Chiste repetido sale podrido se decía en mi barrio cuando uno volvía una y otra vez sobre algo supuestamente gracioso. José Antonio Kast fue gracioso y esa fue su suerte: el defensor de la dictadura de Pinochet comenzó como un chiste de los sectores progresistas que buscaban en alguien como él un recordatorio a la sociedad chilena de que el monstruo de los fusiles y desaparecidos sigue vivo, tan solo está escondido.
Después de la caída de Iván Moreira -delincuente confeso e indultado por la justicia- por estafar a todos los chilenos defraudando al fisco, alguien tenía que rellenar ese espacio caricaturesco del momio que a estas alturas aun grita Viva Chile Pinochet en un Ce-hache-i.
En la primera década de este siglo, la derecha trató de esconder a este tipo de personajes y su aparición en la prensa se vio limitada al rol de payaso de la izquierda. Personajes como Moreira, Kast o Juan González de la Fundación Pinochet aparecieron con más frecuencia en medios como The Clinic que El Mercurio.
Para los diarios de izquierda -especialmente para The Clinic por su tono satírico- cada aparición de uno de estos derechistas deslenguados era el abono necesario y útil que demostraba que algún loquito quedaba en pie, que la dictadura no estaba muerta y que con ese simple testimonio bastaría para recordarle al Chile concertacionista que el espíritu de los valientes soldados seguía vivo y había que insistir en el absurdo.
Pero el chiste se repitió hasta el punto de perder su gracia. El “loco” de Kast comenzó a validarse y sus ideas dejaron de sonar graciosas cuando el eco lo llevó a presentar su candidatura presidencial acompañado de figuras tan desfasadas como el pastor Soto.
Kast no es ningún tonto. Ha aceptado esa caricatura consciente de que un payaso que sale en televisión es más conocido que un político serio sin pantalla. Con la premisa de “enfrentar” a la izquierda con sus ideas, logró que algunos pinochetistas salieran de Narnia y perdieran la vergüenza de venerar la dictadura militar.
Kast sabe que su figura no aguanta grises. Por eso, buscando la reacción, ha traspasado las fronteras simbólicas del buen gusto. Apareció en el Estadio Nacional donde se torturó y asesinó a chilenos, fingiendo sorpresa ante la molestia entre los familiares de las víctimas de la dictadura que él no tiene reparos en defender.
Tras la golpiza que recibió en la universidad Arturo Prat, Kast escribió una columna para The Clinic. En su texto, zorró y zorrón, sabe bien cómo apelar a la emocionalidad de los suyos. Repite una y otra vez que “la izquierda nos odia”, un plural mañoso que busca transmitir el abrazo del grupo, igualando a un neoliberal con un progresista de derecha con un neonazi: todo lo que no es izquierda es odiado por la izquierda, quiere decir él, desde la victimización.
Y es que una de las herramientas que mejor maneja Kast es la posverdad. Según él, este “odio” es una costumbre de la izquierda que “mediante la búsqueda permanente de imposición totalitaria ha hecho del amedrentamiento y de la persecución de ideas, una forma de vida y una táctica política para imponer el odio por sobre la capacidad de diálogo y entendimiento”. Imposición totalitaria, dice, sin arrugarse.
Por eso no extrañó a nadie que anunciara una querella por la ley Samudio cuando se opuso a ella durante su pobre gestión como parlamentario. Entre 2014 y 2018 se ausentó en 82 ocasiones y en 61 de estas no presentó ningún antecedente. ¿Es ese el comportamiento de un “patriota”?
Él sigue en lo suyo: crear una realidad paralela como lo hizo Donald Trump, otro mal chiste que terminó peor. En su texto asegura que está en contra del establishment pues para él Chile vive bajo los parámetros de la izquierda. Y no cualquiera: “la izquierda antidemocrática”. Izquierda antidemocrática, dice, sin arrugarse.
Afuera de su rol de bufón de la izquierda, Kast se ha convertido en el principal impulsor de la reforma conservadora, haciendo ver a la derecha empresarial de Piñera como una agrupación de centro. Por eso no estorba para el gobierno. Su megáfono radical lo hace útil: en la medida en que haya alguien más radical, Piñera podrá aparecer como un estadista moderado.
El bufón salió de los circos del progresismo para instalarse en el debate. Será responsabilidad de los chilenos de a pie decidir a qué circo entran. Antes que golpearlo o quemar muñecos con su figura, deben recordar que un payaso sin público pierde la pega.