Después de un rato, Luke se despertó y le di un poco de café sin decirle nada, sin saber dónde estaba o si quería hablar, y lo tomó mirándome por sobre la taza mientras yo leía sentada, o pretendía leer, hasta que oí su ronco, casi suplicante: “Ven acá”, y fui hasta él de inmediato, arrodillándome junto a su silla, mi cabeza en su regazo, mientras él acariciaba mi pelo sin decir nada, y al fin giré mi cabeza y desaté su ridícula toalla pequeña y encontré su pene con mis labios. Y lenta, lentamente, con la larga y amable ayuda de mi boca y mi lengua creció y se endureció, y en la lenta y cálida noche de verano con todos los ruidos de los patios de agosto y las explosiones de las calles de agosto, le hice el amor a ese ancho y fuerte miembro sin circuncidar, hice el amor de verdad, le di vida al amor, lo persuadí para que fuera pleno y sensible con mi boca – yo era lo suficientemente joven y tenía suficiente magia para hacer eso. Enamorada, hice el amor y el amor floreció como una aureola alrededor nuestro y mi boca se movió lentamente, sin parar y sin cansarse, resbalando y zambulléndose en ese ancho y grueso miembro hasta que empezó a sacudirse y a presionar mi paladar como un salvaje pájaro impaciente por ser libre y me moví más y más rápido y un gran suspiro que era el mismo aliento de la vida salió de Luke, y yo bebí su semilla, tragué con placer su amarga semilla de cristal a grandes tragos, como para que nos quedáramos juntos al final y para siempre y para que ningún cambio, nada ni nadie pudiera separarnos otra vez. Yo tenía las manos en su delgada cintura cuando acabó y pude sentir su espalda arquearse, la electricidad en su carne, mi cabeza apretada por sus largos muslos fuertes de pelos dorados, podía escuchar su sangre –o la mía- explotando en mis orejas, y supe que esta semilla que tragaba era el sacramento– la sagrada e infinita esencia que movía las estrellas.

 

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