Cuando Iván Duque, vocero de Álvaro Uribe y presidente de Colombia, era senador, presentó un proyecto para legalizar la dosis mínima de droga como una medida de protección a los consumidores. La idea apareció entonces como una visión revolucionaria dentro del partido Centro Democrático, eufemismo para el grupo más derechista del espectro político colombiano.
Después de que su candidatura presidencial se impuso a los otros competidores por la bendición de Uribe, Duque trató de retirar el proyecto: se trataba de una contradicción mayor con la visión del propio Uribe en donde la droga no tiene cabida alguna, así sea en una dosis mínima para consumo personal.
Esto en el principal país productor de cocaína y uno de los cinco principales exportadores de marihuana del mundo.
La cosa es que ahora que logró la presidencia Iván Duque está apostando por una política antidrogas de colegio.
En los breves espacios de trabajo que le quedan después de cantar vallenatos a dúo con Carlos Vives y sus demostraciones de control de una pelota de fútbol, el nuevo presidente presentó su política antidrogas, basada en buena parte en el decomiso de droga de parte de la policía, sin autorización judicial.
El proyecto de Duque fue criticado desde distintos sectores de la sociedad colombiana y no faltó quien lo acusó de ser un incentivo para la industria de los narcóticos, al incentivar la recompra entre adictos y no la prevención del consumo.
“Vamos a avanzar en la confiscación de cualquier dosis de droga que esté en las calles de Colombia”, dijo Duque al asegurar que va a cumplir su promesa de sacar a los expendedores de droga de los lugares cercanos a los colegios.
Al mismo tiempo aclaró que los consumidores no son delincuentes, “con el objetivo de proteger a nuestros niños, vamos a expedir un decreto para que la policía confisque en las calles cualquier dosis”.
La cosa levantó más polvo después de que el ministerio de Justicia dijera que, como en un colegio, la policía determinaría si las personas son o no adictos llamando a sus familiares:
Los médicos no pueden expedir recetas de drogas que no son legales. Para demostrar que es un adicto la persona puede acudir al testimonio de sus padres. La policía, en el proceso verbal, definirá si le cree o no. Vamos a sacar la droga de las calles: @GloriaMBorrero @CaracolRadio
— MinJusticia Colombia (@MinjusticiaCo) 5 de septiembre de 2018
El decreto, más que un acto jurídico, es un acto político. Duque entendió durante la campaña que un discurso encendido sobre una multitud de jóvenes anárquicos que fuma marihuana era electoralmente rentable. Mientras la despenalización de la dosis personal se presentaba como el enemigo de la moral y las buenas costumbres, hablar de su prohibición era la esperanza de retornar a un idílico mundo libre de drogas. Ahora, como presidente, y —según la más reciente encuesta de Gallup— con menos aprobación que el expresidente Juan Manuel Santos, Duque está buscando aplausos desde la tribuna y puntos en las próximas encuestas de popularidad. Pero poco más: estas medidas son ineficientes para combatir a los grandes grupos del narcotráfico y para reducir los daños asociados a estos.
Duque tiene que entender lo que ya demostró la experiencia de América Latina y el mundo: para golpear al narcotráfico es inútil centrar los recursos del Estado en perseguir a los consumidores recreativos. Con esta decisión, el gobierno solo seguirá inflando las estadísticas de la guerra contra las drogas, que ya son altas. Según Dejusticia y el Colectivo de Estudios, Drogas y Derecho, entre 2005 y 2014 nueve personas fueron capturadas cada hora por delitos relacionados con drogas en Colombia.
El nuevo gobierno, en todo caso, tendría que dedicar esos recursos a combatir los eslabones más fuertes de la producción y tráfico de drogas: desmontar las organizaciones delictivas, procesar a los capos, desmantelar laboratorios, incautar grandes envíos de cocaína y, sobre todo, perseguir el objetivo final de los traficantes: el dinero. La incautación de toneladas de cocaína y la detección de las cuentas bancarias de los mafiosos o empresarios que lavan su dinero es un golpe más certero al narcotráfico que retroceder veinticuatro años y prohibir, de manera fallida, la dosis personal.
La consecuencia de lo que propone el gobierno de Duque es doble: por un lado, en la práctica nada cambiará. Decomisar droga ya existe en el Código de Policía que entró en operaciones en 2017. Un artículo establece que es comportamiento indebido “portar sustancias prohibidas en el espacio público” y que el castigo, justamente, es una sanción administrativa, destruir la dosis y una multa de 196.720 pesos —unos 65 dólares—. Por el otro, obligará a la policía a perseguir a consumidores recreativos. Y es que para el gobierno colombiano solo existen dos figuras: adictos y traficantes; no consumidores recreativos, que ni tienen problemas de adicción ni son mafiosos.
Esta postura estatal que condena sin matices el uso de drogas ha derivado en un excesivo castigo al consumidor. Un estudio de Dejusticia advierte que en los últimos quince años la población encarcelada por crímenes relacionados con drogas aumentó un 289,2 por ciento. Es la tasa de crecimiento de población carcelaria por drogas más alta de América Latina. El informe señala que se sigue criminalizando a consumidores ocasionales de droga que, en gran medida, forman parte de poblaciones vulnerables de la sociedad.
También, el decreto de Duque pone sobre la mesa una discusión jurídica: la medida podría ser inconstitucional porque contradice el sentido de la decisión de la Corte Constitucional de respetar la autonomía del individuo y el “libre desarrollo de la personalidad”. Cuando se autoriza a la policía a requisar a cualquier ciudadano bajo la sospecha de tener un cigarrillo de marihuana se está vulnerando un derecho fundamental de las democracias modernas: los gobiernos no pueden perseguir a una persona que no le está causando daño a otro.