Céline en D’un Château l´Autre se define de un modo asombroso: su adaptación a los poderosos de Sigmaringen; su situación paranoica, de la que es siempre consciente; estaba realmente en peligro (la guerra toca a su fin. El gobierno de Pétain y sus personalidades más relevantes se encuentran huidos en Sigmaringen). Mientras escribe este libro, sobre acontecimientos que remontan por lo menos a doce años atrás, se fragua en él un nuevo odio: contra los que le exhortan a escribir, sus editores: «Achille» es Gaston Gallimard.
Su papel de médico, en Sigmaringen, le pone en contacto con toda la gente de allí. El coronel médico, uniformado, enfermo de la próstata y a quien él reconoce. La dueña del hotel, a quien él acaba de dar una inyección, que, desnuda, le pide que le entregue a su mujer una «barisina» porque está enamorada de ella. Y el comandante de las SS, miembro de una familia noble a quien trata con especial cautela. Todo el mundo reclama sus servicios como médico. Le tienen respeto desde que sabe que tiene mano con Zyankali.
Céline convierte todo lo que le ocurre en algo masificado. En esto es muy impreciso como todos los paranoicos; pero uno tiene la sensación de un peligroso hervidero de vitalidad -una vida que, por otra parte, resulta detestable-. En este libro no es tan generoso con los «juifs» como antes. Pero todo alemán es un «boche», y en este autor la palabra contiene todo el desprecio del que es capaz. Este libro son unas memorias exhaustivas de un hombre que, las más de las veces -en realidad, siempre-, se siente perseguido. En eso estriba también el secreto de por qué esta obra se lee tan bien. Céline se siente siempre en peligro, y este sentimiento se transmite al lector. Céline se lee con la misma facilidad con la que la mayoría de la gente lee novelas policíacas. No retrocede ante ninguna expresión desagradable; esto es lo que da a su obra esta apariencia de continua verdad.
Céline ha visto mucho, primero como médico, luego por su destino aventurero. Uno se maravilla de que no todos los médicos vean la vida como él. A él no se la ha endurecido la piel como a los demás médicos. Tal vez esto tenga que ver con el hecho de que fue siempre médico de los pobres. El sentimiento de la importancia que en él tiene ser escritor – un sentimiento del que, sin duda, no carece Céline – aparece de una forma distinta a como aparece en otros escritores. Le da derecho a atacarlo todo. Pero, al revés de lo que ocurre con otros, no tiene presunción alguna: para él, todos los fenómenos de la vida, incluso los suyos propios, son demasiado cuestionables.
Es un gran falsificador, aunque solo sea por lo masificado de casi todas las escenas que él rememora. Con todo, en él hay relatos cómicos de gran fuerza que tienen algo de Rabelais. Relatos sobre diálogos con personas determinadas: la escena con Laval y Brisselone, o la de Abetz y Chateaubriand. Es un narrador de vieja escuela; esto podría llenarnos de esperanza en relación con el arte de narrar. Interrumpe constantemente su relato con digresiones que le quitan a éste su trivialidad. Su visión del sexo es la que cabe esperar de un médico, y además completamente convincente. A las mujeres odia casi más que a los hombres. La ridícula autoglorificación del sexo que hace insoportable a Miller y a sus seguidores está tan ausente de él como podría estarlo de un teólogo medieval.
Céline se ha sentido casi siempre mal; esta circunstancia la concilia un poco con su talante hostil, que es indiscriminado y monstruoso. No arremete contra los hombres que hoy están mal visto en Francia; cuando, con su manera de presentar los hechos, se defiende a sí mismo, los defiende también a ellos. Tiene unas formas muy aristocráticas, lo que en su medio es sorprendente. Odia todo poder y toda adoración.
close
No te pierdas nada

¿Quieres recibir nuestro contenido?

¡No hacemos spam!