Los cínicos hablan a menudo de los efectos desilusionantes de la experiencia, pero en lo que a mí respecta, he descubierto que casi todas las cosas no malas son mejores en la práctica que en la teoría. He descubierto que el amor con a minúscula es más emocionante que el Amor con mayúscula, y cuando vi el Mediterráneo, era más azul que el color azul. En teoría, por ejemplo, el sueño es una cosa negativa, una simple cesación de la vida. Nada, sin embargo, me convencerá de que el sueño no es en realidad altamente positivo; cierto placer misterioso que es demasiado perfecto para recordarlo. Debe ser cierta renovación de nuestras energías divinas, cierto olvidado refresco en las antiguas fuentes de la vida. Si no fuera así, ¿por qué nos aferramos al sueño cuando ya hemos dormido bastante? ¿Y por qué el despertar nos parece siempre como descender del cielo a la tierra? Yo creo que el sueño es un sacramento; o, lo que es lo mismo, un alimento.
Aquí, no obstante, sólo quiero sostener que la verdadera experiencia de las cosas es a menudo mucho mejor que nuestra premonición poética de ellas; que las cumbres suelen ser más altas que lo que se ve en las fotos, y las verdades más terriblemente verdaderas de lo que parecen en los cuadernos. Tomemos, por ejemplo, la innovación que yo he introducido recientemente en mi existencia doméstica: es una innovación de cuatro patas, en la forma de un perro ratonero. Siempre me he imaginado a mí mismo como un amante de todos los animales, porque nunca me he encontrado con un animal que me desagradara decididamente. La mayoría de la gente pone cierto límite a esto. A lord Roberts le disgustan los gatos; la mejor mujer que conozco objeta de las arañas; un teosofista amigo mío protege, pero detesta, a los ratones; y muchos destacados humanitarios encuentran su falla a los seres humanos.
Pero yo no puedo recordar que alguna vez haya esquivado a un animal; no me importan las babosas, por enlodadas que estén, ni los rinocerontes, por mucho que sobresalgan sus cuernos. Cuando era niño, solía mantener un montón de caracoles de tierra, que representaban mi concepto del ritmo propio de la cacería. Así llegué a caer en el error común a muchos universalistas y humanitarios modernos. Creí que amaba a todas las criaturas de Dios, mientras lo único efectivo era que no las odiaba. No me disgustaba el camello* por tener una joroba, ni la ballena por contener esperma. Pero no podría haber imaginado seriamente que alguna vez llegara un momento en que el esperma de la ballena conmovería mi corazón con un estremecimiento de afecto; o que reconociera una joroba de camello entre otras, como uno reconoce el perfil de una mujer hermosa. Éste es el primero de los extraordinarios efectos de tener un perro para una persona que nunca lo ha tenido antes. Se ama al animal como a un hombre en lugar de aceptarlo simplemente como hace un optimista.
Pero es que si se ama al perro, se le ama como a un perro, no como a un conciudadano, o a un ídolo, o a un regalón, o a un producto de la evolución. Desde el momento en que se es responsable de un animal respetable, desde ese preciso momento, se abre un ancho abismo entre la crueldad y la coerción necesaria de los animales. Hay gente que habla de lo que llaman «castigo corporal», y colocan bajo ese encabezamiento la horrible tortura que se inflige a infortunados ciudadanos en nuestras prisiones y talleres, y también el coscorrón que se da a un chiquillo tonto o el fustazo a un pollastre insoportable. Se podría, si es por eso, inventar una frase llamada «colusión recíproca» y dar a entender que se incluyen en este rubro los besos, los puntapiés, la colisión de barcos en el mar, el abrazo de jóvenes alemanes y el encuentro de cometas en medio del espacio.
Es el segundo valor moral en este asunto: desde el momento en que uno tiene un animal a su cargo, no tarda en descubrir qué es lo que es realmente crueldad para con los animales, y qué es solamente bondad. Por ejemplo, hay gente que ha calificado de inconsecuencia de mi parte el que sea antiviviseccionista y sin embargo esté de parte de los deportes corrientes. A eso sólo puedo decir que bien puedo imaginarme a mí mismo disparándole a mi perro, mas no puedo imaginarme abriéndolo en canal.
Hay, no obstante, algo más profundo que todo eso en el asunto, y tanto el perro como yo estamos demasiado amodorrados para interpretarlo. Está echado delante de mí, enroscado ante el fuego, como tantos otros perros se habrán echado delante de tantos otros fuegos. Yo estoy sentado a un costado del hogar, como tantos otros hombres deben haberse sentado al lado de tantos otros hogares. En algún modo, esta criatura ha completado mi hombría. Por algún motivo, que no puedo explicar, un hombre debería tener un perro. Un hombre debería tener seis piernas: esas otras cuatro son parte de él. Nuestra alianza es más antigua que ninguna de las explicaciones presuntuosas y ligeras que se hayan dado sobre cualquiera de nosotros dos; antes de que existiera la evolución, ya existíamos nosotros. Ustedes pueden leer en un libro que yo soy una mera supervivencia de una trapatiesta de monos antropoides, y puede que lo sea. Les aseguro que no tengo objeción alguna. Pero mi perro sabe que yo soy un hombre, y ustedes no encontrarán el significado de esa palabra escrito en algún libro con tanta claridad como está escrito en su alma.
Puede estar escrito en un libro que mi perro es cánido, y de esto puede que se deduzca que debe cazar en jauría, pues todos los cánidos cazan en jauría. Basándose en esto puede argüirse -en el libro- que si yo tengo un perro ratonero, debería tener veinticinco ratoneros. Pero mi perro sabe que yo no le pido cazar en jauría, sabe que me importa un rábano si es cánido o no, mientras sea mi perro. Ése es el verdadero secreto del asunto, que los evolucionistas superficiales no pueden llegar a percibir. Si la historia conocida es una prueba, la civilización es mucho más antigua que el salvajismo de la evolución. El perro civilizado es más viejo que el perro salvaje de la ciencia. El hombre civilizado es más antiguo que el primitivo hombre de ciencia. Tenemos muy adentro la impresión de que nosotros somos las antigüedades y que las visiones de la biología son los caprichos y las modas. Los libros no importan: la noche está entrando y está muy oscuro para leer libros. Contra el fuego que se extingue, apenas pueden distinguirse vagamente los contornos prehistóricos del hombre y el perro.