Pertenezco a la generación de los 80s, la generación del servicio militar, o de lo que en un artículo Guillermo Fernández llamó “la generación que se despide” (¿no es demasiado pronto para que se despida?). Ya se sabe el tipo de demandas políticas que tuvo que afrontar esa generación, y el tipo de frustración o desencanto (pero también compromiso) que carga. Por otra parte escribo desde fuera del país, y en ese sentido viendo a la distancia (la maldición diaspórica) lo que está ocurriendo.

Me parece importante localizar mi discurso porque esto marca sin duda el ángulo en que veo el evento de auge de protestas sociales en Nicaragua, de represión política y policial, y de violencia. Una nueva generación de jóvenes toma el impulso de demandas y luchas, y si bien no hay todavía un nuevo liderazgo político en el país (todavía estamos entre comandantes, contras y obispos zalameros) ojalá estas luchas apuntaran hacia esa nueva definición. Confieso que soy escéptico todavía en que se logrará esa meta, pero sería una conquista ideal.

Después de los cincuenta años uno comienza a sufrir del síndrome jesuítico de querer domar y guiar a los jóvenes, decirles u ofrecerles el Qué hacer que los oriente; clasificándolos y “llenándose las tapas” con la alusión a la juventud y los jóvenes. En ese sentido, no tengo la intención de mostrarme como conocedor de los jóvenes o consejero sabio. Lo que leo, lo leo desde un ángulo específico, como ya dije. Quizá, incluso, lo digno sería, mejor, el silencio. (Ya veremos a la clase política de todo color y tamaño aparecer con ese disfraz áulico de asesores de jóvenes.)

Considero que el país requiere garantizar un nuevo estilo de hacer política, fundamentalmente la libertad de movilización, organización y expresión, y ojalá la posibilidad de dirimir democráticamente los asuntos. Más radicalmente, un cambio ético parece imprescindible. Hay tantas instancias políticas éticamente impresentables en el país (por ejemplo, la Asamblea Nacional) que ese cambio se vuelve urgente. Desafortunadamente no veo en la clase política actual (incluyo en ella a figuras como Mundo Jarquín o Silvio Báez), la potencialidad para impulsar este cambio. De ahí, la insistencia (la esperanza) de que en la lucha política surja un nuevo liderazgo.

Sin embargo, creo que todavía estamos muy atados a dos narrativas políticas, que nos vinculan a los años 1970s, y no creo que hayamos superado (el nos lo refiero a un hipotético conglomerado nacional). Se trata de una narrativa sacrificial y otra insurreccional. La narrativa sacrificial tuvo como consigna dominante aquel grito de Por esos muertos, nuestros muertos. Esto significa que sólo se puede construir lo político sobre la sangre de algún héroe o mártir (con frecuencias muchos héroes y mártires). Es el muerto expuesto y sufriente (hoy transmitido en vivo por las redes), código del sacrificio cristiano que ofrece su vida a la nueva sociedad. Ese muerto sacrificial administrado desde el Estado (recuérdese los muertos del SMP) adquiere unos tintes biopolíticos estremecedores. ¿Cómo dejar atrás esa narrativa optando por otro estilo de hacer política?

La narrativa insurreccional, por su parte, supone una conquista simultánea y rápida de las ciudades y regiones, para acabar tomando el poder estatal central. Desde los años 50s, al menos, tal modelo se puso varias veces a prueba, con fracasos y perfeccionamientos. Es lo que alegorizan cada 19 de julio los sandinistas en sus celebraciones. A estas alturas ese “triunfo nacional y definitivo” requiere una crítica radical: por su centralismo urbano, machismo, voluntarismo, militarismo.

De hecho la estructuración jerárquica y vertical del poder (simbiótica de la narrativa insurreccional) ha sido alegorizada muy bien en la conocida “Canción de cuna sin música” de Carlos Martínez Rivas. Cuando LA LOMA, símbolo del poder centralizado, se convierte en fuente de sobrevivencia y control de la vida cotidiana, pero que exige a cambio la deshonestidad como norma: “antes de que hayas extendido la orden de captura contra el esposo/ de tu hermana, y culateado en el calabozo al camarada/ de los días de colegio; antes de que escribas/ tu pobre nombre en la lista de las adhesiones”.

Las dos narrativas confluyen en un modelo de guerra civil, y terminan por favorecer el pacto de élites políticas, sin participación ciudadana (aun cuando la ciudadanía haya sido la base de la lucha, e incluso, en la narrativa sacrificial, haya “puesto los muertos”). Durante los años 90s se habló mucho de dejar atrás ese síndrome de la guerra civil. Pero el síndrome es testarudo, y reaparece con frecuencia: como síndrome de la contra, síndrome de los nicolasianos, síndrome de Walker, etcétera. Vivimos, por lo general, en una lógica política elitaria y jerárquica cuyo comportamiento secular ha sido la guerra civil (algo de eso remarcó en los años 60s Coronel Urtecho).

A veces he dicho, medio en broma, que el sandinismo dejó de pensar en 1974. Me refiero a que en los 70s el FSLN fue capaz de pensar las cuestiones de la hegemonía desde otra perspectiva, que incluía alianzas de clases y nuevas estrategias de lucha. Desafortunadamente, casi cuarenta años después del triunfo revolucionario, y en su avatar como principal fuerza política, en la oposición o el gobierno, el sandinismo (incluyo en esto al MRS) no logró crear una nueva práctica política. Cruzó la narrativa sacrificial/insurreccional con el clientelismo de cepa somocista, y hasta ahí le dio el aliento. Cruce macabro, si es que se quiere pensar en términos literarios, de la exaltación de “Hora 0” con el pesimismo de la “Canción de cuna sin música”.

Un error probable de mi perspectiva es que tomo al sandinismo como fuerza política explicativa de la realidad política. Es algo que no puedo superar porque el sandinismo ha sido para mí, a fin de cuentas, un espacio de formación y de pensamiento (si bien nunca he sido militante). Quizá llegó el tiempo de tratar de pensar por fuera de ese reducto histórico.

Durante el auge posmoderno de teorías surgió todo un vocabulario para pensar las luchas políticas, desde multitud hasta poshegemonía, desde ciudadanías pospuestas hasta subalternidad. Ninguno de esos conceptos aparece hoy en los debates sobre las luchas existentes en Nicaragua. Hay una ausencia evidente en la calidad del debate y en las fuentes que podrían potenciarlo: las Universidades nacionales, cada vez más reducidas a un razonamiento técnico, de negocios, cuando no sometidas al dominio político partidario. Esto influye, me parece, en retardar el aparecimiento de un nuevo liderazgo político, que implicaría, sin duda, un nuevo vocabulario. El peligro de reciclar la historia y repetirla palpita en las actuales, como en las anteriores luchas.

 

El autor es escritor y catedrático nicaragüense/ Ilustración: Jaime Clara