Jaime Bayly tuvo una época divertida: eran los días en que Perú se debatía entre aceptar el autogolpe del profesor de matemáticas Alberto Fujimori, dispuesto a rebatir las ideas comunistas a bala y la moral de una élite peruana muy respingada para aceptar homosexuales sin arrugar el ceño.

Los años noventas marcaban un Perú más ondero en donde un niño bien como el entonces presentador de noticias podía lanzar una novelita confesional para salir del clóset como lo fue No se lo digas a nadie y ganar espacios en lugar de perderlos. Por entonces aquella osadía le valió convertirse en el niño terrible de la escena literaria/periodística de un Perú que se desangraba entre masacres terroristas y operativos militares de rabiosa similitud.

Ese Bayly fue importante: como parte de la generación McOndo ayudó a remover la idea de América Latina como un carnaval de primas empelota volando al cielo envueltas en sábanas, abriendo espacio a los centros comerciales y la telebasura que de tanto cuestionar pareció deglutir hasta el punto de convertirse en ello mismo: una versión dos punto cero de aquel festival de la ordinariez llamado Risas y Salsa, de tanto alejarse de Laura en América, Bayly le dio la vuelta al redondo mundo del espectáculo para convertirse en otro Señorito Jaime.

Hoy en día Bayly parece un remedo de aquel polémico muchacho que hablaba de su bisexualidad edulcorada con cocaína en un país escandalizado pese a ser el principal productor mundial del alcaloide.

Esa figura caricaturesca se ha convertido en el periodista del que Bayly se habría burlado por autoritario y mentiroso. La poca vanidad siempre fue una de sus características más apreciadas: los peruanos gozaban viendo cómo aquel muchachito con pelo de bobo se vanagloriaba de ser mejor que todos y, por momentos, aquella lucidez lo acompañaba sin necesidad de drogas, como parte de la urgencia de una figura que moviera reflexiones en un Perú pendular entre el caudillismo viejo y el nuevo.

Hoy en día Jaime Bayly es un mercenario de audiencias. Un payaso mal informado que sirve como argumento a los radicales de cualquier cosa, que perdió el fondo y con una forma patanesca busca congraciarse con aquellos que no tienen reparos en el otro.

Así, muy suelto de boca va y dice mentiras históricas como que Bolivia invadió a Chile y le declaró la guerra, sirviendo como tonto útil a la chilenidad rampante, solo porque no coincide con Evo Morales y su socialismo tirapiedra. Para Bayly, con el socialismo en la mira de su rifle, no importa la verdad: basta con que una idea sirva a su causa para disparar sin mediar realidad.

Eso ha pasado en los últimos días, cuando su programa de entrevistas, donde usa sin reparo una gorra del candidato derechista a la presidencia de Colombia, niega estudios que no conoce y trata de imponer su opinión como una verdad.

Hace unos días echó de su programa al periodista venezolano Rafael Poleo por decir que un miembro del gobierno de Nicolás Maduro era el más culto de todo el chavismo. Aunque en toda la entrevista Poleo planteó una triste visión objetiva de la realidad venezolana, para Bayly bastó que dijera que alguien era menos bruto que otros para justificar su espectáculo de degradación periodística.

No hay mucho qué opinar respecto a un dictador del micrófono. Un florero que sin la voz se pierde en lo que fue y que entonces necesita de esto.

Esta semana volvió a pasar. La víctima fue el periodista colombiano Juan Carlos Velez: porque no trapeó el piso con Juan Manuel Santos y el acuerdo de paz, lo trató de mamerto, de vendido, de corrupto, de no saber nada de su país, aun cuando lo ha reporteado mucho más que Bayly en la comodidad de Miami.

Un entrevistador que caricaturiza a sus entrevistados como forma de espectáculo. En eso derivó el hombre de la falsa peluca. No importa si están en su misma acera: para Bayly el escándalo vende y en un mundo donde la bisexualidad dejó de ser noticia, hay que agarrarse de otra cosa.

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