En lo que va de la campaña presidencial colombiana de 2018 hemos visto como Iván Duque, un hombre prácticamente desconocido para la mayoría de los colombianos hasta hace unos meses, avanza rápidamente en las encuestas y amenaza con llevar otros cuatro años de gobierno uribista a la Casa de Nariño.
La candidatura de Duque goza de popularidad sobre todo por la figura de Álvaro Uribe Vélez, jefe de su partido, quien fue presidente desde 2002 hasta 2010, gracias a que él mismo promovió una reforma constitucional que le permitió reelegirse, y quien ahora será senador por segundo periodo consecutivo.
Uribe cuenta con una alta popularidad en amplios sectores de la población colombiana, en parte gracias a su carácter de hombre autoritario, que no teme gritar y salirse de casillas cuando siente que lo están contradiciendo. Ese carácter de líder incuestionable es el rostro de una propuesta política que se ha empeñado por años en eliminar la diferencia, la disidencia, lo otro.
La campaña de Duque, a mi juicio, es una muestra de esa política de eliminación de la diferencia, básicamente en tres aspectos: la oposición al acuerdo de paz, la prohibición de la dosis personal y la negación del derecho de las parejas homosexuales a contraer matrimonio, adoptar y formar una familia.
En el tema de la paz el candidato del Centro Democrático ha dicho que, de ser presidente, reformularía el acuerdo de La Habana, firmado en 2016 entre el gobierno colombiano y las FARC. Con esto desconoce el esfuerzo de los negociadores, quienes realmente hicieron un trabajo difícil, que duró varios años y que incluyó el acompañamiento y el visto bueno de gobiernos y organizaciones internacionales, incluidos la ONU y el gobierno de Estados Unidos. Además, esta postura implica un claro riesgo para el proceso mismo, pues desestabilizaría el trabajo de muchas personas que vienen adelantando tareas por la reintegración de los miembros de las FARC a la vida civil y política. Claramente, un cambio en lo pactado pondría en riesgo tanto a las FARC como al resto de la población colombiana.
Ahora bien, esta postura es la continuidad de la visión del conflicto interno en Colombia que quiso imponer el gobierno de Uribe durante sus años de mandato. El presidente sistemáticamente negó la existencia de un conflicto político y en cambio luchó por promover la idea de que las FARC eran un grupo terrorista sin ninguna orientación al cambio de la sociedad. Aún más, en su cruzada por negar el conflicto interno, catalogó a todos los sectores de oposición como terroristas y arremetió fuertemente contra los movimientos sociales, sindicales y estudiantiles.
En lo relacionado con la penalización dosis personal de droga, la postura del uribismo es contraria a la tendencia internacional. Varias décadas de criminalización del consumo y distribución de narcóticos han dejado ver que los recursos que se invierten para intervenir por la fuerza no necesariamente impactan positivamente sobre los problemas de salud que causa la adicción ni sobre los problemas ambientales y de seguridad que causa el narcotráfico.
En el fondo de esta propuesta está la idea de que los consumidores son peligrosos y que deben ser marginados, encerrados y judicializados, en lugar de que el estado se encargue de una política preventiva y del tratamiento de quienes tienen problemas de adicción.
Finalmente, la posición de Iván Duque frente a los derechos de las comunidades LGTBI al matrimonio y la adopción es también todo un retroceso si tomamos como referencia que la Corte Constitucional colombiana ya ha fallado a favor de estas comunidades en varias ocasiones y si miramos la tendencia a nivel internacional a reconocer cada vez más las condiciones de igualdad para personas homosexuales.
Básicamente, el uribismo argumenta que el único tipo de familia que debe reconocer el Estado es la conformada por una pareja heterosexual. Esto tiene consistencia si se toma en cuenta que dentro de esta corriente política se encuentran representantes de la iglesia católica y de varias comunidades cristianas pentecostales, quienes de hecho les han representado una gran cantidad de votos en elecciones anteriores.
Es indudable que los grupos religiosos tienen derecho a mantener sus creencias y celebrar sus rituales, sin embargo, eso no los faculta para estar por encima de la ley, mucho menos cuando se pretende vulnerar a algún sector de la población. La negación de los derechos de las personas pertenecientes a la comunidad LGTBI es una forma de eliminar también la diferencia.
El uribismo tiene una idea clara de país en la que el orden y la fuerza del Estado priman sobre todas las cosas. El proyecto político de Uribe, que ahora tiene a Duque como portavoz a la presidencia, pretende que todos seamos homogéneos, obedientes, todos igualitos. Dentro de este proyecto no cabe la oposición, menos si es de izquierda; dentro de este proyecto no cabe el derecho al libre desarrollo de la personalidad, principio liberal por excelencia; dentro de este proyecto no cabe la gente que tiene una identidad de género distinta y que lucha por sobreponerse a la discriminación que ha sufrido históricamente.
Esperemos que en lo que queda de esta campaña más gente pueda pensar que es mejor un país diverso que uno homogéneo, para que el uribismo no nos gobierne de nuevo. Pero si no se puede, que no decaiga la esperanza entre quienes están alzando su voz por un país en el que quepa más de una forma de pensar, más de un color, más de una forma de amar.