El psicoanálisis propone que todos somos unos extraños para nosotros mismos. Tanto en la ciencia como en la filosofía hubo precursores de Freud que plantearon la idea de un inconsciente psíquico. Schopenhauer y Nietzsche tuvieron cada uno su propia versión de la misma, como también los científicos William Benjamin Carter en la Inglaterra del siglo XIX y Gustav Fechner y Hermann von Helmholtz en Alemania. Todos ellos creían que se nos oculta la mayor parte de lo que somos, no sólo nuestros procesos biológicos automáticos, sino también los recuerdos, los pensamientos y las ideas. Pierre Janet, el joven colega de Jean-Martin Charcot en el hospital de la Salpêtrière de París, investigó sobre la idea de una noción psicobiológica del Yo. Decía que las ideas pueden nacer de la conciencia, viajar de acá para allá y reaparecer como síntomas histéricos. Las teorías nunca florecen sobre la nada. Lo cierto es que Sigmund Freud y sus seguidores, tanto los fieles como los revisionistas, han alterado nuestra forma de pensar sobre nosotros mismos. Pero la cuestión que traigo ahora a colación se refiere a la novela. Me pregunto si el psicoanálisis ha alterado en algo la novela. ¿Afecta a la forma de una novela, a su sentido del tiempo, a su esencia, presentar en ella a un psicoanalista?
Una novela es un camaleón, en ello radica su gloria como género. Puede convertirse en un monstruo enorme y torpe o en un duendecillo esbelto y veloz. Puede incorporar en ella todo o dejar fuera muchas cosas. Puede ser Tolstói y puede ser Beckett. No existen reglas para escribir novelas. Los que así lo creen son unos pedantes o mantienen una pose y, por eso, no merecen un minuto de nuestro tiempo. Las modas a la hora de escribir vienen y van, así como las diferentes escuelas: las novelillas de poca monta, el Naturalismo, el nouveau roman, el realismo mágico. La novela permanece. La novela moderna nació como un híbrido, para tomar prestado el término que acuñó el teórico ruso M. M. Bajtín al referirse a la mezcla que representaba el género: voces contradictorias que gritan y murmuran desde cada ámbito y rincón de la sociedad. Cuando el psicoanálisis apareció en el horizonte, la novela le dio la bienvenida como lo hace con todo discurso.
Cuando el «yo» de un libro es un psicoanalista, ¿altera eso esencialmente el mecanismo de la novela? Tristram Shandy de Laurence Sterne (1759) tiene una estructura mucho más radical y, yo diría, más afín a las labores asociativas de la mente y la memoria humanas que Los mandarines de Simone de Beauvoir (1954), mucho más convencional y que tiene como narradora a Anne, una psicoanalista. Pero para dar respuesta a esta cuestión yo no puedo permanecer neutral, contemplándola desde la perspectiva de una tercera persona. En la vida no existe un narrador omnisciente. Construir una obra de ficción consiste en jugar, jugar con mortal porfía quizás, pero jugar, en definitiva. D. W. Winnicott, el psicoanalista y pediatra inglés, argumentaba que el juego es universal, que forma parte de la creatividad de cada ser humano y que es la base para una vida plena. Crear arte es una forma de juego.
De hecho, he descubierto que una novela sólo puede ser escrita jugando: en un estado abierto, relajado, permisivo y receptivo que posibilita que una obra se desarrolle libremente. Elegía para un americano nació de una imagen mental sin restricciones que me sobrevino mientras soñaba despierta. En una habitación que se parecía mucho al cuarto de estar de la granja de mis abuelos, vi una mesa. Sobre la mesa había un ataúd abierto y en él yacía una niña. Entonces, mientras la miraba, ella se incorporó. En aquellos días mi padre agonizaba y, a pesar de aquel entorno familiar (mi padre había crecido en aquella casa) y del inocultable deseo de revivir a los muertos que yacía en el fondo de la fantasía, fui incapaz de interpretarla. Días después mi padre falleció. En el libro no hay milagros, pero la granja está ahí y la niña que se incorpora también y, a lo largo de él, los muertos regresan para visitar a los vivos. Algunas partes del libro están tomadas directamente de las memorias que mi padre había escrito al final de su vida, destinadas a su familia y amigos. Ahora sé que utilicé aquellas páginas como una forma de devolverle a la vida, aunque sólo fuera como un fantasma.
¿De dónde procedía mi narrador, el divorciado de cuarenta y siete años Erik Davidsen, un solitario y doliente psiquiatra y psicoanalista? Tiempo atrás, al comienzo de los años ochenta, vi un dibujo de Willem de Kooning titulado «Autorretrato con hermano imaginario» en el Museo Whitney de Nueva York. Me encanta la obra de De Kooning, pero en esta ocasión fue el título que eligió el artista lo que me impresionó. Al ser una de cuatro hermanas, supe que aquél sería el único tipo de hermano que yo podría llegar a tener. Después de doctorarme en 1986, consideré la posibilidad de estudiar y convertirme en psicoanalista para ganarme la vida, pero era demasiado pobre para proseguir los estudios. Sin embargo, cuando empecé a escribir el relato, mi psicoanalista y hermano imaginario me estaba esperando. Y empecé a jugar.
La verdad sobre los procesos inconscientes hace que el libro pueda contener más sabiduría que la que tiene el autor, una sabiduría que proviene en parte del propio cuerpo y que va ascendiendo desde un lugar motor, no verbal y rítmico, radicado en el yo, que Maurice Merleau-Ponty denominaba el schéma corporel. Cuando no encuentro las palabras, me ayuda salir a dar un paseo. Mis pies mueven y liberan la frase de ese sótano oculto. En él moran también las imágenes junto a frases a medio hacer y párrafos enteros que no pertenecen a nadie. Wilfred Bion, un psicoanalista inglés, dijo: «Si surge un pensamiento sin pensador puede que sea un pensamiento perdido o uno que lleva el nombre del autor y su dirección o puede ser un pensamiento en estado salvaje.»[14] A veces, mientras escribo, me asaltan pensamientos en estado salvaje. Revolotean delante de mí y tengo que correr tras ellos para comprender lo que sucede.
Descubrí la musicalidad de la novela mientras la escribía y también sus vacíos y silencios. Siempre hay cosas que permanecen sin expresar; agujeros significativos. Yo no era consciente de que estaba escribiendo sobre los recuerdos. La noción freudiana de Nachträglichkeit impregnaba el libro. Recordamos y nos contamos una historia a nosotros mismos, pero el significado de nuestros recuerdos se reconfigura con el paso del tiempo. Memoria e imaginación son inseparables. Recordar es siempre una forma de imaginar. Sin embargo, algunos recuerdos permanecen fuera de la secuencia de los hechos, de la historia y del tiempo tal y como los percibimos los seres humanos: ésos son los flashbacks involuntarios producidos por un trauma. Esos fragmentos de imágenes y choques sensoriales intemporales subvierten e interrumpen la narración. Se resisten a integrarse en la trama. Los verdaderos secretos de esta novela en particular no se revelan a través de la trama. Muchos de ellos jamás salen a la luz.
Estoy segura de que todo lo que he aprendido del psicoanálisis a lo largo de los años ha conformado mi obra porque ha alterado mis ideas, tanto las desbocadas como las amaestradas. Pero también lo han hecho la filosofía, la lingüística, la neurobiología, la pintura, la poesía y otras novelas, eso sin hablar de mis experiencias vitales, tanto las que recuerdo como las que he olvidado. Como bien sabía Winnicott, mucho antes de que existiera el psicoanálisis estaba el juego.