Esta pregunta tiene una respuesta fácil, conocida y con nombre y apellido. Pero más allá de Álvaro Uribe, hay varios factores que explican la llegada al poder del que hasta hace un año era un novato desconocido en la política colombiana.
El contexto del país, con un presidente que al firmar la paz con la guerrilla de las Farc terminó convertido mediáticamente en un representante de la izquierda, aun cuando se tratase de uno más de los hijos de la oligarquía nacional, convirtió esta elección en un plebiscito entre la derecha dura y cualquier candidato que no tuviese la venía de Uribe.
Por otro lado, la izquierda no ha prosperado nunca en Colombia. Pensar que su irrupción podría ser meteórica, saltando de una marginalidad relativa hasta la presidencia de la república sin contar con un entramado político dentro de la estructura del estado, era algo más cercano a la fantasía que a un país que lucha por terminar su guerra civil.
Electoralmente hablando, Gustavo Petro tiene la mala suerte de contar con el apoyo de una larga lista de intelectuales en una sociedad en la que eso puede ser sinónimo de prepotencia. El proceso en el que alguien deja en evidencia tus carencias intelectuales suele ser malvenido. Petro pecó de mesías y por más razón que tuviese, la forma en que planteó sus ideas fue percibida por algunos como el discurso del sabelotodo a quien nadie quiere.
Sin embargo, más pesó en el rechazo a su candidatura su pasado en las filas del M-19: en un país en donde la guerrilla ha sido sinónimo de muerte -como causa o consecuencia-, cualquier político que pudiese asociarse a la insurgencia iba a ser víctima del pasado, el peso de la historia de un país donde el discurso oficial condenó cualquier idea que oliera a izquierda y más aun si esa izquierda venía con botas de caucho y fusil.
¿Por qué no pasó lo mismo con los aliados del paramilitarismo? Los constructores del relato oficial no iban a meterse un autogol. La Colombia que narró Colombia desde los grandes medios de comunicación sembró la idea del paramilitarismo como un mal necesario.
El relato de un país en bancarrota, en crisis y gobernado “por el peor presidente de la historia” -como se refirió constantemente el uribismo a Juan Manuel Santos- logró instalarse como el discurso aceptable. Lo demás entró en territorios risibles, en la desacalificación detrás de motes sin contenido pero de moda fácil como lo es aquella amenaza del “castrochavismo”.
Iván Duque ganó porque es el emblema de una clase política que no va a soltar el poder tan fácilmente. Detrás de él y escondidos en sus 41 años -el presidente más joven de Colombia- se encuentran colgados los viejos exponentes de la política local, incluyendo a tres de los cinco expresidentes vivos.
Gustavo Petro representaba más que ideas de izquierda: para la clase política tradicional era abrir la puerta a nuevas formas de hacer política. Este mote, por supuesto, no implica que esas formas fuesen mejores. Esa duda seguirá bailando hasta dentro de cuatro años.