquella tarde de martes. Nada tan hermoso como contemplar la puesta de sol detrás del Corte Inglés de Plaza Cataluña (Catalunya, perdón). En el autobús, sentí los malvados tejemanejes de la fresa y la maracuyá detrás de mi pelvis, dos litros de líquido acumulado pugnando por salir en cada parada de la avenida Diagonal. El bus era una batidora y yo a punto de estallar como una botella de cava cinco segundos antes de las campanadas de año nuevo. Por fin salí expulsado en la parada de Passeig Sant Gervasi, doblé en la esquina con la calle Lucà, atravesé la plaza del Esfínter y remonté la cuesta de la Uretra hasta la sombría casa de acogida del Centro de Investigación y Tratamiento de Adicciones. Ya ni notaba las piernas cuando entré en el despacho de Jordi para entregarle las llaves.

– Ha muerto Chávez -me dijo en perfecto castellano.

Españoles, Franco ha muerto, pensé. Quizá debí impactarme, emocionarme, alegrarme, preocuparme, llorar, celebrar, maldecir, pensar en mi familia, en mi país, en el futuro (el individual y el colectivo). Pero, en ese momento, natura pudo más que cultura y sólo recuerdo que tuve que correr hasta la habitación. Dejé a Jordi, atravesé el corredor, subí las escaleras, entré al baño. Pixé,⁠ como si no hubiera mañana. Pixé durante horas o minutos. Lo pixé todo o no pixé nada. Pixé, pixé, pixé.

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