Hasta no hace mucho, las leyes de varios países establecían como condición para ejercer un cargo público tener un grado académico profesional.

Esta forma de exclusión, emparentada con el voto censitario, buscaba excluir de la política a los ya excluídos del sistema, alimentando de algún modo el círculo vicioso del poder bajo la excusa del bien común. Qué va a saber ese, si ni siquiera fue a la universidad, solía decirse para bajarle el pantalón a un líder popular.

El dedo acusador del deber ser hizo que los políticos pasaran por el supuesto filtro educativo de la universidad. La mayoría de ellos salían de escuelas de leyes, pues hasta no hace mucho un político que no era abogado era sospechoso de ignorancia.

Hoy se sabe que el vicepresidente de Bolivia, Alvaro García Lineras, no es licenciado en Matemáticas de la UNAM de México, como dijo.

Se sabe que el candidato -y posible presidente- colombiano Iván Duque nunca hizo una maestria en Harvard, sino que tomó un curso de cinco días.

Se sabe que la presidenta de la comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, recibió de manera fraudulenta un máster en derecho autonómico de la Universidad Rey Juan Carlos, y aun así se niega a renunciar.

En Chile, varios mandos regionales recientemente nombrados por Sebastián Piñera tuvieron que adelgazar sus currículos por “errores”: incluían grados que nunca tuvieron.

Cada país tiene un caso. Un mal ejemplo ejerciendo una función pública después de haber mentido sobre sus competencias.

¿Cómo se explica que estos antecedentes de fraude no impidan el ejercicio de sus funciones? Es lógico pensar que si este es el manejo que dan a su vida académica, el rumbo de lo público no debiera estar en sus manos. 

En la vida civil, eso se habría castigado con el despido. En algunos casos, incluso, se podrían iniciar acciones legales por falsificación de documento público o por usurpación de funciones.

Pero la realidad es más bananera.