Una se pregunta qué diablos está en juego en el porno que hace que el dominio X tenga tal poder blasfematorio. Basta con que nos muestren un rabo enorme taladrando un coño depilado para que un buen número de nuestros contemporáneos se santigüe mientras cierra el ano. Algunos, haciendo como si ya estuvieran de vuelta, repiten: «eso no tiene ningún interés» pero basta con caminar cien metros por la ciudad con una actriz porno para darse cuenta de lo contrario. O con echar un vistazo en internet a la prosa antiporno. Los que se ofuscan cuando se trata de prohibir una caricatura religiosa, «no estamos en la Edad Media, es el colmo», ya no tienen las ideas tan claras cuando se trata de clítoris y de cojones. Asombrosas paradojas del porno.
Las afirmaciones circulan de forma tanto más perentoria puesto que siguen sin ser verificadas. Entretanto se sigue haciendo responsable al porno de las violaciones colectivas, de la violencia entre los sexos, de las violaciones en Bosnia o en Ruanda. Se lo compara incluso con las cámaras de gas… Sólo una cosa parece surgir de todo esto con claridad: filmar el sexo no es anodino. Los artículos y los libros consagrados a la cuestión son extraordinariamente numerosos. Los estudios serios son muchos menos, y raramente se molestan en investigar las reacciones de los hombres consumidores de porno. Preferimos imaginar lo que les pasa por la cabeza que preguntarles directamente.
David Loftus en su libro Watching sex, how men really respond to pornography pregunta precisamente a cien personas de sexo masculino, de diversos perfiles, sobre sus reacciones frente al porno. Todos dicen haber descubierto el porno antes de la edad legal. De la muestra de consumidores analizada por Loftus, ninguno de los hombres dice haberse sentido mortificado. Al contrario, el descubrimiento del material pornográfico está asociado para ellos con un recuerdo agradable, constructivo de su masculinidad de formas distintas, ya sea lúdicamente o de forma excitante. A excepción de dos hombres, ambos homosexuales, que explican cómo al principio les fue difícil porque sabían, confusamente, que les gustaban los hombres, pero sin haberlo formulado claramente. En estos dos casos, la visión del material pornográfico les obligó a identificar claramente su atracción.
Para mí este experimento ofrece una pista interesante para comprender la violencia del rechazo a menudo fanático, al borde del pánico, que suscita el porno. Los militantes despavoridos reclaman la censura y la prohibición a gritos como si les fuera la vida en ello. Esta actitud resulta objetivamente sorprendente: ¿Amenaza la seguridad del Estado un primer plano de una polla que penetra a una chica a cuatro patas? Las páginas web antiporno son más numerosas y vehementes que las páginas contra la guerra en Iraq, por ejemplo. Asombroso vigor contra algo que no deja de ser un simple género cinematográfico.
El problema que plantea el porno reside en el modo en el que golpea el ángulo muerto de la razón. Se dirige directamente al centro de las fantasías, sin pasar por la palabra ni por la reflexión. Primero nos empalmamos o mojamos, después nos preguntamos por qué. Los reflejos de autocensura se ven trastocados. La imagen porno no nos deja elección: esto te excita, esto te hace reaccionar. Nos hace saber dónde hay que apoyarse para ponerse en marcha. Ahí está su mayor fuerza, su dimensión casi mística. Por eso se crispan y gritan tanto los militantes antiporno. Rechazan que se hable directamente a su propio deseo, que se les fuerce a saber algo sobre sí mismos que han decidido ignorar o acallar.
El porno presenta un verdadero problema: libera el deseo y le promete satisfacción demasiado rápido como para permitir una sublimación. En este sentido, cumple una función mediadora, relaja la tensión en nuestra cultura entre delirio sexual abusivo (en la ciudad, los signos que llaman al sexo nos invaden literalmente el cerebro) y rechazo exagerado de la realidad sexual (no vivimos en una gigantesca orgía perpetua, las cosas permitidas o posibles son más bien relativamente pocas). El porno interviene aquí como una liberación psíquica, para equilibrar la diferencia de presión. Pero aquello que resulta excitante a menudo es socialmente molesto. Pocos son aquellos y aquellas capaces de asumir en público lo que les pone a cien en la vida privada. A veces, ni siquiera tenemos ganas de hablar de ello con nuestros compañeros sexuales. El dominio de lo privado, lo que me hace mojar. Porque la imagen que ello da de mí es incompatible con mi identidad social cotidiana.
Nuestras fantasías sexuales hablan de nosotros, en la manera desplazada de los sueños. No dicen nada de lo que deseamos que ocurra de facto.
Es evidente que muchos hombres heterosexuales se empalman pensando en ser penetrados por otros hombres, o ser humillados, sodomizados por una mujer, del mismo modo que es evidente que muchas mujeres se excitan con la idea de ser violentadas; de participar en un gang bang o de ser folladas por otra mujer. El porno también nos puede molestar porque revela que somos inexcitables mientras que nos imaginamos a nosotros mismos como calentones insaciables. Aquello que nos excita o que no nos excita proviene de zonas incontrolables, oscuras y pocas veces en acuerdo con lo que deseamos conscientemente. He aquí el interés de este género cinematográfico, si nos gusta soltar amarras y perder la razón, he aquí también el peligro de este tipo de cine, precisamente si tenemos miedo de no poder controlarlo todo.
Pedimos demasiado a menudo al porno que sea una imagen de lo real. Como si el porno ya no fuera cine. Reprochamos a las actrices, por ejemplo, que finjan el placer. Están ahí para eso, se les paga para eso, han aprendido a hacerlo. No se le pide a Britney Spears que tenga ganas de bailar cada tarde que sale a actuar. A eso es a lo que viene, nosotros pagamos para verlo, cada uno hace su trabajo y nadie se queja al salir diciendo: «yo creo que simulaba». El porno debería decir la verdad. Algo que nunca pedimos al cine, esencialmente una técnica de ilusión.
Le pedimos al porno precisamente lo que nos asusta de él: que diga la verdad sobre nuestros deseos. Yo, yo no sé nada, sobre por qué es tan excitante ver a otras personas follando y diciéndose guarradas. El caso es que funciona. Es mecánico. El porno revela crudamente ese otro aspecto de nosotros mismos: el deseo sexual es una mecánica, nada complicada de poner en marcha. Y sin embargo, mi libido es compleja, lo que dice de mí no siempre me agrada, no siempre encaja con lo que a mí me gustaría ser. Pero puedo preferir saberlo, en lugar de esconder la cabeza y decir lo contrario de lo que sé de mí, para preservar una imagen social tranquilizadora.
Los detractores del género se quejan de la pobreza del porno, y pretenden que solo existe un único tipo de porno. Les gusta hacer circular la idea según la cual este sector no es creativo. Y esto es falso. El sector está dividido en subgéneros distintos: las películas de 35 mm de los años 70 son diferentes de las películas amateur que aparecen con el vídeo, y éstas son diferentes de las viñetas hechas con teléfonos móviles, con las webcams o de las actuaciones Uve de internet. Porno chic, alt-porn, post-porn, gang bang, gonzo, SM, fetichismo, bondage, uro-scato, películas temáticas —con mujeres maduras, pechos enormes, pies bonitos, culos bonitos—, películas con transexuales, películas gays, películas lesbianas. Cada género porno tiene su propio programa, su historia, su estética. Del mismo modo, el cine porno alemán no gira en torno a las mismas obsesiones que él cine japonés, italiano o estadounidense. Cada parte del mundo tiene sus especificidades pornográficas.
Lo que escribe realmente la historia del porno, lo que la inventa y lo define es la censura. Aquello que prohibimos mostrar es lo que va a marcar cada cine porno, buscando modos interesantes de soslayar los límites.
Con las aberraciones y los contraefectos más o menos alienantes que ello supone: en Francia, las cadenas de televisión privadas definen lo que se puede mostrar o no. Ni escenas de violencia ni de sumisión, por ejemplo. Hacer porno sin pasar por ciertas obligaciones es como patinar sobre hielo sin las cuchillas. Buena suerte… También se prohíbe el uso de objetos: dildos, cinturones-polla. Se prohíbe el porno lesbiano y toda imagen de un hombre siendo penetrado… Con la excusa de proteger la dignidad de las mujeres.
No se sabe muy bien por qué la dignidad de las mujeres se verá especialmente atacada por la utilización de un cinturón-polla. Sabemos que tienen suficientes recursos para comprender que una escena SM no implica que ellas quieran que las azoten cuando lleguen a la oficina, ni que las amordacen cuando friegan los platos. Sin embargo, basta con encender la tele para ver mujeres en posiciones humillantes. Las prohibiciones son las que son y tienen su justificación política (el SM debe seguir siendo un deporte de élite, el pueblo es incapaz de entender su complejidad, le haría daño). En todo caso, la «dignidad» de la mujer nos viene como anillo al dedo cuando se trata de limitar la expresión sexual…
Las condiciones en las que trabajan las actrices, los contratos aberrantes que firman, la imposibilidad de controlar su imagen cuando abandonan la profesión, o de que les retribuyan cada vez que se utiliza su imagen, esta dimensión de su dignidad no interesa a los censuradores. El hecho de que no exista ningún centro de ayuda especializado al que las actrices porno puedan acudir en busca de información sobre las particularidades de su profesión no inquieta en absoluto a los poderes públicos. Hay una dignidad que les preocupa y otra que no interesa a nadie. Pero el porno se hace con carne humana, con la carne de la actriz. Y al final, solo suscita un único problema moral: la agresividad con la que se trata a las actrices porno.
Estamos hablando aquí de mujeres que deciden ejercer esta profesión cuando tienen entre dieciocho y veinte años. Es decir, durante un período particular de la vida en el que la expresión «consecuencias a largo plazo» tiene menos sentido que el griego clásico. Los hombres maduros no se avergüenzan de seducir a chicas que acaban de salir de la infancia, les parece normal hacerse una paja mirando culos apenas púberes. Es un problema de adultos, eso es asunto suyo, deberían asumir las consecuencias. Por ejemplo, siendo particularmente atentos y amables con las chicas aún jóvenes que aceptan satisfacer sus apetitos. Pues bien, en absoluto: les da rabia que ellas se hayan tomado la libertad de hacer exactamente lo que ellos deseaban ver. Toda la elegancia y la coherencia masculina resumidas en una actitud: «Dame lo que quiero, te lo suplico, para que yo pueda después escupirte en la cara».
La chica que hace porno lo sabe nada más entrar en la profesión, todo el mundo se lo repite, para que no se haga ilusiones: no habrá reconversión. Decididamente, a las mujeres las queremos sobre todo cuando están en peligro. Marcadas, el colectivo se preocupa de que paguen el precio más alto por haberse apartado del camino recto y por haberlo hecho públicamente.
Yo lo he visto de cerca, al co-dirigir la película Fóllame con Coralie Trinh-Thi. Que su figura deje a los señores ensimismados, que la recuerden emocionados, por qué no. Pero el empeño con el que después se le niega el derecho de ser capaz de hacer otra cosa que no sea porno es molesto. Si ella era codirectora de la película solo podía ser porque a mí se me había antojado. Poco importa cuál sea el argumento, la cuestión es que el caso esté cerrado en treinta segundos: ilegítima. No podía ser una criatura sulfurosa y mostrar después invención, inteligencia y creatividad. Los hombres no querían ver al objeto de sus fantasías salir del marco particular en el que lo habían encerrado; las mujeres se sentían amenazadas por su simple presencia, inquietas del efecto que su status provocaba en los hombres. Los unos y las otras se ponían de acuerdo en un punto esencial: había que cerrarle la boca, interrumpirla, impedir que hablara. Incluso en las entrevistas en las que se publicaban sus palabras, éstas se me atribuían a mí. No me centro aquí en algunos casos aislados, sino en reacciones casi sistemáticas. Era necesario hacerla desaparecer del espacio público. Para proteger la libido de los hombres, a quienes les gusta que el objeto de su deseo se quede donde y como debe estar, es decir desencarnado, y sobre todo mudo.
Del mismo modo que resulta crucial para el político encerrar la representación visual del sexo en guetos delimitados, claramente separados del resto de la industria con el fin de recluir el porno en el lumpenproletariado del espectáculo, resulta crucial encerrar a las actrices porno a través de la condena, la vergüenza y la estigmatización. No es que ellas no sean capaces de hacer nada más que porno, ni que no quieran hacerlo, es que todo está organizado para asegurar que ello no sea posible.
Las chicas que se meten en el sexo pagado y que, siendo autónomas, obtienen un beneficio concreto de su posición de hembras, deben ser castigadas públicamente. Han transgredido, no han jugado el papel ni de la buena madre ni de la buena esposa, y todavía menos el de la mujer respetable —no hay una manera más clara de salirse de esta categoría que haciendo porno—, así que deben ser excluidas de la sociedad.
Es la lucha de clases. Los dirigentes interpelan a las que han querido liberarse, tomar el ascensor social al asalto y obligarlo a ponerse en marcha. El mensaje es político, va de una clase a la otra. La mujer no tiene otra perspectiva de ascenso social que el matrimonio, es necesario que no lo olvide. El equivalente del porno para los hombres es el boxeo. Tienen que demostrar agresividad y arriesgarse a destruir sus propios cuerpos para divertir a los ricos. Pero los boxeadores, incluso los negros, son hombres. Tienen derecho a este margen mínimo de movilidad social. Las mujeres no.
Cuando Valery Giscard d’Estaing prohíbe el porno en los cines, en los años 70, no lo hace respondiendo a una protesta popular —la gente no salió a la calle gritando «no podemos más»— o a un aumento de los problemas sexuales. Lo hace porque las películas porno tienen demasiado éxito: el pueblo llena las salas y descubre la noción de placer. El presidente protege al pueblo francés de sus ganas de ir al cine a ver buenas películas de sexo, A partir de ese momento, el porno será objeto de una censura económica asesina. Ya no habrá posibilidad de realizar películas ambiciosas, de filmar el sexo como se filma el cine bélico, romántico o de gangsters. Se dibujan así las fronteras del gueto, sin ninguna justificación política. La moral que se protege es la que vela por que los dirigentes sean los únicos que tengan la experiencia de una sexualidad lúdica. El pueblo tiene que estarse quieto, sin duda demasiada lujuria podría interferir en su rendimiento en el trabajo.
No es la pornografía lo que molesta a las élites, sino su democratización. Cuando la revista Le Nouvel Observateur titula —en 2000, a propósito de la prohibición de Fóllame— «Pornografía, el derecho a decir que no», no se trata de prohibir a la gente cultivada el acceso a los escritos de Sade, ni de cerrar las columnas de los periódicos dedicadas a los anuncios para lectores generosos y salaces. Nadie se hubiera extrañado al encontrarse a esos virulentos antiporno en compañía de jóvenes putas o en los clubs de intercambio de parejas. Es el libre acceso a aquello que debe seguir siendo el dominio de unos privilegiados a lo que Le Nouvel Observateur reclama el derecho a decir que no. La pornografía es el sexo puesto en escena, ritualizado. Porque, por un número de magia conceptual que nos sigue resultando opaco, lo que es bueno para unos, léase aquí libertinaje, supondría un peligro para las masas frente al cual hay que protegerlas.
En el discurso antipornográfico nos perdemos rápidamente pero ¿quién es la víctima? ¿Las mujeres que pierden toda dignidad a partir del momento en el que se comen una polla? ¿O los hombres, demasiado débiles e incapaces de controlar su deseo de ver sexo y de comprender que se trata únicamente de una representación?
La idea según la cual la pornografía se articula únicamente en torno al falo resulta sorprendente. Lo que vemos son, en realidad, cuerpos de mujeres. Y a menudo cuerpos sublimados de mujeres. ¿Hay algo más inquietante que una actriz porno? Ya no estamos en el dominio de la «bunny girl», de la chica de la puerta de al lado, que no da miedo, que es de fácil acceso. La actriz porno es la liberada, la mujer fatal, la que atrae todas las miradas y provoca forzosamente una inquietud, ya sea ésta deseo o rechazo. ¿Pero por qué nos dan pena estas mujeres que poseen todos los atributos de la bomba sexual?
Tabatha Cash, Coralie Trinh Thi, Karen Lacaume, Rafaela Anderson, Nina Roberts: lo que me ha llamado la atención al estar junto a ellas no es que los hombres las trataran como a una mierda, ni que ellos dominaran la situación. Al contrario, nunca antes había visto a los hombres tan impresionados. Si es verdad, como afirman a gritos, que nada es tan bonito para una mujer como hacer soñar a los hombres, ¿por qué siguen compadeciendo a las actrices porno? ¿Por qué el cuerpo social insiste en hacer de ellas víctimas, cuando en realidad lo tienen todo para ser las mujeres más realizadas en términos de seducción? ¿Qué tabú se ha transgredido aquí que merezca una movilización tan febril?
La respuesta, después de haber visto centenares de películas porno, me parece simple: en las películas, la actriz porno despliega una sexualidad masculina. Para ser más precisa, se comporta exactamente como un marica en un backroom. Tal y como se la representa en las películas, quiere sexo, con cualquiera, quiere que se la metan por todos los agujeros y quiere correrse cada vez. Como un hombre si éste tuviera un cuerpo de mujer.
Si observamos una película porno heterosexual, siempre es el Cuerpo femenino el que resulta valorizado, el que es mostrado, es el cuerpo que cuenta para producir un efecto. No se pide lo mismo de un actor porno, se le pide que se empalme, que se agite, que saque su esperma. El espectador de una película porno se identifica sobre todo con la actriz, más que con el protagonista masculino. Del mismo modo que en cualquier otra película nos identificamos espontáneamente con el personaje valorizado. El porno es también la manera que tienen los hombres de imaginar lo que ellos harían si fueran mujeres, cómo se esforzarían en dar placer a otros hombres, siendo buenas putitas y comiéndose todas las pollas. Se evoca a menudo la frustración de lo real, comparada con la puesta en escena pornográfica, esa realidad en la que los hombres deben follar con mujeres que no se les parecen, o al menos no muy a menudo. En este sentido resulta interesante notar que las mujeres «reales» que acumulan los signos de la feminidad, las que repiten doce veces a lo largo de una conversación que ellas se sienten «tan mujeres», y que participan de una sexualidad compatible con la de los hombres, a menudo son las más viriles. La frustración de lo real es el duelo que los hombres deben realizar si quieren entrar en la heterosexualidad, el duelo de la posibilidad de follar con hombres que tengan atributos externos de mujeres.
El porno, fácilmente denunciado por su capacidad de perturbar la relación que la gente tiene con el sexo, es en realidad un ansiolítico. Por eso lo atacamos con virulencia. Es importante que la sexualidad nos dé miedo. En la película porno sabemos que la gente va a «hacerlo», esta posibilidad no nos inquieta, mientras que sí lo hace en la vida real. Follar con alguien desconocido da siempre un poco de miedo, a menos que se esté muy borracho. Es incluso una de las cosas más interesantes del asunto. En el porno sabemos que los hombres se empalman, que las mujeres se corren. No podemos vivir en una sociedad espectacular invadida por representaciones de seducción, de flirteo, de sexo, y no ser capaces de entender que el porno es un espacio de seguridad. No estamos dentro de la acción, podemos ver cómo otros los hacen, cómo saben hacerlo, con la mayor tranquilidad. Aquí, las mujeres están contentas del servicio que se les ha ofrecido, los hombres la tienen dura y eyaculan, todo el mundo habla el mismo lenguaje, por una vez, todo sale bien.
¿Por qué el porno es el dominio exclusivo de los hombres? ¿Por qué, si el porno es una industria que tiene tan solo treinta años, son ellos los principales beneficiarios económicos? La respuesta es la misma en todas las situaciones: el poder y el dinero resultan desvalorizantes para las mujeres que los poseen. No debe ejercerse u obtenerse si no es a través de la colaboración masculina: sé elegida como esposa y te aprovecharás de las ventajas de tu compañero.
Sólo los hombres imaginan el porno, lo ponen en escena, lo miran y sacan provecho; así el deseo femenino se ve sometido a la misma distorsión: debe pasar por la mirada masculina. Lentamente nos acostumbramos a la idea de un orgasmo femenino. Hasta hace poco tabú e impensable, el orgasmo femenino aparece en el lenguaje cotidiano a partir de los años setenta. Rápidamente, se vuelve doblemente contra las mujeres. Primero, haciéndonos comprender que hemos fallado si no logramos gozar. La frigidez se ha vuelto casi un signo de impotencia. La anorgasmia femenina no es sin embargo comparable a la impotencia masculina: una mujer frígida no es una mujer estéril. Ni una mujer amputada de su sensualidad. Pero, en lugar de ser una posibilidad, el orgasmo se ha vuelto un imperativo. Es necesario sentirse siempre incapaz de algo…
Y segundo, porque los hombres se han apropiado rápidamente de este orgasmo femenino: la mujer debe gozar a través de ellos. La masturbación femenina continúa siendo objeto de desprecio, como si fuera algo anexo. El orgasmo al que debemos llegar es el que nos procura el macho. El hombre debe «saber cómo hacerlo». Como en La Bella durmiente del bosque, se tumba sobre la princesa y le hace ver las estrellas.
Las mujeres escuchan el mensaje y, como siempre, se toman a pecho no ofender al sexo susceptible. En 2006, escuchamos a chicas aún muy jóvenes decir que esperan que un hombre les haga gozar. Así todo el mundo está molesto: los chicos que se preguntan cómo van a hacerlo, las chicas, frustradas porque ellos no conocen mejor que ellas mismas sus propias anatomías y sus dominios fantasmáticos.
En cuanto a la masturbación femenina, basta con hablar con la gente que te rodea: «eso no me interesa sola», «lo hago solamente cuando no tengo novio durante mucho tiempo», «yo no lo hago, no me gusta». No sé qué es lo que hacen todas ellas en su tiempo libre, pero en todo caso, si es cierto que no se masturban, entonces resulta comprensible que no tengan ningún interés en las películas porno cuyas vocaciones, por otra, parte, no son diversas. Una película porno está hecha para masturbarse.
Sé que lo que hacen todas esas chicas solas con sus clítoris no es asunto mío, pero su indiferencia frente a la masturbación me perturba: ¿Cuándo se conectan las mujeres con sus propias fantasías, si no se tocan cuando están solas? ¿Saben lo que les excita realmente? ¿Y si no se sabe eso sobre una misma, qué se sabe exactamente de sí? ¿Cuál es el contacto que una establece consigo misma cuando su sexo está sistemáticamente bajo el poder del otro?
Queremos ser mujeres decentes. Si la fantasía aparece como un problema, impura y despreciable, la reprimimos. Niñitas modelo, angelitos del hogar y buenas madres, construidas para el bien del prójimo, pero no para conocer nuestro interior. Estamos formateadas para evitar entrar en contacto con nuestro propio lado salvaje. Antes que nada, tenemos que adaptarnos a las conveniencias, pensar primero en la satisfacción del otro. Nuestras sexualidades nos ponen en peligro, reconocerlas es quizás experimentarlas y toda experiencia sexual para una mujer conduce a su exclusión del grupo.
El deseo femenino estuvo silenciado hasta los años cincuenta. La primera vez que las mujeres se reúnen masivamente y se expresan: «Tenemos deseos, estamos atravesadas por pasiones brutales, inexplicables, nuestros clítoris son como pollas, buscan satisfacción». Esto sucede en los primeros conciertos de rock. Los Beatles se ven obligados a dejar de actuar: las mujeres se ruborizan con cada nota, sus gritos ahogan el sonido de la música.
Rápidamente aparece el desprecio. La histeria de la groupie. Nadie quiere oír lo que ellas han venido a decir, que están ardientes y llenas de deseo. Se oculta este fenómeno clave. Los hombres no quieren saber nada de él. El deseo es su dominio, en exclusiva. Resulta impresionante pensar que despreciamos a una chica que grita de deseo cuando John Lennon toca la guitarra, mientras que nos parece gallardo que un viejo le silbe a una adolescente en falda. Por un lado, existe un apetito sexual que es indicador de buena salud, sobre el que la colectividad se pone de acuerdo, que se ve favorecido, y por el que se muestra bondad y comprensión. Y por otro lado, un apetito forzosamente grotesco, monstruoso, que provoca la risa y que debe ser reprimido.
La explicación psicológica popular que se emplea para pensar la ninfomanía, según la cual las ninfómanas multiplican sus relaciones sexuales porque no pueden sentir satisfacción sexual, es un ejemplo patente de desprecio. Así se extiende la idea según la cual la multiplicación de conquistas es un índice de frustración femenina. Cuando, en realidad, es una teoría que se ajustaría mejor a los hombres, frustrados por la pobreza de su sensualidad y orgasmos. Son los hombres los que sobrevaloran y subliman el cuerpo femenino y quienes, incapaces de obtener el placer esperado, acumulan las conquistas con la esperanza de sentir, un día, algo que se parezca a un verdadero orgasmo. Una vez más, aquello que es fundamentalmente cierto en el caso de los hombres es desplazado para estigmatizar la sexualidad femenina.
Cuando Paris Hilton se pasa de la raya, se presenta a cuatro patas y aprovecha la difusión de la imagen para hacerse mundialmente famosa, entendemos algo importante: ella pertenece a su clase social, antes de pertenecer a su sexo. Así, en el plató de televisión del programa francés «Nulle Part Ailleurs», frente al cómico de origen popular Jamel Debouze, sucede una escena interesante. El joven cómico busca inmediatamente el modo de reasignarla, de ponerla en su lugar de mujer caída: «Tú, yo te conozco, te he visto, te he visto por internet». Él habla en nombre de su sexo, cuenta con su superioridad intrínseca para ponerla en una posición delicada. Pero Paris Hilton no es una actriz porno local, antes de ser la chica a la que le hemos visto el coño, es la heredera de los hoteles Hilton. Para ella, resulta impensable que un hombre de clase social inferior la ponga en peligro, ni siquiera un segundo. Ni se inmuta, apenas le mira. Cero desestabilizada. No porque tenga un carácter especial. Simplemente nos indica a todos que ella puede permitirse el lujo de follar delante de todo el mundo. Pertenece a esta casta que tiene históricamente el derecho al escándalo, a no adecuarse a las reglas que se aplican al pueblo. Antes de ser una mujer, sometida a la mirada del hombre, es una dominante social, con capacidad para acallar el juicio de los menos privilegiados.
Así comprendemos que la única manera de hacer explotar el sacrificio ritualizado del porno será hacer entrar en él a las chicas de las buenas familias. Lo que explota cuando estallan las censuras impuestas por los dirigentes es un orden moral fundado sobre la explotación de todos. La familia, la virilidad guerrillera, el pudor, todos los valores tradicionales intentan asignar cada sexo a su rol. Los hombres como cadáveres gratuitos para el Estado, las mujeres como esclavas de los hombres. Al final, todos subyugados, nuestras sexualidades confiscadas, sometidas a la vigilancia policial, normalizadas. Siempre hay una clase social a la que le interesa que las cosas sigan siendo como son y que no dice la verdad sobre sus motivaciones profundas.