En tiempos de gran desconfianza uno crea personajes misteriosos y temibles a partir de las personas que conoce bien o con las que ha hablado recientemente: te dicen cosas taimadas y execrables con la peor intención. Les replicas con acritud. Y su respuesta es aún más acre. Su único propósito es irritarte más y más, hasta que la rabia y el miedo te hacen perder todo recato y les muestres sus peores rasgos, exagerados hasta lo demoníaco. Palidecen, incluso es posible que se hagan los muertos por un tiempo. Pero de pronto te asaltan de nuevo, preferiblemente por la espalda. Te enzarzas en interminables diálogos con ellos. Siempre te comprenden y tú siempre les comprendes, todo es uniformemente diáfano en su hostilidad. Es probable que quieran devorarte, y la parte de tu cuerpo más próxima a ellos es la más amenazada. Retiras la mano de golpe, escondes tu hígado, enrollas la lengua, aunque sigas usándola con fruición. Esa figura hostil presenta un contorno preciso sólo por el odio que expresa y que tú le devuelves. Pero no puede morderte en cualquier parte, posee una limitación muy específica, pues depende de ti. Surgió como una estela de humo y como una estela ondea de un lado a otro a nuestro arbitrio. Tiembla, se hincha, invertebrada, y a veces pienso que es una reminiscencia del tiempo en que vivíamos en el fondo del mar y nos atacaban criaturas informes.
Pero, en cuanto la persona a la que el personaje debe su nombre se acerca a nosotros, éste se disuelve en la nada, y por un instante nos sentimos confiados y alegres.
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De las personas amadas se saben muchas cosas, y sin embargo no se les da crédito.
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Hay personas tan ínfimas que no es posible decirles las cosas a la cara, uno no encuentra ninguna máscara adecuada para hablarles.
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El placer de adoptar nuevos papeles ante personas que le conocen a uno bien, escabullirse de ellos, por decirlo de algún modo, es tan grande que la invención de nuevos caracteres, como corresponde al oficio del dramaturgo o del novelista, resulta relativamente aburrido. Seguramente por eso muchos de los más excelsos personajes no pasaron a la posteridad. Uno quisiera ser ellos, intensamente, y ver cómo actúa su magia sobre los demás, no sólo consignarlos y conservarlos. Resulta liberador ver hablar a estas viejas manos en lenguas nuevas que poco antes ni uno mismo conocía. Resulta gratificante meterse en un nuevo rostro y volver a colgar sobre él el viejo como si fuera una máscara.
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Los mejores pensamientos, los esenciales, son aquellos que olvidamos con la misma vehemencia con la que surgieron por vez primera. Más tarde regresan a nosotros como ideas totalmente nuevas, en otras estaciones, y no los reconocemos, o sólo como si procedieran de otra vida. Cuanto más ocurre esto, cuantas más vidas propias y trascordadas tengan, más relevantes son