Desde la firma del acuerdo de paz entre las Farc y el Gobierno de Juan Manuel Santos, la curiosidad morbosa del colombiano promedio ha estado en cuánto podría durar el pacto y si este lograría realmente reducir la violencia en un país que tiene por mala maña ancestral el crimen, el odio.  Han pasado casi dos años desde la primera firma y el acuerdo, en términos formales se mantiene.

Como en una relación por conveniencia, la duda estaba en quién engañaría primero. Los opositores al acuerdo por considerarlo “la entrega del país al castrochavismo” y otros demonios, apostaban por la guerrilla: una vez delincuente, siempre delincuente. Del otro lado del río, la izquierda desconfiada apelaba al antecedente de la Unión Patriótica y el genocidio por el cual el Estado colombiano ha sido condenado: para ellos el acuerdo era una excusa para desarmar a la guerrilla y después hacerles pistola.

Los parroquianos de la iglesia de la paz, aunque temeroso de que aquella tierra prometida tras el acuerdo no fuera más que un cuento, lo defendieron con el fervor de un católico: conscientes de que ambos lados mienten pero más vale creer que enterrar hermanos. 

Ahora parece que cada bando ha encontrado razones para decir que el acuerdo se puede acabar.

La detención del líder guerrillero Jesús Santrich por sus supuestos vínculos con carteles mexicanos para enviar 10 toneladas de cocaína a Estados Unidos ha servido al uribismo para aplicar aquella vieja muletilla de mamá: Se los dije, ahí está, vea, mire. A esto se suman los reportes de la prensa gringa que dicen que ahora la DEA va por Iván Márquez, otro líder guerrillero supuestamente involucrado en narcotráfico. 

La defensa de Márquez se hace difícil si su respuesta es abandonar Bogotá, volver a una zona selvática y decir que no asumirá el curul en el Senado que se le otorgó por gracia dentro del acuerdo de paz.

Desde la guerrillerada se habla de complots y para evitar su entrada en la vida política del país, sin tomar en cuenta que en las elecciones parlamentarias su partido apenas sacó 50 mil votos.

Pero los ex guerrilleros no han sido los únicos en deuda con el acuerdo. El Estado no ha cumplido el cronograma de lo pactado y hasta finales de febrero el gobierno solo había tramitado 12 de las 34 medidas acordadas para el primer año del proceso, como denunció en su momento el delegado del parlamento Europeo Joaquín Sánchez.

Sin embargo, el principal peligro para el acuerdo no es el incumplimiento actual: la composición del Congreso que asumirá el 20 de julio no es principalmente partidaria del acuerdo y el candidato favorito para ganar las elecciones presidenciales, Iván Duque, ha dicho que “corregirá” buena parte de lo pactado. Si tomamos en cuenta que el caudal político de su patrón, Álvaro Uribe, es alimentar el discurso de guerra que justifique a un hombre beligerante como él, las posibilidades de que el acuerdo sobreviva son pocas.

El hecho de que ex guerrilleros vuelvan a delinquir no es una amenaza directa: sus presuntos delitos han sido perseguidos y prueba de ello es que Santrich se encuentra en prisión y probablemente sea extraditado. La amenaza principal es la creciente idea de que el gobierno le entregó el país a la guerrilla sin que esta haya recibido nada. 

Así, con un doble descontento, con los compromisos incumplidos de lado y lado, con la idea de que la guerrilla manda y el gobierno no cumple, la idea de que hubo un acuerdo de paz se diluye aun cuando los resultados prácticos se puedan medir en cifras: en promedio, Colombia ha dejado de enterrar a unas 3.000 personas al año víctimas de la guerra.

El desafío actual recae entonces en la sociedad civil que ha sufrido las consecuencias directas del desangramiento. Ocho millones de víctimas, una diáspora global muy superior en número a la venezolana y un multimillonario gasto militar deberían bastar para que desde la calle se presente como urgente la idea de no repetición.