Hay un punto falaz en la afirmación, es cierto: uno que otro colombiano ha llegado a estimar a Juan Manuel Santos. Más ahora que deja la presidencia después de ocho años de un gobierno sostenido milagrosamente en el medio de corrientes opositoras de lado y lado del espectro político.
Sin embargo, la sensación mayoritaria en Colombia es que nadie va a extrañar al presidente saliente aun cuando el país que entrega es sustancialemente mejor que el que recibió de su antiguo socio y hoy enemigo Álvaro Uribe.
Cuando se habla del legado de Santos, lo primero que aparece en la lista es sin duda el acuerdo de paz con la guerrilla de las Farc. Después de cincuenta años de guerra civil no declarada, Santos logró que el grupo armado se desmovilizara y, según estimaciones de organizaciones internacionales, en el tiempo transcurrido desde la firma del acuerdo ha logrado salvar al menos unas 3.000 vidas.
Esto, por fuera de Colombia suena bonito. Tan bonito que le valió el Nobel de Paz al presidente y los aplausos de la comunidad internacional. El presidente de la paz, se dijo. Dentro del país la cosa ha sido muy distinta por dos factores.
El primero de ellos, la sensación de impunidad que dejó el acuerdo. Una buena parte de la sociedad colombiana siente que lo pactado en La Habana con la guerrilla más vieja del mundo era una especie de premio al delito que priorizaba a los beligerantes por sobre las víctimas.
La idea de “entrega” se impuso en la opinión pública y no era para menos: con diez asientos en el Congreso sin ir a elecciones y la concesión de frecuencias radiales, miles de hectáreas, indultos, dinero y una larga lista de beneficios, el colombiano de a pie quedó con la sensación de que el camino más corto para obtener ayuda del Estado era hacerse delincuente.
Incluso, tan beneficioso fue el acuerdo para la guerrilla, que grupos como el Cartel del Golfo, una banda delictiva dedicada al narcotráfico y la extorsión, sondeó la posibilidad de unirse al acuerdo de paz o a alguna de sus estructuras como la Justicia Especial para la Paz, esperando el perdón de sus delitos más atroces.
Por otro lado, la paz no es tal. Esto no es culpa de Santos, claro. Sin embargo, el contraste del discurso de paz con la realidad colombiana tiene un punto de frustración que devalúa el acuerdo y sus méritos. La paz no es tal porque la pacificación de un país después de un siglo de guerra civil es un proceso lento que supone desterrar prácticas consideradas costumbre, idiosincrasia. A esto, claro, se suman las desigualdades sociales que el acuerdo no ha logrado abordar plenamente y que, aun cuando en los papeles parezca que el Estado cumplirá con su obligación de estar, en la práctica la burocracia ha retrasado la implementación de casi todos los programas de ayuda.
Además, y más grave, la paz no pasa por desmovilizar a un solo sector del conflicto armado. Si no se aborda una de las razones principales detrás de la proliferación de bandas de delincuentes como es el narcotráfico. Tristemente, en el acuerdo de paz se estableció un incentivo económico a la sustitución de cultivos ilícitos. Esto, en lugar de ayudar a reducirlos hizo que se dispararan ante la perspectiva de ganar dinero dejando de hacer algo que no se hacía en el pasado.
Polarización
El fracaso político de Santos fue evidente en las pasadas elecciones presidenciales. Ningún candidato quería aparecer como el representante oficialista y el ex vicepresidente Germán Vargas Lleras, lo más parecido a un representante de Santos en la carrera presidencial. se esmeró en borrar su paso por el gobierno hasta el punto de cuestionar el acuerdo de paz.
En este escenario, Santos deja un país polarizado donde curiosamente él y su gobierno son el punto medio en el que nadie quiere estar. Curiosamente los principales defensores de su legado están a la izquierda, partiendo por los miembros de las Farc. Esto solo porque al otro lado se frotan las manos con la posibilidad de echar por tierra lo acordado con la guerrilla.
Para muchos analistas políticos, una de las herencias más pesadas del gobierno de Santos es la polarización del país y su consecuente peligro para las instituciones. Ahora que el ex presidente Álvaro Uribe es investigado por la Corte Suprema, la polarización ha llegado al punto de que la mitad del país considera que la corte está impedida moralmente para procesar al otrora hombre fuerte del país.
Del otro lado, la izquierda considera que el gobierno entrante a la cabeza de Iván Duque es ilegítimo. Se habla incluso de una resistencia civil. Algo parecido a lo que dio inicio a varios grupos guerrilleros. Y Santos, en el medio, víctima de esa polarización.
Y es que en ese centro, Santos no logró conquistar a nadie. Logró la desmovilización de la guerrilla pero con una sensación de impunidad. Creó grandes infraestructuras pero dejó la sensación de que las grandes empresas imponían su voluntad. Logró acuerdos en el Congreso pero todos bajo la duda de la “mermelada” o compra de votos. Rompió sus relaciones con Nicolás Maduro, pero después de haberlo respaldado por años a cambio del apoyo a su proceso de paz. Y así podríamos enumerar una larga lista de aciertos desacertados en los que el presidente dio un pasito adelante y dos para atrás que hacen que el presente probablemente sea mucho más cruel que su lugar en la historia.