Casi de inmediato, lo condujo a través de la maraña institucional al puesto de presidente. Yeltsin pensó que el hallazgo de este menudo funcionario, recomendado por viejos amigos, lo protegería a él y a su familia de estragos autoritarios. Asimismo, resguardaría su legado clave de prevenir un retorno al comunismo.

Su agenda ha empezado con una propuesta al Parlamento para requerir una residencia de 25 años en Rusia a los candidatos presidenciales; actualmente, es de 10 años.

Cabe recordar que, años antes, Putin era oficial de la KGB en la entonces Alemania Oriental. En otras palabras, conocía las mañas de la subversión y quedó vacunado contra los artilugios de la pegajosa burocracia comunista.

Putin manejó hábilmente sus fichas y, a la fecha, su problema ha consistido en cómo arreglar sus bien aderezadas palancas para permanecer en el mando, previsto para terminar en el 2024, sin incurrir en los trillados golpes de Estado imperdonables para un presidente que se codea con los auténticos demócratas en los concilios europeos y, sobre todo, en Estados Unidos.

El diseño que finalmente emergió de sus noches sin sueño y los conciliábulos con amigotes pegados a las ubres presupuestarias fue seguir el plan del exmandatario de Kazajistán Nursultán Nazarbáyev.

En ese patrón, Putin renunciaría antes del vencimiento de su propia designación, pero preservaría sus potestades mediante otro cargo estelar en el 2024.

En esa línea de pensamiento, todo indica que Putin ya tiende sus puentes y carreteras para seguir en su cargo y continuar pavoneándose como presidente de todas las Rusias.

Con estas barreras, pretende cerrarle el paso, entre otros, a Mijaíl Jodorkovski, quien abandonó Rusia en el 2015 y sería un adversario temible para el sucesor que resulte escogido.

El asunto es, sin duda, de gran interés para Putin, pero nunca se sabe qué obstáculos podrían frustrar su bien aderezado plan.

El autor es politólogo.