La renuncia de los 34 obispos chilenos ante el Papa Francisco es, primero que nada, un despido. Es importante entender que la medida se produce después de una dura carta en la que el sumo pontífice se refiere a ellos como portadores de espiritualidades “narcisistas y autoritarias”.
“Los problemas que hoy se viven dentro de la comunidad eclesial no se solucionan solamente abordando los casos concretos y reduciéndolos a remoción de personas; esto -y lo digo claramente-, hay que hacerlo, pero no es suficiente, hay que ir más allá”, les dijo Bergoglio en lo que no era más que un llamado a dar un paso al costado.
Así, la salida de la cúpula católica debe ser leída como un gesto forzado en el que no puede desconocerse que personajes como el arzobispo emérito de Santiago, Francisco Javier Errázuriz, había declinado asistir a la reunión del Papa Francisco con los obispos para abordar los casos de abusos sexuales dentro de la Iglesia chilena.
Y debió ser llamado personalmente por el propio Papa para que diera la cara.
La base de todo está en la visita del Papa a Chile en enero de este año y en cómo, en terreno, el líder de la iglesia católica defendió al obispo de Osorno, Juan Barros, acusado de encubrir los abusos sexuales. El costo político para Begoglio por sus defensa cerrada a Barros y a toda la cúpula chilena fue alto y a penas regresó a Roma, ordenó una investigación al arzobispo de Malta, Charles Scicluna, respecto de los abusos que han cometido algunos sacerdotes y los errores de las autoridades de la Iglesia criolla en el proceso de investigarlos y sancionarlos.
Los resultados del informe fueron catastróficos para los líderes chilenos: las sospechas de negligencia -en el mejor de los casos- se materializaban y el Papa quedó como un cómplice de los encubridores hasta el punto en que para lavar su imagen decidió reunirse con las víctimas de uno de los abusadores más emblemáticos de Chile, el padre Fernando Karadima.
La renuncia de los obispos es una declaración de intenciones. Aun cuando el propio Papa se movió para forzar la salida de la curia, por ahora su renuncia -donde agradecen incluso a las víctimas- no se hace efectiva y falta ver quiénes y cuántos salen realmente de la dirección local católica.
Así, esta renuncia debe ser entendida como una pataleta de la Conferencia Episcopal de Santiago ante la presión de Roma para controlar la crisis.
Como dijo a La Tercera Juan Carlos Claret, vocero de la Agrupación de Laicos y Laicas de Osorno: “no creo que esta renuncia haya nacido por una voluntad heroica de los obispos, sino que se indujo esa situación”,
Aunque la jefatura local trató de emplear su peso, desde Roma son conscientes de que una herida abierta frente a las víctimas generará lo que generó con la visita del Papa a Chile: plazas vacías, poca convocatoria y un desinterés que se suma a su pérdida global de influencia.
Con la renuncia, los obispos lo que buscan de alguna forma es patear el tablero y decir al Papa que sin ellos, la iglesia no funciona en Chile, limitando su total independencia y libertad para decidir qué pasa después con los obispos.
El Papa les advirtió que la Iglesia chilena experimentó “una transformación en su centro”. Y ese punto lo argumenta señalando que esta institución “se ensimismó de tal forma que las consecuencias de todo este proceso tuvieron un precio muy elevado: su pecado se volvió el centro de atención. La dolorosa y vergonzosa constatación de abusos sexuales a menores, de abusos de poder y de conciencia por parte de ministros de la Iglesia, así como la forma en que estas situaciones han sido abordadas, deja en evidencia este cambio de centro”.
Además, apunta que “nunca un individuo o un grupo ilustrado puede pretender ser la totalidad del Pueblo de Dios y menos aún creerse la voz auténtica de su interpretación”. Y alude, con el término “psicología de elite”, a lo que vive la jerarquía de la Iglesia chilena: “Termina generando dinámicas de división, separación, círculos cerrados que desembocan en espiritualidades narcisistas y autoritarias, en las que, en lugar de evangelizar, lo importante es sentirse especial, diferente de los demás”.
Así, la salida forzada de los curas chilenos debe leerse como una estrategia de poder de la élite católica local, apostando por mantener su lugar a costa de bloquear una iglesia y la capacidad de intervención de su líder máximo que hoy parece entender el error de defender a capa y espada a un grupo de cómplices en abusos sexuales a menores de edad.