La propuesta de legislar parece un insulto a la inteligencia, una concesión al socarrón: la idea de impulsar un marco jurídico que considere delito todo acto sexual sin un sí expreso habla mucho de España y los españoles. De los hombres españoles.
Ese vericueto verborráico de que un no es no y si es sí, pero si no hay un no, ¿es un sí? no es más que un argumento violador, pues pareciera decir que un hombre es un pene irracional, impulsado por las fuerzas misteriosas de la calentura universal, hacia la imparable satisfacción del deseo. Mamarrachadas de un país gobernado por hombres y para hombres en donde todos saben perfectamente qué es un sí y lo demás son formas de escaparle al bulto.
No es que legislar y normar el consentimiento sea un retroceso. Es que a estas alturas resulta, por usar un eufemismo bruto, “curioso” que sea necesario debatir sobre el consentimiento. La razón y su ejercicio nos han dado esta noción desde siempre. Así, la necesidad de establecer dónde comienza la aceptación parece una zancadilla al sentido común que queriendo cerrar la puerta del “ella quería” abre aquella que muestra lo “penecentrista” de esta sociedad.
Es que es básico: el consentimiento en una relación está dado por los actos y condiciones. El desarrollo de la situación no deja lugar a dudas, por eso es que la necesidad de establecer los límites solo puede apuntar a que estamos acostumbrados a hacernos los tontos.
La jurisprudencia no es nada alentadora: que una sentencia tenga que establecer que la voluntad viciada por una situación de presión, acoso o indefensión equivale a un no, quiere decir que aquella “viveza” no es más que una forma menos cruel de llamar al abuso.
El mismo cuento para personas que se dieron duro con drogas/alcohol: las relaciones sexuales con alguien inconsciente son una violación -y en algún sentido parientes de la necrofilia-. Lo triste es que esto tenga que ser dicho. Que se remuevan las aguas por algo que debería estar normado socialmente y que no terminará con entrar en un nuevo marco.
Esto no quiere decir que no haya que legislarlo. Aunque sea triste, algunos tienen que volver a usar rueditas de ayuda en sus bicicletas. Sin embargo, muestra una cara -sobretodo masculina- de mierda en la que aun sabiendo cómo deben ser las cosas, no se respeten o se busquen recovecos para decir que sí, aquella mirada picante de la mujer en la calle era un sí. Y no. Y lo sabemos.
Curiosamente, de nuevo el eufemismo malo, no existe un debate que diga que una casa vacía mientras su dueño sale a trabajar no está abandonada. Nadie dice que como no hay un letrero de no robar, se puede robar. Menos aun lo vamos a considerar respecto a quitarle la vida a otro: ah, bueno, como nadie me pidió directamente no matar, pues me caía gordo y lo maté.
Lo triste es que esos mismos que respetan lo ajeno, que saludan en el bus y que nunca nunca matarían, defienden la bruma imaginaria sobre la frontera de la aceptación. Entonces lo que defienden es SU derecho al sexo. O no: la obligación mundial de cumplir con SU derecho al sexo. Como si el sexo -o su satisfacción sexual- estuviese contemplada sanamente en la Declaración de Derechos del Hombre y, peor, la otra parte estuviese condenada/obligada a solventar la urgencia.