Ana Vega tiene 69 años y vive en Samaipata, un pueblo boliviano místico y paraíso de los jipis, entre Santa Cruz de la Sierra y Cochabamba, al norte de Ñancahuazú, uno de los sitios donde tejió sus redes la guerrilla formada por el Che Guevara. La comandante Anita, como es conocida allá, se jacta de ser la persona que más admira al guerrillero en su pueblo. Su amor incondicional nació cuando el médico y revolucionario argentino fue su vecino en La Paz y le regalaba dulces y bebidas. Para ella, el Che Guevara es más que un símbolo de la lucha armada: es un santo milagroso al que le reza todas las noches.


“Era de terror el Che. Inspiraba miedo. Una vez le hizo bajar los pantalones a un tal coronel Quintana acá en Bolivia. Bueno, todo eso se escucha acá. Pero nada es verdad. Puedo poner mis manos al fuego por él. Era una persona amable y no inspiraba miedo. Yo he conocido a Ernesto cuando era una niña de 16 años. Fue mi vecino en La Paz.

En ese entonces, yo no sabía quién era él. Solo que era un doctor cubano muy respetado que había llegado a trabajar a Bolivia. Pero los vecinos comentaban que él no era de los trigos muy limpios y desconfiaban de su persona. A mi papá, un militar de derecha, no le caía muy bien y no veía con buenos ojos que yo hablara con el vecino nuevo. Más lo odió después cuando supo quien era de verdad. Hasta ahora en mi familia es tabú hablar del Che. He preferido mantener mi admiración en silencio. En todo caso, los comentarios negativos hacia su persona siempre me resbalaron y lo he defendido siempre. Él nunca fue malo. ¿Malo porque ha matado a los soldados? Tampoco los ha matado. Siempre los curó y soltó. Eso lo sé. Yo me he enterado leyendo libros. Pero su figura incomoda mucho. Si ando con el pañuelo con su imagen, la gente piensa que soy también una terrorista como él y me miran feo.

Todas las noches en que fuimos vecinos, Ernesto pasaba por fuera de mi casa y me regalaba dulces. Mis papás en ese tiempo nunca estaban en casa y mi cuidadora recién llegaba a la madrugada a verme. Como me daba miedo la oscuridad, prefería estar en el antejardín de mi casa jugando con agua que en mi pieza. Cuando él me veía, siempre me decía: ‘Niña, vaya a dormir, qué está jugando con agua y tanto frío a esta hora’. Pero yo prefería eso antes que lo otro. Entonces, el Che siempre volvía con un Beso de Negro que era mi chocolate favorito. No había noche que no pasara a regalarme un Beso de Negro. Después que se murió nunca más me gustó el Beso de Negro. Ya no fue lo mismo. Antes era rico, ahora es como un cebo que se pega en la boca. También me regalaba refrescos Crush. Esa bebida que sabe a naranja. Me acostumbré a esa rutina. Todos los días esperaba mi Beso de Negro y mi Crush. Él era muy buenmozo, aunque más gordito de lo que se ve en las fotos. Su cara era rellena, más robusta, no era flaco en ningún caso.

La rutina se rompió un día. Mi amigo Ernesto dejó de visitar mi antejardín y lo dejé de ver para siempre. Luego supe que se había ido a la guerrilla y lo habían matado. Ese día fue el más triste de mi vida y lloré mucho. En mi casa, nadie me entendió. Mi papá se puso feliz cuando lo capturaron. Pero, como te decía, a mí poco me importó: mi amor por el Che Guevara es más grande como para dejar de admirarlo.

Todos los años voy a recordarlo a la escuelita en La Higuera donde fue asesinado y que ahora es un museo. El pueblito es una calle pequeña, pero donde hay tres esculturas gigantes que le rinden homenaje a mi querido Che Guevara, sin contar todas las casas que tienen murales en su honor. Cuando gobernó la derecha, no dejaban que uno fuera a La Higuera a rendirle honores. Pero yo siempre me las arreglé para ir. No hay año que no vaya. Tras su muerte, me propuse defender su legado frente a todo el mundo. Yo soy seguidora del Che porque llevo aquí, en el corazón, las cosas buenas que él hizo por el pueblo. Sus pensamientos son admirables. Era una buena persona. Pero el amor que siento por él es muy incomprendido. Siempre me están sacando en cara que lo estime tanto: ‘cómo puedes admirar tanto a un terrorista’. ‘Bueno, qué les importa a ustedes. Uno sabrá lo que hace’, les respondo.

Hace cuatro años vivo en Samaipata y ya me conocen como la comandante Anita. Y yo a mucha honra, compañeros. Es más, mi cumpleaños coincide con el día en que está de aniversario la embajada cubana por el asalto al cuartel Moncada. Los 26 de julio no hago nada. Me la paso en la embajada cubana. Una vez mi hijo me dijo ‘pero mami, qué haces allá’. ‘Allá festejo mi cumpleaños, no necesito que vengas’, le dije. ‘Qué mala eres, mami’, y nunca más me insistió. Yo lo doy todo por la revolución. Yo admiro las armas. Una vez una señora me hizo callar: ‘¡basta de armas, señora!’. ¿Y por qué no? Si a uno lo molestan, no queda de otra. No estoy mal en pensar así. A veces es bueno que el pueblo se tome el poder. Si todos fuéramos unidos, Bolivia sería otra. Pero no hay esa unión. Yo quisiera entrar al poder. No por uno o dos años, solo seis meses me bastan para acabar con todos los políticos. Los haría desaparecer del mapa. A Evo lo dejaría ser, porque es bueno como presidente, salvo los gusanos que lo acompañan. Esos sí debieran dar un paso al lado o que desaparezcan. Y eso que nunca fui guerrillera. Pero si hubiese tenido la edad del Che, me meto como Tania, la guerrillera, y participo de todas maneras.

Qué no daría porque Ernesto estuviera vivo. Pero la vida es tan corta. Todo es momentáneo. Nada dura en la vida. Además que él era muy bueno para este mundo. Pero, en el fondo, él no está muerto. Es inmortal. Es un santo milagroso que no ha sido comprendido. Es el único santo guerrillero. Yo le rezo todas las noches al Che. Cuando estoy con problemas, le pido a su espíritu que me ayude en todo y siempre lo hace desde el más allá. Es mi santo que me protege. A veces una amiga también llama a su espíritu. Una vez se puso mal su hijo y nadie podía hacer nada. Le habían dicho que moriría, pero ella no se resignó y llamó con una ouija al doctor Ernesto Guevara. Y él le respondió inmediatamente: ‘anda a buscar a tal doctor y opera a tu hijo ahora’, le dijo. Ella le hizo caso y su hijo se salvó. Casos como el de ella hay varios. Yo digo por qué no han hecho lo mismo para salvarle la vida al comandante Hugo Chávez. Ahí han errado. El comandante Chávez tenía mucho por entregar todavía y sé que el Che le habría salvado la vida desde el más allá’.


La increíble historia de las manos del Che Guevara