La estúpida carrera. Me levanto a las cinco de la mañana, me lavo, me afeito, hago café, salgo, corro hasta la plaza Principal, subo al autobús, cierro los ojos, y todo el horror de mi vida actual me estalla en la cara.
El autobús se detiene cinco veces. Primero en los confines de la ciudad, y luego en cada uno de los pueblos que atravesamos. En el cuarto pueblo es donde está la fábrica en la que trabajo desde hace diez años.
Una fábrica de relojes.
Hundo el rostro entre mis manos como si durmiera, pero lo hago para ocultar las lágrimas. Lloro. No quiero saber nada del guardapolvo gris, no quiero fichar más, no quiero volver a poner en marcha mi máquina. No quiero trabajar más.
Me pongo el guardapolvo gris, ficho, entro en el taller.
Las máquinas están en marcha. La mía también. Sólo tengo que sentarme delante, coger las piezas, ponerlas en la máquina, apretar el pedal.
La fábrica de relojes es un inmenso edificio que domina el valle. Todos los que aquí trabajan viven en el mismo pueblo, menos algunos que, como yo, venimos de la ciudad. No somos muchos, el autobús casi siempre va vacío.
La fábrica produce piezas sueltas, piezas desbastadas para otras fábricas. Ninguno de nosotros podría ensamblar un reloj de pulsera entero.
En lo que a mí respecta, abro un agujero con mi máquina en una determinada pieza, el mismo agujero en la misma pieza desde hace diez años. Nuestro trabajo se reduce a eso. Poner una pieza en la máquina y apretar el pedal.
Con este trabajo ganamos justo lo suficiente para comer, para vivir en algún lugar, y sobre todo para poder reanudar el trabajo al día siguiente.
Esté el día soleado o nublado, las luces de neón permanecen constantemente encendidas en el inmenso taller. Una música suave se propaga por los altavoces. La dirección piensa que los obreros trabajan mejor con música.
Hay un hombrecillo, obrero también, que vende unas bolsitas con un polvo blanco, tranquilizantes que el farmacéutico del pueblo prepara para nosotros. No sé lo que es, pero a veces lo compro. Con ese polvo, la jornada transcurre más deprisa, y uno se siente un poco menos desdichado. El polvo no es caro, casi todos los obreros lo toman, está permitido por la dirección, y el farmacéutico del pueblo se enriquece.
A veces se arman escándalos, una mujer se levanta, aúlla:
—¡Ya no puedo más!
Se la llevan, el trabajo continúa, se nos dice:
—No es nada, le fallaron los nervios.
En el taller, cada uno está solo con su máquina. No podemos hablar entre nosotros, excepto en los lavabos, y aun así, no durante mucho tiempo, nuestras ausencias son contabilizadas, anotadas, registradas.
Por la tarde, al salir de la fábrica, tenemos justo el tiempo para hacer algunas compras, comer, y hay que acostarse muy temprano para poderse levantar a la mañana siguiente. A veces me pregunto si vivo para trabajar o si es el trabajo lo que me hace vivir.
¿Y qué clase de vida?
Trabajo monótono.
Salario miserable.
Soledad.
Yolanda.
Yolandas hay miles en el mundo entero.
Bellas y rubias, más o menos tontas.
Se escoge una y se usa.
Pero las Yolandas no llenan la soledad.
Las Yolandas no trabajan de buena gana en las fábricas, más bien trabajan en las tiendas donde sin embargo ganan todavía menos que en una fábrica. Pero las tiendas están más limpias, y allí se encuentran futuros maridos más fácilmente.
En la fábrica trabajan sobre todo las madres de familia. Salen corriendo a las once para preparar la comida. La dirección lo permite porque, de todas maneras, ellas trabajan a destajo. A la una regresan, como todos nosotros. Los niños y los maridos han comido. Han vuelto a la escuela o a la fábrica.
Todo sería más sencillo si todos comieran en el comedor de la fábrica, pero resulta demasiado caro para una familia. Yo puedo permitírmelo. Escojo el plato del día, que es el más barato. No es muy bueno, pero eso no me preocupa.
Después de comer, leo un libro que he traído de casa o juego al ajedrez. Solo. Los otros obreros juegan a las cartas, no me miran.
Al cabo de diez años sigo siendo un extranjero para ellos.
Ayer encontré un aviso en mi buzón: debía ir a buscar una carta certificada a Correos. El aviso precisaba: «Ayuntamiento; tribunal correccional».
Me dio miedo. Tuve ganas de huir, lejos, más lejos aún, más allá de los mares. ¿Sería posible que hubieran encontrado mi rastro de asesino después de tantos años?
Voy a buscar la carta a Correos. La abro. Estoy citado como intérprete para un proceso cuyo acusado es un refugiado de mi país. Me pagarán los gastos, mi ausencia en la fábrica quedará justificada.
A la hora señalada, me presento en el tribunal. La mujer que me recibe es muy bonita. Tan bonita que tengo ganas de llamarle Lina. Pero es demasiado severa. Me parece inaccesible.
Me pregunta:
—¿Todavía domina usted suficientemente su lengua materna como para traducir las declaraciones en un proceso?
Respondo:
—No he olvidado en absoluto mi lengua materna.
Ella dice:
—Debe usted prestar juramento y prometer que traducirá palabra por palabra lo que oiga.
—Lo juro.
Me hace firmar un papel.
Le pregunto:
—¿Vamos a beber algo?
Ella dice:
—No, estoy cansada. Venga a mi casa. Mi nombre es Eva.
Cogemos su coche. Ella conduce rápido. Se para delante de un chalet. Entramos en una cocina moderna. Todo es moderno en su casa. Me sirve una copa y nos instalamos en el salón, en un amplio sofá.
Ella deja su copa, me besa en la boca. Se desviste lentamente.
Es bella, más bella que todas las mujeres que he conocido en mi vida.
Pero no es Lina. Jamás será Lina. Nadie será nunca Lina.
Había toda una pandilla de compatriotas en el proceso de Iván. Su mujer también estaba presente.
Iván llegó aquí en noviembre del año pasado. Encontró un pequeño apartamento de dos habitaciones donde vivían amontonados él, su mujer y sus tres hijos.
Su esposa fue contratada como mujer de la limpieza por la compañía de seguros propietaria del inmueble. Limpiaba las oficinas todas las noches.
Al cabo de algunos meses, Iván también encontró trabajo, pero en otro pueblo, como camarero en un gran restaurante. Trabajó allí, y todos contentos con él.
Pero una vez por semana enviaba un paquete a su familia. Paquete que contenía comida robada de la cocina del restaurante. También está acusado de haber metido la mano en la caja registradora, pero eso él lo niega, y no ha sido probado.
En el proceso, aquel día, no se trató solamente de esos pequeños hurtos. El caso de Iván es mucho más grave. Encarcelado en la prisión de nuestra ciudad, a la espera de ser juzgado, una noche golpeó al guardia, se dio a la fuga, corrió hasta su casa. Su mujer estaba trabajando, los niños dormían. Iván esperó a su mujer para escaparse con ella, pero fueron los policías quienes llegaron primero.
—Usted está condenado a ocho años de prisión por agredir a un guardia.
Yo traduje. Iván me miró:
—¿Ocho años? ¿Está seguro de haberlo entendido bien? El guardia no está muerto. Yo no quise matarlo. Está aquí, vivito y coleando.
—Yo me limito a traducir.
—¿Y mi familia, qué va a ser de ellos durante ocho años? ¿Y mis hijos? ¿Qué será de ellos?
Yo digo:
—Crecerán.
Los guardias se lo llevaron. Su mujer se desmayó. Después del proceso, acompañé a mis compatriotas al bar que ellos frecuentaban desde que habían llegado. Es un bar popular y ruidoso del centro de la ciudad, no muy lejos de mi casa. Bebimos cervezas hablando de Iván.
—¡Hay que ser bruto para querer evadirse!
—Habría salido de ahí en unos cuantos meses.
—Probablemente lo habrían expulsado.
—Eso hubiera sido mejor que la cárcel.
Alguien dice:
—Yo vivo en el apartamento de arriba de Iván. Desde que ellos están ahí, oigo a su mujer llorar todas las noches cuando regresa del trabajo. Solloza durante horas. En su pueblo, tenía sus padres, sus vecinos, sus amigos. Yo creo que ahora ella va a regresar. No va a esperar a Iván ocho años, aquí, sola con sus niños.
Más tarde supe que, en efecto, la mujer de Iván había vuelto su país con los niños. A veces pienso que debería visitar a Iván en la cárcel, pero no hago nada.
Voy cada vez con más frecuencia al bar. Voy casi todas las noches. Me relaciono con mis compatriotas. Nos sentamos a una larga mesa. Una muchacha de nuestro país nos sirve las bebidas. Se llama Vera y trabaja aquí desde las dos de la tarde hasta medianoche. Su hermana Kati y su cuñado Paul son habituales. Kati trabaja en un hospital de la ciudad. Allí hay una guardería infantil donde puede dejar a su hijita de sólo unos meses. Paul trabaja en un garaje, está loco por las motos.
También he conocido ajean, un trabajador agrícola sin calificación, que me sigue a todas partes. Todavía no ha encontrado trabajo y, en mi opinión, jamás lo encontrará. Siempre anda sucio, mal vestido, todavía vive en el centro de refugiados.
Me voy haciendo amigo de Paul. Paso algunas noches en su casa. Su mujer regresa del trabajo, y encima debe preparar la comida, hacer la colada, ocuparse del bebé.
Paul dice:
—Me caigo de sueño, pero debo esperar a la medianoche para ir a buscar a Vera.
Su mujer dice:
—Ella puede regresar sola. Es una ciudad pequeña. No corre ningún peligro.
Yo les digo:
—Acuéstense. Yo me ocuparé de Vera.
Regreso al bar. Vera cuadra la caja con el patrón. Me ve en la entrada, me sonríe.
Yo le explico:
—Paul está cansado. Esta noche la acompaño yo.
Ella dice:
—Muy amable de su parte. Aunque puedo regresar sola, sabe usted. Pero Paul piensa que estoy bajo su responsabilidad.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
—Es verdad que aún eres casi una cría.
—Exagera usted.
Salimos a la calle. Es medianoche pasada. La ciudad está desierta, completamente silenciosa. Vera me coge del brazo, se aprieta contra mí. Frente a la casa, me dice:
—Béseme.
La beso en la frente y la dejo.
Voy a buscarla otra noche. Me señala a un muchacho que permanece allí sentado, al final de la mesa, el último cliente.
—No hace falta que me espere. André me acompañará.
—¿Es paisano nuestro?
—No, es de aquí.
—Ni siquiera podrán entenderse.
—¿Y qué? No hace falta hablar. El besa bien.
Yo le había prometido a Paul que no dejaría sola a Vera. Por eso los seguí hasta la casa. Frente a la puerta, se besaron largamente.
Pienso que debería hablarle de esto a Paul pero no hago nada. Me limito a decirle que no puedo seguir yendo a buscar a Vera porque yo también debo acostarme temprano, a causa de mi trabajo.
Por tanto es Paul quien va al bar todas las noches y, en su presencia, no se vuelve a hablar más de André.
Un domingo por la tarde, en casa de Paul, hablamos de las vacaciones. Paul está feliz. Con sus ahorros se ha comprado una moto de segunda mano. Kati y él quieren hacer un viaje por el país. Dejarán al bebé en la guardería del hospital.
Yo pregunto:
—¿Y Vera? ¿Qué va a hacer ella sola durante dos semanas?
Vera dice:
—Yo no tengo vacaciones. Trabajaré como de costumbre. ¿Y usted, Sandor, qué va a hacer?
—Me iré una semana con Yolanda. Haremos cámping en la playa. La segunda semana podré ocuparme de ti.
—¡Oh, qué amable!
Paul interviene:
—No te preocupes, Sandor. Le pedí ajean que acompañe a Vera por las noches. De todas maneras, no tiene otra cosa que hacer. Le daré un poco de dinero para sus consumiciones.
Vera empieza a llorar:
—Gracias, Paul. ¿Acaso no pudiste encontrar mejor compañía para mí que ese campesino apestoso?
Ella sale de la cocina y la oímos sollozar en su cuarto. Nos callamos. Esquivamos nuestras miradas.
De regreso a casa, pienso que podría casarme con Vera. La diferencia de edad no es demasiado grande, ni siquiera llega a los diez años. Pero primero debo quitarme de encima a Yolanda. Tengo que decidirme a romper con ella. Durante las vacaciones. Eso me permitirá acortar esa estancia abominable, tan aburrida y desagradable como la del año pasado: ¡día y noche, toda una semana con Yolanda! Sin contar el calor, los mosquitos, la muchedumbre en el cámping.
Tal y como pensaba, la semana resulta larguísima. Yolanda se pasa todo el día acostada al sol sobre una toalla, porque para ella no hay nada más importante que regresar bronceada, ponerse vestidos blancos para resaltar su bronceado. Yo me paso el día leyendo debajo de la tienda y, por la noche, camino por la orilla del mar, la mayor cantidad de tiempo posible para estar seguro de que Yolanda estará dormida a mi regreso.
De romper no se habla ni media palabra, porque casi nunca conversamos.
De todas maneras, he renunciado a la idea de casarme con Vera. Por Lina, que puede llegar de un momento a otro.
Regresamos de las vacaciones un domingo por la noche. Yolanda reanuda su trabajo el lunes. La ayudo a descargar su pequeño coche, a colocar la tienda de campaña y los colchones en el desván. Yolanda está contenta, ha conseguido su bronceado, sus vacaciones son todo un éxito.
—Hasta el sábado por la noche.
Voy al bar. Tengo prisa por ver a Vera. Me siento a una mesa, un camarero viene a servirme. Le pregunto:
—¿No está Vera?
Se encoge de hombros:
—Hace cinco días que no viene.
—¿Está enferma?
—No sé nada.
Salgo del bar, corro hasta casa de Paul. Ellos viven en la segunda planta. Subo de dos en dos la escalera, toco el timbre. Golpeo la puerta. Una vecina me oye, me dice abriendo su puerta:
—No hay nadie. Están de vacaciones.
—¿La muchacha también?
—Le digo que no hay nadie.
Regreso al bar. Veo ajean, solo en una mesa. Lo sacudo por el hombro:
—¿Dónde está Vera?
Echa su silla hacia atrás:
—¿Por qué te exasperas? Vera se fue. Yo la acompañé las dos primeras noches y me dijo que no hacía falta que volviera porque se iba de vacaciones con unos amigos.
Enseguida pensé en André.
Pensé también: «¡Ojalá Vera regrese antes de que llegue Paul y ojalá que la readmitan en su trabajo!».
Los días que siguieron pasé varias veces por el bar, varias veces también por casa de Paul. Fue mucho más tarde cuando me enteré de lo que pasó.
Paul y Kati regresaron el sábado siguiente. Vera no estaba allí y su cuarto estaba cerrado con llave. Había un olor extraño en el apartamento. Kati abrió las ventanas y se fue a buscar al bebé a la guardería. Paul vino a mi casa, fuimos al bar donde nos encontramos con Jean. Discutimos, yo mencioné a André. Paul estaba furioso. Regresó a su casa y, como el extraño olor todavía no había desaparecido, derribó la puerta del cuarto de Vera. El cuerpo de Vera, ya en vías de descomposición, estaba tirado en la cama.
La autopsia demostró que Vera se había envenenado con somníferos.
Nuestra primera muerte.
Otras se sucederían poco después.
Robert se cortó las venas en su bañera.
Albert se colgó dejando sobre su mesa una nota escrita en nuestro idioma: «Quedáis despedidos».
Magda peló las patatas y las zanahorias, luego se sentó en el suelo, abrió el gas y metió la cabeza en el horno.
Cuando por cuarta vez se hace una colecta en el bar, el camarero me dice:
—Ustedes, los extranjeros, se pasan la vida haciendo colectas para comprar coronas, se pasan todo el tiempo en entierros.
Yo le respondo:
—Cada uno se entretiene como puede.
Por la noche, escribo.