En una época recurrí al psicoanálisis. Era verano, justo empezaba la posguerra, vivía en Roma. Era un verano sofocante y polvoriento. Mi psicoanalista tenía un piso en el centro. Iba a verlo cada día a las tres. Él mismo me abría la puerta (tenía esposa, pero nunca la vi). Su despacho estaba fresco y en penumbra. El doctor B. era un anciano alto, coronado de rizos plateados, un pequeño bigote gris, hombros altos y un poco estrechos. Llevaba siempre camisas inmaculadas, con el cuello abierto. Tenía una sonrisa irónica, y acento alemán. Llevaba en el dedo corazón un enorme anillo de cobre con iniciales, tenía manos blancas y delicadas, ojos irónicos, gafas con montura de oro. Hacía que me sentara a una mesa y él se sentaba delante de mí. Sobre la mesa, siempre había un inmenso vaso de agua para mí, con un cubito de hielo y una rodaja de limón. Por aquel entonces nadie en Roma tenía nevera, quien quería hielo tenía que comprarlo en la lechería y lo rompía a golpes de martillo.

Cómo hacía él para conseguir a diario aquellos cubitos de hielo tan lisos y pulidos fue siempre un misterio para mí. Quizá habría podido preguntárselo, pero nunca se lo pregunté. Sentía que, aparte del estudio y del pequeño recibidor que daba al estudio, el resto de la casa estaba, y debía estar, envuelto en el misterio. El hielo y el agua venían de la cocina, donde quizá la esposa invisible había preparado aquella bebida para mí.

La amiga que me había sugerido que fuera a ver al doctor B., y que también acudía a su consulta, no me había contado mucho acerca de él. Me había dicho que era judío, junguiano y alemán. Que fuera junguiano era algo que a ella le parecía positivo y que a mí me resultaba indiferente, porque mis nociones sobre la diferencia entre Jung y Freud eran imprecisas. Es más, un día le pedí al doctor B. que me explicara dicha diferencia. Se extendió en explicaciones y yo, en un momento dado, perdí el hilo y me distraje mirando su anillo de cobre, sus rizos plateados por encima de las orejas y la frente de arrugas horizontales que él enjugaba con un pulcro pañuelito de lino. Me parecía estar en el colegio, cuando pedía explicaciones y después me perdía pensando en cualquier cosa.

Esta sensación de estar en el colegio, y en presencia de un profesor, fue uno de mis muchos errores en el transcurso de mi psicoanálisis. Como el doctor B. me había dicho que debía escribir mis sueños en un cuaderno, antes de subir a su casa me metía en un café y los volcaba deprisa, con el afán de una estudiante que debe presentar los deberes. Tendría que haberme sentido como una enferma con un médico. Pero no me sentía enferma, solo llena de culpas oscuras y de confusión. En cuanto a él, no me parecía un médico auténtico. Lo miraba a veces con los ojos de mis padres, que estaban lejos, en el norte, y pensaba que a mis padres no les habría gustado en absoluto. No se parecía en nada al tipo de personas que ellos solían frecuentar.

Les habría parecido ridículo aquel anillo de cobre, frívolos los rizos, habrían desconfiado de las plumas de pavo real y de los terciopelos que decoraban su estudio. Además, mis padres tenían muy interiorizada la idea de que los analistas no eran verdaderos médicos y que a veces podían ser «gente ambigua». Aquel estudio les habría parecido un lugar de majadería y peligro.

El pensamiento de que estaba haciendo algo que habría horripilado a mis padres, hacía que el psicoanálisis me resultara fascinante y repugnante a la vez. Ignoraba entonces que el doctor B. era un analista muy conocido, y que personas con autoridad y apreciadas por mis padres lo querían y lo visitaban con frecuencia. Yo creía que era un completo desconocido surgido por casualidad de las sombras gracias a mi amiga y a mí.

En cuanto llegaba me ponía a hablar sin pausa, porque pensaba que eso era lo que él esperaba de mí. Pensaba que si me quedaba en silencio, también él se quedaría en silencio y entonces mi presencia en la consulta no tendría sentido alguno.

Él me escuchaba mientras fumaba con una boquilla de marfil. De su mirada jamás desaparecían ni la ironía ni un gesto de profunda atención. Por aquel entonces nunca me pregunté si era inteligente o estúpido, pero ahora me doy cuenta de que la luz de su inteligencia resplandecía con fuerza sobre mí. Fue la luz de su inteligencia la que me iluminó aquel negro verano.

Me gustaba mucho hablar con él. Quizá la palabra «gustar» pueda parecer inapropiada, puesto que se trataba de un psicoanálisis, es decir de algo que en sí mismo no puede gustar, amargo y cruel. Sin embargo yo no conseguí ver este carácter cruel del psicoanálisis, un carácter del que me hablaron más tarde. Es posible que mi psicoanálisis fuera imperfecto. Sin duda era imperfecto. La impetuosidad con la que hablaba me induce hoy a pensar que desde luego no rebuscaba con esfuerzo en mi espíritu cosas secretas, sino que más bien avanzaba al azar y en desorden tras las huellas de un punto remoto que todavía no había descubierto. Tenía la sensación de que lo esencial estaba todavía por decir. Hablé muchísimo, y no alcancé nunca a decir toda la verdad sobre mí.

Me producía una rabia tremenda pensar que tenía que pagarle. Si mi padre se hubiese enterado no solo del psicoanálisis sino de la cantidad de dinero que me gastaba en el doctor B., habría lanzado tal alarido que la casa se hubiera venido abajo. Pero no era la idea del grito de mi padre lo que me incomodaba. Era la idea de que pagaba con dinero la atención que el doctor B. dedicaba a mis palabras. Pagaba su paciencia conmigo. (Aunque supiera que la paciente era yo, me parecía que él era muy paciente conmigo.) Pagaba su ironía, su sonrisa, el silencio y la penumbra de aquel estudio, pagaba el agua y el hielo, nada era gratis y esto me resultaba insoportable. Se lo dije, y me respondió que estaba previsto. Él siempre lo tenía todo previsto, jamás lo cogía por sorpresa. Todas las cosas que le contaba de mí, las sabía desde hacía mucho tiempo, porque otros las habían sufrido y pensado. Esto me irritaba, pero a la vez me producía un enorme alivio porque, cuando a solas había pensado en mí, me había considerado a veces demasiado rara y única para tener algún derecho a vivir.

Después había otra cosa que me parecía absurda entre el doctor B. y yo, y era la unilateralidad de nuestros encuentros. Si el tema del dinero me daba rabia, esta unilateralidad me daba la sensación que creaba entre nosotros una incomodidad profunda e irrevocable. Estaba obligada a hablar de mí, pero no habría sido en absoluto legítimo que yo a mi vez lo interrogara a él. No lo interrogaba, porque en el momento ni se me ocurría hacerlo y porque creía que respecto a su existencia privada debía guardar la máxima circunspección y discreción. Pero en cuanto salía de su casa intentaba imaginarme a su esposa, las otras habitaciones del piso y su vida fuera del psicoanálisis. Me parecía que de nuestra relación se había excluido algo esencial, es decir la piedad recíproca. Ni siquiera el agua que me daba a beber cada día estaba destinada a mi sed. Formaba parte de un ceremonial, establecido quién sabe por quién y dónde y del que ni él ni yo podíamos huir. En este ceremonial no quedaba espacio alguno para la piedad. Yo no estaba obligada a saber nada ni de sus pensamientos ni de su vida. Y si él, investigando sobre mi alma y mi vida, sentía tal vez piedad por mí, esta clase de piedad unilateral que no recibía nada a cambio excepto dinero no podía parecerse en nada a la piedad real, que siempre acarrea con ella una posibilidad de entrega recíproca y de respuesta. Es verdad que éramos una paciente y un médico. Pero mi enfermedad, si existía, era una enfermedad del alma, las palabras que transitaban entre nosotros todos los días se referían a mi alma, y a mí me parecía que en una relación como aquella no podía faltar una amistad y una piedad mutuas. No obstante, sentía que la piedad y la amistad no podían ser admitidas en aquel estudio, y si de ellas aparecía un pálido espectro, había que desterrarlo de nuestras conversaciones.

En una ocasión, él se sintió ofendido por mí, y me resultó cómico. Me había encontrado por la calle una chica a la que conocía y que sabía que se psicoanalizaba con él (había descubierto, poco a poco, que a su consulta iba un montón de gente a la que conocía). La chica me dijo que yo, que escribía, me equivocaba al psicoanalizarme, porque el psicoanálisis me curaría el espíritu pero mataría mi capacidad creativa. Se lo conté al doctor B. Enrojeció de rabia. Nunca lo había visto enfadado, nunca había visto en su mirada más que la ironía y su sonrisa. Dejó caer sobre la mesa su preciosa mano blanca con el anillo y me dijo que era falso y que aquella chica era idiota. Si hubiese hecho el psicoanálisis con un freudiano, me dijo, quizá podría haber perdido el deseo de escribir, pero él era junguiano y, por eso, nunca me ocurriría nada parecido. Al contrario, escribiría libros mejores, si conseguía conocerme más a mí misma. Se puso a explicarme la diferencia entre Jung y Freud. Perdí el hilo de su explicación y me distraje, y todavía hoy no sé con exactitud qué diferencia hay entre Jung y Freud.

Un día le dije que nunca conseguía doblar las mantas de manera simétrica, y que eso me provocaba complejo de inferioridad. Salió un momento de la consulta y regresó con una manta, la plegó aguantándola con la barbilla y quiso que también yo intentase plegarla. La plegué y para complacerlo le dije que había aprendido, pero no era cierto, porque todavía hoy me resulta difícil plegar las mantas de manera simétrica.

Una noche soñé que mi hija estaba a punto de ahogarse y que yo la salvaba. Era un sueño muy colorido y lleno de detalles preciosos, aquel mar o lago era de un azul rabioso y en la orilla estaba mi madre con un enorme sombrero de paja. El doctor B. me dijo que en el sueño mi madre representaba mi feminidad pasada y mi hija mi feminidad futura. Había aceptado siempre sus explicaciones a mis sueños, pero aquella vez me rebelé y le dije que no era posible que los sueños fueran siempre símbolos, que yo había soñado a mi madre y a mi hija y que no representaban nada de nada, simplemente las echaba de menos y sobre todo a mi hija, a la que no veía desde hacía meses. Creo que, al contradecirlo, mostré cierta impaciencia. Aquella fue quizá la primera señal de que mi interés por el psicoanálisis se había resquebrajado y que sentía deseos de ocuparme de otras cosas. Empezamos a discutir durante las sesiones, porque yo creía que debía dejar Roma y volver al norte. Tenía la idea de que mi hijos estarían mejor en Turín, donde vivían mis padres y donde teníamos casa. Según el doctor B. me equivocaba y tenía que instalarme con mis hijos en Roma. Le explicaba las dificultades que tenía para montar una casa en Roma, pero él se encogía de hombros y declaraba que me desanimaba por nada y que no afrontaba mis responsabilidades. Decía que me creaba falsas obligaciones. A causa de las obligaciones falsas y reales nació nuestro primer desacuerdo real. Para entonces ya había llegado el tiempo fresco, y un día lo encontré con una camisa abotonada hasta el cuello y una pajarita. Aquella pajarita en su persona austera y judía me pareció estúpida, el más estúpido signo de frivolidad. No me preocupé ni siquiera de decírselo, pues mi relación con él se había vuelto inútil. De pronto dejé de ir y le mandé el dinero que le debía acompañado de algunas palabras. Estoy segura de que lo tenía todo previsto. Me fui a Turín y no volví a ver nunca más al doctor B.

En Turín, en los meses siguientes, me despertaba por las noches con algo en la mente que habría sido quizá útil para el psicoanálisis, pero que había olvidado decir. También me ocurría que a veces me hablaba a mí misma con acento alemán. Pasaron los años y cuando pensaba en mi psicoanálisis, pensaba que era una de las tantas cosas que había empezado y que no había acabado por desorden, ineptitud y confusión. Mucho tiempo después volví a vivir a Roma. Residía a pocos pasos de la consulta del doctor B., sabía que seguía allí y una o dos veces me asaltó la idea de pasar a saludarlo. Pero nuestras relaciones habían nacido sobre una base tan extraña que no habría tenido sentido ni una simple visita. Sentía que inmediatamente habría vuelto a empezar el antiguo ceremonial, la mesa, el vaso de agua, la sonrisa. No podía aportarle mi amistad, podía aportarle solamente la carga de mis neurosis. No me había liberado de mis neurosis, simplemente había aprendido a tolerarlas o, al final, las había olvidado. Más tarde supe que el doctor B. había muerto. Me arrepentí entonces de no haberlo visitado. Si existe un lugar en que se reencuentra a los muertos, sin duda allí me encontraré con el doctor B. y nuestra conversación será simple, alejada del psicoanálisis y de la neurosis, y quizá alegre, tranquila y perfecta.

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