Antes siempre estaba pronunciando conferencias. Necesitaba el aplauso. Necesitaba el dinero fácil. Hasta que un día, mientras hacía mi rutina normal de desperdigador de mierda en el proscenio de la Librería del Congreso, se me produjo un cortocircuito en la cabeza. No tenía nada más que decir. Fue el final de mi carrera oratoria. Hablé unas pocas veces más después de eso, pero ya no era el locuaz Filósofo de las Llanuras que una vez me había resultado tan fácil ser.

La causa de la desconexión de mi mente en Washington fue una pregunta del público. El hombre de mediana edad que la hizo me pareció ser un reciente refugiado del este de Europa. «Usted es un líder de los jóvenes norteamericanos —dijo—, ¿qué derecho tiene a enseñarles a ser cínicos y pesimistas?»

Yo no era ningún líder de la juventud norteamericana. Yo era un escritor que tendría que haberse ido a su casa a escribir en vez de estar buscando el dinero fácil y el aplauso.

Puedo nombrar varios buenos escritores norteamericanos que se han convertido en magníficos oradores públicos y que ahora les es difícil concentrarse cuando se ponen a escribir. Extrañan el aplauso.

Sin embargo, pienso que la oratoria pública representa casi el único medio por el cual un poeta o novelista o dramaturgo puede llegar a alcanzar una eficacia política en su plenitud creativa. Si intenta poner su política en una obra de la imaginación, destrozará la obra y la dejará prácticamente irreconocible.

Entre las muchas cosas extrañas relacionadas con la economía norteamericana, está la siguiente: un escritor puede obtener más dinero por una conferencia chapucera en una universidad en quiebra que por un cuento que sea una obra de arte. Además puede vender una y otra vez la misma conferencia y nadie se queja.

La gente se queja en tan contadas ocasiones de las malas conferencias, siquiera de aquellas que cuestan mil dólares y más, hasta el punto que me he preguntado si alguien las escucha realmente. Y recibí una opinión interesante de cómo la gente las escucha, justo antes de mi conferencia ante la Academia Americana de Artes y Letras y del Instituto Nacional de Artes y Letras.

Me sentía enfermo de miedo antes de pronunciar la conferencia. Estaba sentado entre un viejo y famoso arquitecto y el presidente de la Academia. Éramos tres seres humanos delgados y con los rostros en blanco, a la vista de toda la audiencia. Hablábamos como hacen los convictos en el cine cuando planean una fuga ante los mismos ojos de los carceleros.

Le conté al arquitecto el miedo que sentía. Esperaba que él me reconfortara. Pero replicó sin misericordia y con un volumen de voz como para que le oyera el presidente, que el presidente había leído mi conferencia y que le parecía detestable.

Le pregunté al presidente si era verdad.

—Sí —dijo— pero no se preocupe.

Le recordé que aún tenía que pronunciar esa conferencia detestable.

—Nadie va a escuchar lo que usted diga —me aseguró—. La gente en muy pocas ocasiones tiene interés en el contenido real de una conferencia. Simplemente quieren saber por el tono de la voz, los gestos y las expresiones si usted es o no es un hombre honesto.

—Muchas gracias —dije.

—Daré comienzo a la reunión —dijo. Y lo hizo. Y yo hablé.

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Publicado En Guampeteros, fomas y granfalunes (Grijalbo, 1977)