Fue una visita. La vieja compañera vino de São Paulo y la visitó. La recibió con sándwiches y un té, perfeccionando como pudo la visita, la tarde y el encuentro. La amiga llegó linda y femenina. Con el pasar de las 10 horas empezó poco a poco a deshacerse, hasta que mostró una cara no tan joven ni tan alegre, más intensa, de amargura más viva. Pronto se borró su belleza menor y más fácil. Y pronto la dueña de casa tenía ante sí a una mujer que, si bien era menos bonita, era más bella, y que manifestaba como en otros tiempos su ardiente pensamiento, confundiéndose, usando lugares comunes del raciocinio, intentando probarle la necesidad de ir hacia delante, probando que “cada uno tiene una misión que cumplir”.
En ese punto la palabra misión ha de haberle parecido por demás vulgar, no para sí, sino para la dueña de casa, que había sido una de las inteligentes del grupo. Entonces se corrigió: “misión, o lo que tú quieras”. La dueña de casa se movió en la silla, perturbada. Cuando la visita se fue, caminaba de un modo feo, como invadida por ese cansancio que viene de decisiones demasiado prematuras en relación con el tiempo de la acción: todo lo que había decidido, tardaría años en lograrlo. O incluso nunca lo lograría. La dueña de casa bajó en el ascensor con la visita, la acompañó hasta la calle. Le chocó verla de espaldas: el reverso de la medalla eran unos cabellos mal peinados e infantiles, hombros exagerados por la ropa mal cortada, vestido corto, piernas gruesas. Sí.
Una mujer maravillosa y solitaria. Luchando sobre todo contra su propio prejuicio que le aconsejaba ser menos de lo que era, que le mandaba doblegarse. Tanto, tanto esfuerzo, y los cabellos que caían infantiles. A su lado, en la calle, pasaban criaturas que por cierto habían condescendido más, y que obedecían a un destino más inmediato. La dueña de casa sintió en el pecho el peso de una comprensión violentada: ¿cómo ayudarla?
Imposibilitada para transformar alguna vez su comprensión en acto.