l. El problema del cuerpo glorioso, es decir, de la naturaleza y de las características -y más en general de la vida- del cuerpo de los resucitados en el Paraíso, es el capítulo supremo de la teología, clasificado como tal en la tratadística bajo la rúbrica de fine ultimo. Sin embargo, precisamente porque concernía a las cosas últimas, cuando la curia romana, para sellar su compromiso con la modernidad, decidió cerrar la casilla escatológica, este problema se dejó de lado de modo repentino o, más bien, se congeló como algo, si no obsoleto, al menos sin duda embarazoso. Mientras el dogma de la resurrección de la carne permanezca como parte esencial de la fe cristiana, esta inclinación no puede, sin embargo, no resultar contradictoria. En las páginas que siguen, retomar este tema teológico congelado nos permitirá plantear un problema otro tanto ineludible: el del estatuto ético y político de la vida corpórea (el cuerpo de los resucitados es numérica y materialmente el mismo que tenían durante su existencia terrena). Esto significa que nos serviremos del cuerpo glorioso como paradigma para pensar las figuras y los posibles usos del cuerpo humano como tal.
2. El primer problema al que deben enfrentarse los teólogos es el de la identidad del cuerpo de los resucitados. Dado que el alma deberá retomar el mismo cuerpo, ¿cómo definir su identidad e integridad? Una cuestión preliminar era la de la edad de los resucitados. ¿Tendrán que resucitar a la edad en que habían muerto, decrépitos si eran decrépitos, niños si eran niños, hombres maduros si eran hombres maduros? El hombre, responde Tomás, debe resucitar sin ningún defecto natural; pero la naturaleza puede ser defectuosa porque aún no ha alcanzado su perfección (como sucede en los niños), o porque la ha superado (como sucede en los ancianos). La resurrección reconducirá a cada uno a su perfección, que coincide con la juventud, es decir, con la edad del Cristo resucitado (circa triginta annos). El Paraíso es un mundo de treintañeros, en equilibrio invariable entre el crecimiento y la decadencia. En cuanto al resto, conservarán sin embargo las diferencias que los distinguían y, en primer lugar (contra aquellos que afirmaban que los resucitados, dado que la condición femenina es imperfecta, deberían ser todos de sexo masculino), la diferencia sexual.
3. La cuestión de la identidad material entre el cuerpo del resucitado y el que le había tocado en la Tierra es más insidiosa. ¿Cómo pensar, de hecho, la identidad integral de cada ápice de materia entre los dos cuerpos? ¿Es posible que cada grano de polvo en que el cuerpo se había descompuesto retome el mismo lugar que ocupaba en el cuerpo vivo? Es en este punto donde empiezan las dificultades. Ciertamente, puede concederse que la mano amputada de un ladrón -más tarde arrepentido y liberado- se reúna con el cuerpo en el momento de la resurrección. Pero la costilla de Adán, que le fue sustraída para formar el cuerpo de Eva, ¿deberá resucitar en este o en Adán? Y en el caso de un antropófago, la carne humana que ha comido y asimilado en su cuerpo ¿resucitará en el cuerpo de la víctima o en el suyo?
Una de las hipótesis que más pone a prueba la sutileza de los Padres es la del hijo de un antropófago que sólo se ha alimentado de carne humana o, directamente, sólo de embriones. Según la ciencia medieval, el semen se genera de superfluo alimenti, del exceso de la digestión de los alimentos. Esto significa que una misma carne pertenecerá a diversos cuerpos (el del devorado y el del hijo) y deberá por tanto -lo que es imposible- resucitar en cuerpos diferentes. La solución de este último caso, según Tomás, da lugar a una repartición salomónica: “Los embriones como tales no formarán parte de la resurrección si primero no han sido vivificados por el alma racional. Pero, en este punto, un nuevo alimento se ha agregado a la sustancia del semen en el útero materno. Por lo tanto, aunque uno se alimentara de embriones humanos y engendrara del sobrante de este alimento, la sustancia del semen resucitaría en aquel que es engendrado por éste. A menos que este semen no contuviera elementos pertenecientes a la sustancia de los sémenes de aquellos a partir de cuyas carnes devoradas se produjo el semen, ya que tales elementos resucitarán en el primero y no en el segundo. Entonces, es evidente que los restos de las carnes ingeridas, que no se han transformado en semen, resucitarán en el primer individuo, mientras que la potencia divina intervendrá para suplir las partes faltantes”.
4. Al problema de la identidad de los resucitados, Orígenes le había dado una solución elegante y menos confusa. Lo que permanece constante en cada individuo, sugería, es la imagen (eidos) que seguimos reconociendo, a pesar de los cambios inevitables, cada vez que lo vemos; y es esta misma imagen la que garantizará la identidad del cuerpo resucitado: “Así como nuestro eidos permanece idéntico desde la infancia hasta la vejez, a pesar de que nuestros rasgos materiales sufran un continuo cambio, del mismo modo, el eidos que teníamos durante nuestra existencia terrena resurgirá y permanecerá idéntico en el mundo por venir, aunque mejorado y más glorioso”. La idea de esta resurrección “imaginaria”, como muchos otros temas de Orígenes, era sospechosa de herejía. Sin embargo, la obsesión de una identidad material integral fue reemplazada progresivamente por la idea de que cada parte del cuerpo humano permanecería inmutable en cuanto a su aspecto (species), pero estaría en un continuo flujo y reflujo (fluere et refluere) en cuanto a la materia que la compone. “Y es así que en las partes que componen a un hombre –escribe Tomás– ocurre lo que sucede en la población de una ciudad, donde los individuos singulares mueren y desaparecen, y otros vienen a reemplazarlos. Desde el punto de vista material, los miembros del pueblo se suceden, pero formalmente, éste sigue siendo el mismo […]. De la misma manera, también en el cuerpo humano hay partes que, en su fluir, sustituyen a las otras en la misma figura y en el mismo lugar, de modo que todas las partes fluyen y refluyen según la materia, aunque desde el punto de vista numérico el hombre permanece idéntico.” El paradigma de la identidad paradisíaca no es la igualdad material –esa que hoy intentan fijar a través de los dispositivos biométricos las policías de todo el planeta–, sino la imagen, es decir, la semejanza del cuerpo consigo mismo.
5. Una vez garantizada la identidad del cuerpo glorioso con el cuerpo terrestre, será necesario establecer qué es lo que permite diferenciarlos. Los teólogos enumeran cuatro características de la gloria: impasibilidad, agilidad, sutileza y claridad.
Que el cuerpo de los beatos sea impasible no significa que no tenga la capacidad de percibir, capacidad que es parte imprescindible de la perfección de un cuerpo. Si no fuera así, la vida de los beatos se parecería a una especie de sueño, sería, pues, una vida reducida a la mitad (vitae dimidium). Ello significa, más bien, que el cuerpo de los beatos no estará sujeto a esas pasiones desordenadas que, por el contrario, le arrancarían su perfección. En efecto, el cuerpo glorioso estará sometido en todas sus partes al dominio del alma racional, que a su vez estará perfectamente sometida a la voluntad divina.
Algunos teólogos, sin embargo, escandalizados ante la idea de que en el Paraíso pueda existir algo que oler, gustar o tocar, excluyen algunos sentidos del estado paradisíaco. Tomás y, con él, la mayoría de los Padres rechazan esta amputación. El olfato de los beatos no estará privado de objeto: “¿Acaso no dice la Iglesia en sus cantos que el cuerpo de los santos emana un perfume suavísimo?” El olor del cuerpo glorioso, en su estado sublime, estará más bien privado de toda humedad material, como ocurre en las exhalaciones de una destilación (sicut odor fumalis evaporationis) . Y la nariz de los beatos, sin que humedad alguna lo impida, percibirá sus mínimos matices (mínimas odorum differentias). También el gusto ejercerá su función, sin necesidad de comida, quizá porque “en la lengua de los elegidos habrá un humor delicioso”. Y el tacto percibirá cualidades particulares de los cuerpos, que parecen anticipar esas propiedades inmateriales de las imágenes que los historiadores del arte moderno llamarán “valores táctiles”.
6. ¿Cómo entender la naturaleza “sutil” del cuerpo glorioso? Según una opinión que Tomás define como herética, la sutileza, como una especie de extrema rarefacción, volverá los cuerpos de los beatos parecidos al aire y al viento y, por lo tanto, penetrables por otros cuerpos. O tan impalpables que no podrán distinguirse de un soplo o un espíritu. Tal cuerpo podría entonces ocupar en el mismo instante el espacio ya ocupado por otro cuerpo, sea éste glorioso o no glorioso. Contra estos excesos, la opinión predominante defiende el carácter extenso y palpable del cuerpo perfecto. “El Señor resucitó con un cuerpo glorioso, y sin embargo era palpable, como dice el Evangelio: ‘Palpad y ved, porque un espíritu no tiene ni carne ni huesos’. Por lo tanto, también los cuerpos gloriosos serán palpables.” Y sin embargo, dado que estos cuerpos están totalmente sujetos al espíritu, ellos podrán decidir no impresionar el tacto y, por virtud sobrenatural, hacerse impalpables a los cuerpos no gloriosos.
7. Ágil es aquello que se mueve a voluntad sin fatiga ni impedimento. En este sentido, el cuerpo glorioso, perfectamente sometido al alma glorificada, será dotado de agilidad, es decir, estará “listo para obedecer de inmediato al espíritu en todos sus movimientos y en todos sus actos”. Una vez más, en contra de aquellos que pretenden que el cuerpo glorioso se desplace de un lugar a otro sin pasar por el espacio intermedio, los teólogos repiten que ello contradiría la naturaleza de la corporeidad. Pero en contra de aquellos que, al ver en el movimiento una especie de corrupción y casi una imperfección en relación al lugar, sostienen la inmovilidad de los cuerpos gloriosos, los teólogos hacen valer la agilidad como aquella gracia que conduce a los beatos de forma casi instantánea y sin esfuerzo adonde quieren. Como bailarines que se desplazan en el espacio sin un objetivo ni una necesidad, los beatos se mueven en los cielos sólo para exhibir su agilidad.
8. La claridad (claritas) puede entenderse de dos modos: como el brillar del oro, a causa de su densidad, o como el esplendor del cristal, en virtud de su transparencia. Según Gregorio Magno, el cuerpo de los beatos posee la claridad en ambos sentidos, es diáfano como el cristal e impenetrable por la luz como el oro. Y esa aureola de luz que emana del cuerpo glorioso puede ser percibida por un cuerpo no glorioso y puede variar en esplendor según la calidad del beato. La mayor o menor claridad de las aureolas es el único índice extremo de las diferencias individuales entre los cuerpos gloriosos.
9. En cuanto características y casi ornamentos del cuerpo glorioso, la impasibilidad, la agilidad, la sutileza y la claridad no presentan dificultades particulares. Se trata, en todo caso, de asegurar que los beatos tengan un cuerpo y que ese cuerpo sea el mismo que tenían en la Tierra, aunque incomparablemente mejor. Mucho más arduo y decisivo es el problema del modo en que este cuerpo ejerce sus funciones vitales, es decir, la articulación de una fisiología del cuerpo glorioso. El cuerpo, en efecto, resurge en su integridad y con todos los órganos que tenía en su existencia terrena. Los beatos tendrán entonces por los siglos de los siglos, según su sexo, un miembro viril y una vagina y, en todos los casos, un estómago e intestinos. Pero ¿con qué fin, si, como parece obvio, no deberán ni reproducirse ni alimentarse? Es cierto que en sus arterias y en sus venas circulará la sangre, pero ¿es posible que en su cabeza todavía tengan que crecer pelos y cabellos, y en la extremidad de sus dedos crecer inútil y fastidiosamente las uñas? Al afrontar estas delicadas cuestiones, los teólogos se encuentran con una aporía decisiva, que parece superar los límites de su estrategia conceptual, pero que constituye el locus en el que es viable pensar otro uso posible del cuerpo.
10. Tomás se ocupa del problema de la resurrección de los cabellos y las uñas (que, según parece, a algunos teólogos debían parecerles poco adecuados a la condición paradisíaca) justo antes del problema, no menos dificultoso, de la resurrección de los humores (sangre, leche, bilis negra, sudor, esperma, mucosidad, orina…). El cuerpo animado se dice “orgánico” porque el alma se sirve de sus partes como instrumentos. Entre éstos, algunos son necesarios para el ejercicio de una función (el corazón, el hígado, las manos), otros sirven más bien para la conservación de los primeros. De esta última especie son los cabellos y las uñas, que resurgirán en el cuerpo glorioso porque a su modo contribuyen a la perfección de la naturaleza humana. El cuerpo perfectamente depilado de las modelos y de las estrellas del cine porno es extraño a la gloria. Sin embargo, ya que sería difícil imaginar tiendas celestes de peluqueros y manicuras, debe pensarse (aunque los teólogos no se refieran a este tema) que, como la edad, también el largo de los cabellos y las uñas permanecerá inmutable por siglos.
En cuanto a los humores, la solución de Tomás muestra que ya entonces la Iglesia intentaba armonizar las exigencias de la teología con las de la ciencia. De entre los humores, en efecto, algunos –como la orina, la mucosidad, el sudor– son extraños a la perfección del individuo, en cuanto residuos que la naturaleza expulsa in via con-uptionis [en el camino de la corrupción]: por lo tanto, éstos no resucitarán. Otros sólo sirven para la conservación de la especie en otro individuo, a través de la generación (el esperma) y la nutrición (la leche). Para éstos tampoco está prevista la resurrección. Los otros humores familiares a la medicina medieval –sobre todo los cuatro que definen los temperamentos del cuerpo: sangre, bilis negra o melancolía, bilis amarilla y flema, y luego ros, cambium y gluten– resucitarán en el cuerpo glorioso porque están ordenados a su perfección natural y son inseparables de ella.
11. Es a propósito de las dos funciones principales de la vida vegetativa –la reproducción sexual y la nutrición– que el problema de la fisiología del cuerpo glorioso alcanza su umbral crítico. Si, en efecto, los órganos de estas funciones –testículos, pene, vagina, útero, estómago, intestinos– estarán necesariamente presentes en la resurrección, ¿cómo debe entenderse su función? “La generación tiene por fin la multiplicación del género humano, y la nutrición, la restauración del individuo. Después de la resurrección, sin embargo, el género humano habrá alcanzado el número perfecto que había sido preestablecido por Dios y el cuerpo ya no padecerá ni disminución ni crecimiento. Generación y nutrición ya no tendrán, pues, razón de ser.” Es imposible, sin embargo, que los órganos correspondientes sean completamente inútiles y vacuos (supervacanei), ya que en la naturaleza perfecta nada es en vano. Es aquí donde el problema de otro uso del cuerpo encuentra su primera, balbuceante formulación. La estrategia de Tomás es clara: se trata de separar el órgano de su función fisiológica específica. El fin de los órganos, como el de todo instrumento, es su operación; pero esto no significa que, si la operación falta, el instrumento se vuelve vano (frustra sit instrumentum). El órgano o el instrumento que ha sido separado de su operación y permanece, por así decirlo, en suspenso, adquiere, precisamente por ello, una función ostensiva, exhibe la virtud correspondiente a la operación suspendida. “El instrumento, en efecto, no sirve sólo para ejecutar la operación del agente, sino también para mostrar su virtud [ad ostendendam virtutem ipsius].” Así como en la publicidad o en la pornografía los simulacros de las mercancías o de los cuerpos exaltan sus atractivos en la medida misma en que no pueden ser usados, sino sólo exhibidos, las partes sexuales que quedan girando en el vacío muestran la potencia o la virtud de la generación. El cuerpo glorioso es un cuerpo ostensivo, cuyas funciones no son ejecutadas, sino mostradas; la gloria, en este sentido, es solidaria con la inoperosidad.
12. ¿Puede hablarse, para los órganos inutilizados e inutilizables del cuerpo glorioso, de un uso diferente del cuerpo? En Ser y tiempo, los instrumentos fuera de uso –por ejemplo, un martillo roto y por lo tanto inoperoso–salen de la esfera concreta del Zuhandenheit, del ser–a–la-mano, siempre listos para un posible uso, para entrar en la de la Vorhandenheit, de la mera disponibilidad sin objetivo. Esta no significa, sin embargo, otro uso del instrumento, sino simplemente su estar presente fuera de todo posible uso, que el filósofo asimila a una concepción alienada y hoy dominante del ser. Como los instrumentos humanos esparcidos por el suelo a los pies del ángel melancólico del grabado de Durero o como los juguetes abandonados por los niños después del juego, los objetos, separados de su uso, se vuelven enigmáticos y hasta inquietantes. En el mismo sentido, los órganos eternamente inoperosos en el cuerpo de los beatos, aunque exhiben la función generativa que pertenece a la naturaleza humana, no representan otro uso de esos órganos. El cuerpo ostensivo de los elegidos, en cuanto “orgánico” y real, está fuera de todo posible uso. Y quizás no hay nada más enigmático que un pene glorioso, nada más espectral que una vagina puramente doxológica.
13. Entre 1924 y 1926, el filósofo Sohn–Rethel vivió en Nápoles. Al observar la actitud de los pescadores que luchaban con sus barquitos a motor y la de los automovilistas que intentaban hacer arrancar sus viejísimos autos, formuló una teoría de la técnica que definía graciosamente como “filosofía de lo roto” (Philosophie des Kaputten). Según Sohn-Rethel, para un napolitano las cosas empiezan a funcionar sólo cuando son inutilizables. Esto quiere decir que el napolitano en realidad empieza a usar los objetos técnicos sólo desde el momento en que dejan de funcionar; las cosas intactas, que funcionan bien por su cuenta, lo irritan y le causan odio. Y sin embargo, clavándoles un trozo de madera en el punto justo o dándoles un golpe en el momento oportuno, logra hacer funcionar los dispositivos según sus propios deseos. Este comportamiento, comenta el filósofo, contiene un paradigma tecnológico más alto que el de uso corriente: la verdadera técnica comienza sólo cuando el hombre es capaz de oponerse al automatismo ciego y hostil de las máquinas y aprende a desplazarlas hacia territorios y usos imprevistos; como aquel muchacho que en una calle de Capri había transformado un motorcito roto de motocicleta en un aparato para hacer crema batida. De algún modo, aquí el motorcito continúa girando, pero con vistas a nuevos deseos y nuevas necesidades; la inoperosidad no se deja a sí misma, sino que deviene el pasaje o el “ábrete sésamo” de un nuevo uso posible.
14. En el cuerpo glorioso ha sido pensada por primera vez una separación del órgano de su función fisiológica. Sin embargo, la posibilidad de otro uso del cuerpo, que esta separación dejaba entrever, ha quedado inexplorada. En su lugar, lo reemplaza la gloria, concebida como el aislamiento de la inoperosidad en una esfera especial. La exhibición del órgano separado de su ejercicio o la repetición en vano de la función no tienen otro objetivo que la glorificación de la obra de Dios; exactamente como las armas y las insignias del general victorioso exhibidas en el triunfo son los signos y a su vez la efectuación de su gloria. Los órganos sexuales y los intestinos de los beatos no son más que el jeroglífico o el arabesco que la gloria divina inscribe en su propio emblema. Y la liturgia terrena –como la celeste– no hace más que capturar y desplazar continuamente la inoperosidad a la esfera del culto ad maiorem Dei gloriam [para mayor gloria de Dios].
15. En su tratado De fine ultimo humanae vitae, un teólogo francés del siglo XX se planteó el problema de si es posible atribuirles a los beatos el pleno ejercicio de la vida vegetativa. Y lo hizo, por razones comprensibles, para la facultad nutritiva (potestas vescendi) en particular. La vida corpórea, argumenta, consiste esencialmente en las funciones de la vida vegetativa. Por lo tanto, la restitución perfecta de la vida corpórea que tiene lugar en la resurrección no puede no implicar el ejercicio de estas funciones. “Parece más bien razonable que la potencia vegetativa no sólo no sea abolida en los elegidos, sino que de algún modo maravilloso [mirabiliter] sea aumentada.” El paradigma de esta persistencia de la función nutritiva en el cuerpo glorioso está en la comida que Jesús resucitado comparte con los discípulos (Lucas 24, 42-43). Con su usual e inocente pedantería, los teólogos se preguntan si el pescado asado que Jesús comió fue también digerido y asimilado, y si los restos de la digestión fueron eventualmente evacuados. Una tradición que se remonta a Basilio y a la patrística oriental afirma que las comidas ingeridas por Jesús –tanto en vida como después de la resurrección– eran asimiladas integralmente, de modo que no era necesaria la eliminación de restos. Según otra opinión, tanto en el cuerpo glorioso de Cristo como en el de los beatos la comida se transforma inmediatamente, a través de una especie de evaporación milagrosa, en una naturaleza espiritual. Pero esto implica –y Agustín fue el primero en deducir esta consecuencia– que los cuerpos gloriosos –para empezar, el de Jesús–, aun sin necesidad de alimentarse, mantienen de algún modo su potestas vescendi. En una especie de acto gratuito o de esnobismo sublime, los beatos comerán y digerirán el alimento sin tener necesidad alguna de ello. Contra la objeción de aquellos que observan que, puesto que la excreción (deassimilatio) es tan esencial como la asimilación, ello significa que en el cuerpo glorioso habrá un tránsito de materia de una forma a la otra –y, entonces, una forma de corrupción y de turpitudo [torpeza]–, el teólogo en cuestión afirma que en las operaciones de la naturaleza nada es abyecto en sí mismo. “Así como ninguna parte del cuerpo humano es en sí indigna de ser elevada a la vida de la gloria, ninguna operación orgánica debe ser considerada indigna de participar en ella […]. Es una falsa imaginación creer que nuestra vida corpórea sería más digna de Dios cuanto más diferente sea de nuestra condición presente. A través de sus altísimos dones, Dios no destruye las leyes naturales, sino que, por el contrario, las cumple y perfecciona con su inefable sabiduría.” Hay una defecación gloriosa, que sólo tiene lugar para exhibir la perfección de la función natural. Pero de su posible uso los teólogos no dicen ni una sola palabra.
16. La gloria no es más que la separación de la inoperosidad en una esfera especial: el culto o la liturgia. De este modo, aquello que era sólo el umbral que permitía el acceso a un nuevo uso se transforma en una condición permanente. Por lo tanto, un nuevo uso del cuerpo sólo es posible si le arranca la función inoperosa a su separación, sólo si logra hacer coincidir en un único lugar y en un único gesto el ejercicio y la inoperosidad, el cuerpo económico y el cuerpo glorioso, la función y su suspensión. La función fisiológica, la inoperosidad y el nuevo uso insisten en el único campo de tensión del cuerpo y no se dejan separar de él Porque la inoperosidad no es inerte, sino que, en el acto, hace aparecer la misma potencia que en él se ha manifestado. En la inoperosidad, no es la potencia la que es desactivada, sino sólo los objetivos y las modalidades en los que su ejercicio había sido inscripto y separado. Y es esta potencia la que ahora deviene el órgano de un posible nuevo uso, el órgano de un cuerpo cuya organicidad se ha vuelto inoperosa y suspendida.
Usar un cuerpo y servirse de él como instrumento para un fin no son, de hecho, la misma cosa. Pero tampoco se trata aquí de la simple e insípida ausencia de un fin, con la que muchas veces se confunden la ética y la belleza. Se trata, más bien, de volver inoperosa una actividad destinada a un fin, para disponerla a un nuevo uso, que no abole el viejo, sino que insiste en él y lo exhibe. Tal como hacen el deseo amoroso y la así llamada perversión cada vez que usan los órganos de la función nutritiva y reproductiva para desviarlos –en el acto mismo de su ejercicio– de su significado fisiológico hacia una nueva y más humana operación. O el bailarín, cuando deshace y desorganiza la economía de los movimientos corporales para reencontrarlos en su coreografía intactos y, a la vez, transfigurados. El cuerpo humano en su simple desnudez no es desplazado aquí hacia una realidad superior y más noble: más bien es como si, liberado del sortilegio que lo separaba de sí mismo, ahora accediera por primera vez a su verdad. De este modo –en cuanto se abre al beso–, la boca se vuelve realmente boca, las partes más íntimas y privadas se vuelven el lugar de un uso y un placer compartidos, los gestos habituales se vuelven la escritura ilegible cuyo significado oculto el bailarín descifra para todos. Porque –en cuanto tiene por órgano y objeto una potencia– el uso no puede ser nunca individual y privado, sino sólo común. Así como, en palabras de Benjamin, la satisfacción sexual, que ha vuelto el cuerpo inoperoso, separa el vínculo que une al hombre con la naturaleza, así, el cuerpo que contempla y exhibe en los gestos su potencia accede a una segunda y última naturaleza, que no es sino la verdad de la primera. El cuerpo glorioso no es otro cuerpo, más ágil y bello, más luminoso y espiritual: es el mismo cuerpo, en el acto en que la inoperosidad lo libera del encanto y lo abre a un posible nuevo uso común.
En Desnudez