La Abstracción fue la gran aventura del arte moderno. En su fase “irruptora”, primitiva, original, ya sea expresionista o geométrica, formaba todavía parte de una historia heroica de la pintura, de una deconstrucción de la representación y de un relumbre del objeto. Al volatilizar su objeto, es el objeto mismo de la pintura el que se aventura a los confines de su propia desaparición. Pero las formas múltiples de la abstracción contemporánea (y también la Nueva Figuración) están más allá del avatar revolucionario, más allá de la desaparición “en el acto”: no aportan más que una traza en el campo indiferenciado, banalizado, desintensificado de nuestra vida cotidiana, la banalidad de las imágenes que ha entrado en las costumbres. La Nueva Abstracción, la Nueva Figuración, no se oponen más que en apariencia; de hecho trazan por igual la desencarnación de nuestro mundo, ya no en su fase dramática, sino en su fase banalizada. La abstracción de nuestro mundo se adquiere de aquí en adelante, y desde hace tiempo, en todas las formas de arte en un mundo indiferente, portando los mismos estigmas de la indiferencia. No se trata ni de una negación ni de una condena, así son las cosas. Una pintura actual auténtica debe ser también indiferente a sí misma porque el mundo la ha convertido en eso, una vez desvanecidas las puestas en juego esenciales. El arte en su conjunto no es otra cosa que el metalenguaje de la banalidad. ¿Será posible que esta simulación desdramatizada pueda seguir al infinito? Cualquiera que sean las formas mismas de que nos sirvamos, nos hemos dirigido durante mucho tiempo hacia el psicodrama de la desaparición y de la transparencia. No hace falta engañarnos con una falsa continuidad del arte y de su historia.
En breve, y para retomar la expresión de Benjamin, existe un aura del simulacro así como había un aura de lo original, hay una simulación auténtica y una simulación inauténtica.
Esto puede resultar paradójico, pero es cierto: hay una “verdadera” y una “falsa” simulación. Cuando Warhol pinta sus Sopas Campbell en los años sesenta, se trata de un atisbo del brillo de la simulación y de todo el arte moderno: de un solo golpe, el objeto-mercancía, el signo-mercancía se vuelve sagrado de una manera irónica: es el único ritual que nos queda, el ritual de la transparencia. Sin embargo, cuando pinta las Soup Boxes en 1986, ya no hay fulgor, ya está en el estereotipo de la simulación. En 1965, se atacaba el concepto de originalidad de una manera original. En 1986, se reproduce la inoriginalidad de una manera poco original. En 1965, es todo el traumatismo estético de la mercancía irrumpiendo en el arte, tratado de una forma al mismo tiempo ascética e irónica (el ascetismo de la mercancía, su lado a la vez puritano y férrico, enigmático, como decía Marx) y que simplifica de un solo golpe la práctica artística. La genialidad de la mercancía, el genio maligno de la mercancía, suscita una nueva genialidad del arte: el genio de la simulación. Nada queda de esto en 1986, o se trata simplemente del genio publicitario que viene a ilustrar una nueva fase de la mercancía. Es de nuevo un arte oficial que viene a estetizar la mercancía, que recae en la estetización cínica y sentimental que estigmatizaba Baudelaire. Se puede pensar que se trata de una ironía superior más que de rehacer la misma cosa veinte años después. No lo creo así. Yo creo en el genio (maligno) de la simulación, no en su fantasma. Ni en su cadáver, aunque sea en estéreo. Sé que dentro de algunos siglos no habrá ninguna diferencia entre una villa pompeyana verdadera y el museo Paul Getty en Malibu, ni tampoco alguna diferencia entre la Revolución Francesa y su conmemoración olímpica en Los Angeles durante 1989, sin embargo nosotros vivimos todavía en esa diferencia.