Sebastián Piñera volvió a un Chile que no es el mismo que gobernó entre chascarros y un gran rechazo cuatro años atrás. Con la idea vacua de los tiempos mejores, el multimillonario empresario volvió a La Moneda sin mucho esfuerzo: la izquierda de Bachelet se quedó a medias en sus reformas y aunque entregó un mejor país, la sensación de que faltó el centavo para el peso hace que sea fácil hablar de una transición sin traumas.

Es cierta aquella fracesita proselitista: no da lo mismo quien gobierne. La administración saliente tenía un flanco abierto constantemente por su declaración de principios. Alguien que se dice de izquierda no apoya mantener el status quo de un país armado entre cuatro paredes y a punto de fusiles. Los nuevos gerentes no han comprometido nada más que crecimiento. 

La ceremonia de este domingo parecía un deja-vu: los rostros de los ministros que cuatro años atrás se despidieron entre lágrimas y un pésimo nivel de aprobación ciudadana, reaparecieron en el Congreso en Valparaíso, más arrugados y más viejos pero con la misma sonrisa empresarial con que llegaron ocho años atrás para participar del primer gobierno de la derecha en democracia.

Antes, algunos de ellos y sus allegados participaron -al menos tangencialmente- del gobierno de Augusto Pinochet. El propio Sebastián Piñera fue uno de los beneficiarios de los años de lo que entonces se conoció como La plata dulce.

Hoy, el Chile de la dictadura parece haber quedado atrás. La libertad y democracia son dos conceptos que a la clase política chilena le gusta sacar a bailar. El temor al “cáncer marxista” fue aplacado lanzando personas desde aviones al mar y la imposición de un modelo de consumo y miedo que ha funcionado en la medida en que la precariedad reemplazó a la pobreza. 

Sin embargo, las grietas de un sistema en donde todo se paga y nada es un derecho garantizado han comenzando a craquear y los administradores del legado de Pinochet -desde la centro izquierda con la Concertación y sus mutaciones hasta la derecha dura, con Piñera en la cabeza- saben que el Chile de hoy tiene poco que ver con el país que hacía huelgas de hambre por la detención de su dictador. Aunque claro, algo de eso queda y hoy, tan nuevo es Chile, que se han reorganizado, alejados de la responsabilidad penal que les cupo a los miembros de la dictadura, sus defensores hablan sin vergüenza de restablecer la pena de muerte, de legalizar el porte de armas, de deportar extranjeros y de meter bala a los mapuche.

Pero ellos son solo una rama de este nuevo árbol. El tronco está creciendo y es un nuevo actor empoderado: los chilenos han dejado de conformarse con una rebaja en las tasas de interés. Los chilenos quieren un poco de ese Chile tan aplaudido en los foros internacionales, el que crecía a tasas superiores que sus vecinos, el que se hacía llamar el Jaguar, los ingleses de Sudamérica. 

Es cierto que Piñera ganó unas elecciones limpiamente. Aun a su pesar y sus denuncias de fraude electoral. Quizás ni él mismo se creía la capacidad de hacer autogoles de la centro izquierda. Quizás no contaba con un factor creciente y del que él fue arquitecto: la tasa de abstención, el importaculismo político, llegó a casi el 60 por ciento. 

En las elecciones, las protestas se pueden contener con resultados: Piñera ganó y no hay quien lo rebata. Sin embargo, esos votos no tomaron en cuenta a seis de cada diez chilenos en edad de merecer. A diferencia del pasado, una nueva izquierda se instaló en el Congreso rompiendo el bipartidismo y consciente de que esta puede ser su oportunidad para gobernar. El Frente Amplio tiene sin duda mucha más sintonía con la calle que el piñerismo o la extinta Concertación de Bachelet. 

Piñera llega cojo al poder: las dos Cámaras son controladas por la oposición y su agenda no coincide del todo con ese rumor de calle que pide avanzar en derechos sociales allí donde sus socios hacen millones. La presión para reformar el sistema de pensiones se enfrentará con su amistad con los dueños de las administradoras de los fondos., encabezadas hasta hace dos meses por su exministro Rodrigo Perez Mackenna.

Ni qué hablar de la educación: durante su primer mandato, Piñera pareció un gato boca arriba, defendiéndose sin tregua de un movimiento estudiantil que lo dejó grogi activando la demanda por educación universitaria gratuita y de calidad a la que por esos días el presidente respondió con sinceridad: para él la educación es un bien de consumo, no un derecho. 

La demanda por reducir una jornada de 45 horas semanales ha crecido con la fuerza de una reivindicación. Quizás ese principio regirá en la voz de la calle: no estamos pidiendo favores, queremos un pedacito de lo que nos corresponde. La respuesta que dio el nuevo ministro de Trabajo durante el acto de posesión podría dar luces del tono en que vendrá el gobierno: no las vamos a reducir, pero sí podemos hacer que la gente trabaje desde casa. Así una mujer podrá ser mamá y empleada a la vez, el susodicho dixit. 

Por otro lado, Piñera tendrá que lidiar con una clase política judicializada. El financiamiento irregular a las campañas de casi todo el espectro político -salvo el Frente Amplio- y su consecuente impunidad, han dejado en los chilenos con sangre en el ojo. La sensación de que el equilibrio no se restableció y que se optó por perdonar a todos para que no cayera todo el sistema, aleja a los ciudadanos de una defensa institucional a cualquier gobierno. 

Piñera y los suyos lograron torpedear el gobierno de Bachelet desde el comienzo amplificando un caso de corrupción de su hijo Sebastián Dávalos como el emblema y prueba madre de la corrupción de su gobierno. La idea de que Bachelet y los suyos no eran gente de confiar minó la imagen y el respaldo a sus reformas. Piñera, un asiduo de los tribunales por delitos financieros, tiene un tejado de vidrio por el que su escaso respaldo podría desaparecer tan pronto como la fiesta de la transición se convierta en la rutina diaria.

Entonces Piñera tendrá el complicado trabajo de encontrar una sintonía entre la calle y sus amigos, entre la visión empresarial de un país y una sociedad que tiene la sensación de estar mirando la fiesta desde la ventana. Una fiesta en la que se debaten problemas de otros pero se paga la cena con sus impuestos. 

Ayer, Piñera reiteró que sería el presidente de la familia y los niños, aun los que están por nacer. En contraste, la mejor reforma de Bachelet fue impulsar el aborto en ocasiones muy especiales. Si Piñera no pone la oreja en demandas como esta -como terminar la tramitación del matrimonio igualitario o ampliar el alcance de la educación gratuita- su tránsito por La Moneda será otro deja-vu de su primera entrega: una presidencia cansina, preocupada de un márketing que no logra perfumar el desastre sordo a un país que ya cambió.