A hora nos estamos convirtiendo en lo que nunca habíamos deseado ser, es decir, en viejos. Nunca hemos deseado ni esperado la vejez, y cuando hemos intentado imaginarla, ha sido siempre de un modo superficial, torpe y despreocupado. No nos ha inspirado jamás ni una profunda curiosidad ni un profundo interés. (En la historia de Caperucita roja, el personaje que menos curiosidad nos despertaba era la abuela, y no nos importaba en absoluto que saliera sana y salva del vientre del lobo.) Lo extraño es que tampoco ahora, que estamos envejeciendo nosotros mismos, sentimos interés alguno por la vejez. Por eso nos está ocurriendo algo que no nos había ocurrido nunca: hasta ahora pasábamos por los años aguijoneados por una viva curiosidad hacia aquellos que se convertían poco a poco en nuestros coetáneos, ahora en cambio sentimos que avanzamos en dirección a una zona gris, donde formaremos parte de una muchedumbre gris cuyas vicisitudes no podrán encender ni nuestra curiosidad ni nuestra imaginación. Nuestra mirada apuntará siempre hacia la juventud y la infancia.

La vejez significará en nosotros, sobre todo, el fin del estupor. Perderemos la facultad tanto de sorprendernos como de sorprender a los demás. Ya no nos maravillaremos por nada, si bien hemos pasado la vida maravillándonos por todo, y los demás no se maravillarán por nosotros, bien porque nos hayan visto hacer o decir algo extraño, bien porque no mirarán hacia donde estamos.

Podemos convertirnos en chatarra abandonada en algún descampado o en ruinas gloriosas a las que se visita con devoción; mejor dicho, quizá seremos a veces una cosa y a veces la otra, puesto que la suerte es mudable y caprichosa, pero tanto en un caso como en el otro, no nos sorprenderemos, nuestra vieja imaginación de toda una vida ya habrá usado y agotado en su seno cualquier suceso posible, cualquier cambio de la suerte, y ninguno de nosotros se sorprenderá, tanto si somos chatarra como si somos ruinas ilustres, no hay sorpresa en la devoción prodigada a la antigüedad, y menos aún en toparse con un montón de chatarra que se oxida entre ortigas. Por otra parte, no hay ninguna diferencia apreciable entre ser una cosa u otra porque tanto en un caso como en otro el cálido río de los días fluye por otras orillas.

La incapacidad de sorprenderse y la conciencia de no despertar sorpresa hará que nos adentremos poco a poco en el reino del aburrimiento. La vejez se aburre y es aburrida, el aburrimiento genera aburrimiento, propaga aburrimiento a su alrededor del mismo modo que la sepia propaga la tinta. Así nos preparamos para ser a la vez la sepia y la tinta, el mar a nuestro alrededor se teñirá de negro y ese negro seremos nosotros, justamente nosotros, que toda la vida hemos odiado y rehuido el color negro del aburrimiento. Entre las cosas que aún nos sorprenden está la siguiente: nuestra sustancial indiferencia frente a ese nuevo estado. Tal indiferencia está provocada por el hecho de que poco a poco vamos cayendo en la inmovilidad de la piedra.

Sin embargo, nos damos cuenta de que antes de convertirnos en piedras nos convertiremos en algo distinto, porque también esto es ahora para nosotros un motivo de asombro: la extrema lentitud con la que envejecemos. Conservamos durante mucho tiempo aún la costumbre de creernos «los jóvenes» de nuestro tiempo, de modo que cuando oímos hablar de «jóvenes» volvemos la cabeza como si se hablara de nosotros, costumbre que tiene raíces tan profundas que quizá no la perderemos hasta habernos convertido del todo en piedras, es decir en la vigilia de la muerte.

Con esta lentitud nuestra en envejecer contrasta la velocidad vertiginosa del mundo que gira a nuestro alrededor, la rapidez con que se transforman lugares y crecen jóvenes y niños. En ese torbellino solo nosotros somos muy lentos, cambiamos de rostro y de costumbres con una lentitud de oruga, bien porque detestamos con todas nuestra fuerzas la vejez y la rechazamos aun cuando nuestro espíritu se le haya rendido con indiferencia, bien porque es laborioso y agotador el paso del animal a la piedra.

El mundo que gira y se transforma a nuestro alrededor conserva solo alguna pálida huella del que fue nuestro mundo. Lo amábamos no porque lo encontrásemos bello o justo sino porque en él invertíamos nuestras fuerzas, nuestra vida, nuestra sorpresa. Lo que hoy tenemos ante los ojos no nos sorprende, o nos sorprende muy poco, pero se nos escapa y nos resulta indescifrable: solo conseguimos comprender las pocas y pálidas huellas de cuanto ha sido. Desearíamos que esas pálidas huellas no desapareciesen, para poder reconocer aún en el presente algo que ha sido nuestro, pero sentimos que dentro de poco quizá no tendremos ni fuerza ni voz para expresar este deseo, tal vez muy pueril e ingenuo.

Salvo esas tenues huellas, el presente nos resulta sombrío, y no sabemos cómo acostumbrarnos a semejante oscuridad, nos preguntamos qué clase de vida será la nuestra, si conseguiremos algún día habituar los ojos a tantas tinieblas, nos preguntamos si no acabaremos siendo, en años futuros, como un hato de ratones enloquecidos entre las paredes de un pozo.

Nos preguntamos de manera continua cómo pasaremos el tiempo en nuestra vejez. Nos preguntamos si seguiremos haciendo lo que habíamos hecho de jóvenes, si por ejemplo continuaremos escribiendo libros. Nos preguntamos qué clase de libros conseguiremos escribir, en nuestra ciega correría de ratones, o más tarde, cuando hayamos caído en la inmovilidad de la piedra.
Durante la juventud nos habían hablado de la sabiduría y de la serenidad de los viejos. Nosotros, sin embargo, sentimos que no llegaremos a ser ni sabios ni serenos, además, nunca hemos amado la serenidad y la sabiduría, y en cambio siempre hemos amado la sed y la fiebre, las búsquedas inquietas y los errores. Pero dentro de poco también quedarán descartados los errores porque, como el presente nos resulta incomprensible, nuestros errores estarán relacionados con aquellas pálidas huellas que ahora están a punto de desaparecer; nuestros errores en el mundo de hoy serán como señales sobre la arena o ruidos de ratas que corren en la noche.

El mundo que tenemos delante y que nos parece inhabitable, será sin embargo habitado y quizá amado por algunas de las personas a las que amamos. El hecho de que este mundo esté destinado a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos, no nos ayuda a comprenderlo mejor, sino que, por el contrario, aumenta nuestra confusión. Porque el modo en que nuestros hijos consiguen habitarlo y descifrarlo nos resulta oscuro; por otra parte ellos están acostumbrados desde la infancia a decirnos abiertamente que no hemos entendido nada. Por eso nuestro comportamiento ante nuestros hijos es humilde y a veces incluso ruin.

Nos sentimos ante ellos como niños en presencia de adultos, cuando en realidad estamos absortos en nuestro lentísimo proceso de envejecimiento. Cualquier gesto que realizan nuestros hijos nos parece fruto de una gran sagacidad y pertinencia, nos parece lo que siempre habíamos querido hacer nosotros y que quién sabe por qué nunca hicimos. Nosotros, por nuestra parte, no conseguimos realizar un solo gesto que influya en el presente, porque cualquiera de nuestros gestos se precipita de manera mecánica en el pasado.

Así medimos las inmensas distancias que nos separan del presente, vemos cómo habríamos perdido los lazos con el presente si no estuviésemos aún enredados en las tramas intrincadas y dolorosas del amor. Y todavía nos asombra una cosa, ahora que cada vez nos cuesta más que nos mueva el asombro, ver cómo nuestros hijos consiguen vivir y descifrar el presente, y nosotros aquí, aun concentrados en pronunciar las palabras límpidas y claras que nos fascinaron en la juventud.

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