En una cafetería llena, una niña corretea entre las mesas mientras los clientes le regalan objetos que hacen con servilletas de papel para mantenerla divertida. Todos los diseños son muy creativos y detallados a un grado imposible: un avión, un ramo de flores, un diorama, un canguro al que se le mueve la cola, el museo Guggenheim de Bilbao, un payaso de “un papel que se rompía con sólo mirarlo”. Cada fantasía se desbarata en sus pequeñas manos inquietas; la deja a un lado para recibir la siguiente. El aura creativa que envuelve a los clientes sirve de fondo a la agitación con que la niña vive el momento, que sin parar se convierte en otro momento.
Esta historia, “En el café”, es una de las primeras de la nueva colección publicada en inglés del escritor argentino César Aira titulada “El cerebro musical” (“The Musical Brain”) y es un divertido ejemplo de la conexión de Aira con la forma en que opera un inocente. Él se aventura en el café que ha elegido y plasma sus observaciones en papel, para desechar con rapidez la página manuscrita. Es, al mismo tiempo, el comensal que elabora las complicadas piezas y la pequeña que va y viene en la corriente de lo que llama el presente perpetuo. “La absorción inmediata de la realidad, que buscan en vano místicos y poetas, es la actividad cotidiana del niño”, escribe Aira en el primer cuento, y es una habilidad que él mismo posee. “Puedo seguir inventando sin parar”, ha dicho, aceptando lo incomprensible con tal deleite, que lo incomprensible comienza a comprenderse a sí mismo.
El ojo cubista de Aira ve desde todos los ángulos. Estos cuentos presentan una continua confrontación del clásico problema matemático del plegado de papel, que sostiene que una hoja de papel puede doblarse a la mitad sólo nueve veces. Libre de los límites que involucra esta secuencia de plegado, Aira considera otra posibilidad algebraica. En “Picasso”, un cuento al estilo de O. Henry, no sólo retrata una pintura del mismo Picasso y el lugar que ocupa en la historia del arte, sino que también ofrece, con percepción majestuosa, la descripción de un cuadro imaginario: “la reina, hecha de la intersección de tantos planos que parecía sacada de una baraja doblada cien veces, refutando la probada verdad de que un papel no puede plegarse sobre sí mismo más de nueve veces”.
Los cuentos de “El cerebro musical” – la mayoría aparecen en su colección en español titulada “Relatos Reunidos” – despliegan la narración continua de la mente improvisadora de Aira. Sus personajes, ya sean rufianes de tiras cómicas, monos, partículas subatómicas o una versión de su propia infancia, se mueven en un paisaje cambiante de situaciones inestables que trastornan nuestra existencia temporal y la hacen fantasmagórica, sin dejar de parecer cotidianas conforme se desarrolla la trama. Su enfoque natural que acepta incluso los episodios más extravagantes, suspende la incredulidad y promueve el sentido propio de desplazamiento, de liberación de la banalidad.
Aira ha aplicado esta manipulación de lo ordinario hacia lo extraordinario en por lo menos 80 libros de pocas páginas, de los cuales sólo unos cuantos se han traducido. Lo conocí a través de Roberto Bolaño, uno de sus principales partidarios, y me sedujo rápidamente con tres novelas en particular: “Un episodio en la vida del pintor viajero”, “La villa” y “La costurera y el viento”, que se desarrolla en Coronel Pringles, Argentina, de donde Aira es originario. No es ninguna sorpresa que venga de un lugar que se llama Pringles, donde se escucha música rara y nunca pasa nada, aunque pasa todo.
La primera línea de esta colección nos lleva al maravilloso mundo fracturado de Aira: “De chico, en Pringles, yo iba mucho al cine”. Así entramos a un cine con varias pantallas que proyectan otras pantallas que tuercen el tiempo, desentrañan recuerdos geométricos y exponen los juegos secretos de la niñez.
La forma en la que Aira crea tensión es única; logra llevar la situación más banal a tal punto que ocasiona una estampida humana. En “El cerebro musical”, que también transcurre en Pringles, una caminata casual después de una cena en familia da un giro inesperado que nos lleva a un extraño mundo paralelo. Encontramos un circo Fellinesco, donde aparecen muertos dos enanos en trajes negros idénticos, una bibliotecaria vieja con un peinado alto y el rostro polveado en rosa, y una criatura asesina a la que le crecen alas y pone huevos. Y no hay que olvidar el cerebro musical, que emite sonidos intermitentes para unos cuantos, como señales de una estrella que agoniza.
En “El té de Dios”, una partícula subatómica se escabulle por accidente en un suntuoso ritual de cumpleaños al que asisten monos frenéticos. Esto causa un desequilibrio involuntario en el universo, intensifica la conducta frenética de los monos y lleva al mismo Dios a un estado de agitación momentánea. El cambio infinitesimal ocasiona un nuevo nivel de caos, como si un niño hubiera alterado un factor en la ecuación de un físico. Aquí y en todas partes, Aira es al mismo tiempo el físico y el niño, el ser audaz que emerge y que tiene el poder necesario para disipar.
En el trabajo de Aria fluyen la belleza y una verdad oscura. Hay cuentos políticos, como el escalofriante “Actos de caridad”, que sirve de metáfora de las instituciones religiosas adineradas: a través del tiempo, varios sacerdotes utilizan fondos destinados a los pobres para construir y mantener un supuesto monumento a la caridad y sus lujosos jardines, anteponiendo la grandeza estética a las necesidades de su rebaño. También hay cuentos sobre el proceso artístico: por ejemplo, el triste y elocuente “Cecil Taylor” da voz al verismo persistente de ese gran innovador del jazz, yuxtapuesto con la sublimidad de sus fallas al tratar de comunicar un idioma que todavía no tenía notas. Taylor, el pianista hiperarmónico cuya preocupación Aira logra comprender, intentó plegar el teclado más de nueve veces.
Conocí a Aira en una conferencia de escritores en Dinamarca. Me emocionó tanto que estuviera ahí que me aproximé a él como atraída por un imán; pero cuando lo tuve frente a mí sólo pude decir — como canalización de mi Chris Farley interno — que era increíble. Después le dije que “Un episodio en la vida del pintor viajero” era una obra maestra. Pareció sorprendido, si no perplejo, e insistió en que no era más que una historia menor. Estábamos a punto de caer en una discusión tremendamente pasiva, cuando comenzó a llover. Pero es verdad, “Pintor viajero” es una obra maestra. ¿Qué va a saber Aira? No es más que el escritor.
Por lo regular no leo cuentos. Casi siempre me hacen sentir triste porque los personajes aparecen y desaparecen con gran rapidez y es probable que nunca más los veamos. Pero los cuentos de Aira parecen esquirlas de un universo interconectado que está en constante expansión. Llena el frenesí del vacío con visiones multitudinarias, como pinturas indias de dioses que vomitan dioses. Divaga con una lucidez poderosa. En ocasiones tuve que acelerar y desacelerar al mismo tiempo para mantener su ritmo, pero una vez que lo logré, me pareció que sus pensamientos eran como piedritas saltando por la página, que expresaban algo que yo misma había pensado y no había podido poner en palabras. En este sentido, Chris Andrews es el traductor perfecto para él, pues refleja sin problema alguno, salto a salto, la sensibilidad caleidoscópica de Aira; forman una pareja simbiótica.
César Aira alguna vez expresó que le agradaba la Pequeña Lulú, el personaje de las tiras cómicas, lo cual me parece totalmente lógico. Lulú era la Sherezada de las tiras cómicas, tejía historias para sus pequeños amigos que se sentaban absortos a sus pies. ¡Ave César! Me impresiona la cantidad de hilo que devana para contar sus propios cuentos, desde la fábula política hasta la más complicada broma de doble sentido enriquecida con filosofía.