Desde Estambul, Turquía.
Comienzo este comentario extendido aclarando que no soy una especialista de cine ni pretendo rozar con este escrito la labor del crítico de la filmografía. Solo soy una buscadora incipiente del buen cine, del que me conmueva, del que me lleve a conocer otras formas de interpretar la realidad, del cine en el que me vea reflejada, etc. Sirva esto como una forma de agradecimiento a ese documental llamado ‘Araya’, que cumple 60 años desde su triunfo en el Festival de cine de Cannes.
Había venido escuchado de un tiempo para acá el cine documental llamado ‘Araya’ de Margot Benacerraf2 y recientemente había leído una tesis de pregrado de excompañeros de estudio (Francisco Gatell y Dayana Solórzano, actuales licenciados en Historia) donde la comentaban. La edición de esta tesis, convertida ya en libro, me motivó más a ver cine venezolano. Aunque debo reconocer que ya mantenía una especie de fascinación con él, pese a sus limitaciones, sus fantasmas, su tema recurrente de la violencia, la prostitución, los esteriotipos comúnes, entre otros; más allá de lo que diga o exprese nuestro cine venezolano, reconozco familiar esa percepción, ese cómo nos vemos, esas críticas pero también esas obsesiones, esa lucidez de ideas y también esas taras ideológicas, por más que no me haga eco o no comulgue con todas en esa concepción de la producción fílmica venezolana.
Hoy exactamente he culminado de ver ‘Araya’ por segunda vez. La primera, hace un par de días atrás, me dejó extasiada con su palestra fotográfica, el texto que va entre lo histórico, lo poético y lo cotidiano, la voz del narrador, la música que es una mezcla de sabor que ronda entre lo experimental y vanguardista del siglo XX a lo popular de la península con sus cantos, la simpleza y lo rudo de lo que ahí se describe. Quedé prendida. A mi asombro se le sumó el no saber que una propuesta como esa se hizo en Venezuela en 1959. No la pude relacionar con otras producciones fílmicas venezolanas y es lo que más me ha encantado: el hecho de que en mí está como aislada, no cayó en los patrones típicos, aborda una realidad diferente donde casi la única voz que escuchamos es la de José Ignacio Cabrujas3 como narrador, con algunas intervenciones de los protagonistas, que dado el formato de la película, sus voces foman, más bien, parte de la música que ambienta la misma. No es sobre el caos citadino de Caracas o de las demás ciudades del país, no es sobre la llanura (otro espacio que lo hemos abordado incansablemente en la literatura escrita y fílmica), pilar fundamental en nuestro imaginario colectivo ideosicrásico. Araya4 es un mundo autónomo de hombres y mujeres de sal, de ‘‘una tierra donde todo proviene del mar’’, donde la sal determina tu horario de despertar, tu horario de dormir, la piel, el físico, el hogar, las relaciones con los demás, hasta tus actos fúnebres. Quien no vive para y por la sal no puede vivir en sus recovecos y rinconeras. La sal pide trabajarla desde que apenas tienes pocos años de vida y una vez que tocas su aspereza no hay descanso, no hay días libres, no hay plazos ni treguas.
En el filme uno de los primeros comentarios que hace el narrador es ‘‘todo allí era desolación, viento y sol’’, para luego adentrarnos en un breve paseo histórico por la época de la colonia y cómo Araya se convirtió en el centro de la piratería del Caribe. Después de esta brevedad nos sitúa en los últimos años de la década de los 50. Comienza así la narración de la vida de los hombres y mujeres de sal, aquella inmensidad del espacio natural, las grandes pirámides de sal y la cantidad de hombres que trabajan como hormigas con la carga de la sal encima de sus cabezas. Son otras también las faenas que cubre la película, como por ejemplo, el cómo los saleros de día recogen el producto, la manufactura de las mujeres empacadoras, las vendedoras de pescado, las alfareras y la vida íntima de las familias. No puedes crear una comunicación con los personajes porque simplemente estás destinado a ver su cotidianidad, sin la intervención de algún elemento externo, es solamente como si la cámara no estuviese ahí pero a su vez te sientes parte de la familia de Beltrán Pereda, de Dámaso Salazar o de Adolfo Ortiz, porque estás perennemente observando los gestos y rituales de la sal.
Todo esto ha sido abordado con un discurso increíblemente poético, que cuenta con la palabra y este uso de la cámara en todas sus tomas. Podemos ver así una escena donde cuatro mujeres empacadoras caminan luego de culminar su jornada hacia sus hogares. La cámara con una toma desde arriba nos permite apreciar el caminar de aquellas mujeres en fila india, en movimientos que parecen sincronizados y en donde la voz de Cabrujas comenta lo siguiente: ‘‘Esta madrugada, cuando apenas el barco de la sal asomó en el horizonte, la sirena penetró en lo más profundo de las casas, quebró sus sueños y las llevó de nuevo al pie de los pillotes a palear, a coser, a pesar.’’ O mientras Isabel pregona con su canto típicamente oriental: ‘‘Corocoro fresco, carite, chicharra…’’ y el narrador comenta solemnemente: ‘‘Eran, habían dicho, un país de una riqueza fabulosa. Un país donde nada cambia, donde el sol golpea con más y más fuerza, donde el polvo está más y más quemado. Donde nada crece.’’ Es un juego poético entre la palabra y lo visual que construye cada escena de la película.
Por último, nos queda el sabor de un país. Un país de final de década de mitad del siglo pasado donde existe una problemática como Araya: con unas condiciones de vida y laborales infrahumanas, con una dieta sustentada en su mayoría a base de pescado y maíz, de un espacio geográfico donde lo árido producido por el sol y la sal crea un ambiente en su totalidad desolado de vegetación. Escasez de agua potable y la sed permanente. Casas que no son totalmente hogares sino dormitorios en donde los hombres y mujeres de la sal descansan pocas horas al día de su eterna labor. Será también el final de esta forma antigua de explotación de la sal, ‘‘En esta tierra [donde] nada crece y toda vida proviene del mar’’, dándole espacio a las maquinarias modernas y al nuevo modo de explotación del mineral. Acá el filme nos presenta esta nueva etapa (y última de la película) en Araya con imágenes de una velocidad más impetuosa y con una música que vaticina violencia, cambios, ruidos y otras formas estéticas del espacio geográfico.
Termino comentando que Araya ha sido una de las experiencias de disfrute fílmico más increíbles que he tenido y que la impresión que me he dado no podrá hacerle justicia, jamás, este comentario.
1‘‘La sensitiva’’ es el nombre de una lancha que los pescadores utilizan para pescar. Su nombre lo vemos con frecuencia en el rodaje de la película.
2Cineasta, guionista y productora venezolana de origen sefardí.
3Dramaturgo, escritor de novelas y artículos, además de actor venezolano.
4Araya es una localidad en Venezuela, perteneciente al estado Sucre. Famosa por sus salinas, playas y paisajes naturales.