Emmi (Brigitte Mira), mujer viuda de unos sesenta años de edad, y Ali (El Hedi ben Salem), inmigrante marroquí veinte años más joven que ella, inician, casi por casualidad, una relación amorosa que pronto desencadena las habladurías y el rechazo dentro de su entorno.
Todos nos llamamos Alí (el título original significa algo así como “el miedo se come el alma”) constituye uno de los mayores cantos a la tolerancia legados por el arte cinematográfico, una oda al mestizaje racial y al amor libre; pero, sobre todo, una conmovedora historia de sentimientos entre dos seres solitarios de los que nadie se ocupa. Y es que como dijo el literato francés Guy de Maupassant: “nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos solos y todos nuestros actos y esfuerzos tienden a huir de esa soledad”.
Tras los títulos de crédito iniciales, Fassbinder sitúa a los espectadores en el interior de un bar de barrio. En él, envueltos por los acordes de música árabe, un grupo de trabajadores marroquíes, entre los que se encuentra Ali, se divierte después de la dura jornada laboral. De repente, una mujer mayor entra en el local, y, con aire titubeante, se ubica en la mesa más cercana a la puerta. Es Emmi, que busca refugiarse de la lluvia del exterior. Todos se quedan mirándola con una expresión de asombro. ¿Qué hace aquí una mujer de su edad? Parecen preguntarse en silencio. La camarera se acerca para saber qué va a tomar; la respuesta de Emmi evidencia que hace mucho tiempo que no frecuenta lugares así. Finalmente opta por pedir una coca-cola. Al instante, una amiga de Ali a la que éste ha rechazado con anterioridad, quizá despechada, lo reta a que invite a bailar a la recién llegada. Ali, ni corto ni perezoso, lo hace; y Emmi acepta. Una vez terminado el baile, se ofrece para acompañarla hasta su casa. Allí, en la escalera del edificio, Emmi propone a su acompañante que suba a tomar un café…
De ese modo tan sencillo y natural como el descrito, comienza la relación de una de las parejas más peculiares del séptimo arte. Luego vendrán los problemas: el rechazo por parte de los hijos de Emmi, que no aceptan la unión de su madre con el extranjero, los cotilleos de las envidiosas vecinas, el mal gesto de las compañeras de trabajo, la xenofobia del encargado de la tienda de comestibles, las dudas del propio Ali, etc. Evidentemente, no les resultará fácil seguir adelante en una sociedad tan intransigente como la alemana de los años setenta, donde las huellas del pasado nazi eran aún demasiado recientes para permanecer olvidadas.
El autor de Lola construye una puesta en escena sobria y teatral, acentuando el contraste cromático de los blancos y grises de los fondos, con los llamativos rojos, naranjas y amarillos del mobiliario y el vestuario de los personajes. Los encuadres son perfectos y arquitectónicos, y los movimientos de cámara, sutiles y precisos. Puro Fassbinder.
Todos nos llamamos Alí, además de ser uno de los mejores trabajos del cineasta alemán, supone una oportunidad ideal para adentrarse por vez primera en la filmografía de su fascinante hacedor.