A la memoria de Tomasa

No la había visto en mi vida pero supe que era ella apenas la divisé parada en la esquina mirando hacia la casa con la terquedad de un zombi. Así que di la vuelta y eché a correr al cuarto de mi abuela y le dije, llegó Tomasa. Mi abuela no me preguntó cómo pude reconocer a una persona a la que nunca he visto, no me miró siquiera: siguió guardando la ropa recién lavada que las monjas del Buen Pastor habían traído al mediodía, y sólo cuando la última sábana quedó doblada en la gaveta de la cómoda pareció entender por qué diablos había entrado yo en su cuarto. Sólo entonces se dirigió a la puerta y erguida, erguida y seca como una mariapalito, esperó a Tomasa bajo el dintel con la mano apoyada en la cabeza de su bastón de ébano. Sin saludarse, sin cruzar una palabra se pusieron a andar por el corredor, mi abuela adelante y ella atrás, arrastrando esa horrible pierna que gotea y va marcando las baldosas lo mismo que un caracol: así, a la manera de un caracol, fue dejando su huella por la galería hasta las dependencias del servicio donde mi abuela le señaló con un gesto el cuarto que de ahora en adelante será el suyo. Por si las moscas me mantuve a distancia buscando cualquier cosa en la despensa: apenas mi abuela dio la espalda y ella arrastró del cuarto un taburete me vine a jugar con mis bolas de uñita, aquí, en el patio. De ese modo la tengo a tiro de ojo y mi abuela no puede reprocharme nada: que si metiche, que si husmeo a la gente como perro hambriento y la cantaleta que me conozco. Por lo demás esa ni cuenta va a darse, es un zombi, dejó su alma en otra parte y tiene movimientos de mentira. Hace un momento sacó no sé de dónde una calilla, raspó un fósforo con la uña del pulgar y se metió en la boca el extremo encendido: fuma para adentro, botando el humo por la raya de los labios, los brazos caídos, las trenzas tan tiesas que parecen apretadas con fique, pero no es fique, es barro. Después dicen que anduvo todo ese tiempo por los pueblos, que mendigaba de casa en casa: puro cuento: apuesto que vivía entre el fango, en el fondo de una ciénega, que del fondo de la ciénega salía cada noche mientras mi abuela la hacía buscar.

Y sí que la hice buscar, durante años: por los carreteros que pasan su vida con los ojos clavados a las orejas de una mula, por los negros que venían del monte medio embrujados, por Florencio, el idiota. Ellos la recordaban. Cuando ese cadillerío que ahora rodea la casa era un jardín, y la verja se abría para dejar salir la calesa, y la calesa rodaba por las calles levantando el polvo entre un relámpago de aros amarillos, ellos la veían pasar por las tardes camino del camellón y apartaban las carretas quitándose el sombrero. Para recordarla venían aquí, me traían ñames y yucas, se sentaban en las gradas del porche con las manos inmóviles y hablaban de ella como si el tiempo no hubiera pasado. Sólo al despedirse y casi a la ligera murmuraban que tarde o temprano la encontrarían, andando, como decían que andaba, por esos caminos, a la buena de Dios. Pero nunca la vieron, de viejos y cansados no volvieron más. Y con el tiempo yo supe que ella regresaría sola, que un día miraría a su alrededor, daría la vuelta, y desandando cincuenta años de odio vendría a buscar su cuarto para morir. En fin de cuentas si se ha de morir mejor hacerlo donde se ha vivido, que alguien se ocupe de uno y recoja sin aspaviento lo que uno deja. Mejor eso que sentir revolotear sobre la cabeza las alas de los goleros, pienso qué pensaría mientras andaba por esos hervideros de polvo con el sol a cuestas. Debió de saberlo el mismo día que salió del asilo y empezó a mover un pie detrás de otro en busca del camino que la alejaría de la ciudad. Más allá del caño, donde los mangles se pudren y el río huele a caimán, mirando el trupillo quemado que bordea los senderos, se diría que algún día volvería a respirar el mismo olor porque de todos modos tenía que entregar el alma, así le tocara caminar cincuenta años esperando que en esta casa hasta los gatos hubieran muerto. De no haber estado yo aquí habría llegado lo mismo, pero sabía que yo la aguardaba. Se lo dije en el asilo, cuando al fin cumplí los años que me permitían entrar a verla. Y ya tenía como ahora esa mirada que no se fija a nada quizás para no advertir la desolación del patio, pensé, ni las viejas acurrucadas bajo el matarratón, ni la celda donde la tuvieron amarrada hasta que aceptó ser lo que tanta gente quería que fuera, no del todo loca pero sí lo bastante para fingir que lo estaba, y no por complacencia, imagino, sino con el fin de aislarse completamente de los otros ofreciendo aquel alelado mutismo como única respuesta de sí misma. Entonces me sorprendió que hubiera aceptado su suerte en la resignación porque a los veinte años no podía comprender el abandono ante una humillación repetida al infinito, día tras día, sin esperanza alguna, sin el menor consuelo, sobre todo eso, puesto que ella, Tomasa, se había cerrado para siempre a la vida y a cualquier forma de ilusión apenas puso en duda la buena fe del hombre que amaba. Antes que mi padre, la verdad sea dicha, y todos los advenedizos que la criticaban acolitados por sus mujeres agriadas de tanto parir hijos concebidos en el desgano, fue ella la primera en creer que al irse, mi hermano la había abandonado. Así lo gritó, me acuerdo, doblada en dos como si el dolor fuera un golpe recibido en pleno vientre, la noche que Eduardo partió y los ruidos de la oscuridad extraviaron el resonar de los cascos de su caballo. Creyéndolo así justo cuando más vulnerable era y nada tenía que oponer a la venganza de mi padre, ni el ambiguo escrúpulo ante la virginidad, ni el temor a una opinión que con tal de verla castigada preferiría pasar por ciega y sorda (sólo yo, una niña metida a la fuerza en un cuarto que al cabo de tres días arañaría todavía la puerta cerrada, sin lágrimas ya, sin inocencia, después de haber aprendido a asumir fríamente su destino). Juzgando a mi hermano con el criterio que le había servido hasta entonces para medir a los hombres de aquí, a ella y a cualquier otra mujer que desde la cuna se hubiera oído repetir, si un hombre te toca, te deja, nadie ensucia el agua que se ha de beber. Y por ese juicio condenándose, perdiendo el único apoyo que le habría permitido, no escapar al horror de aquellos tres días, pero sí soportarlo. Aún ahora pienso que otra habría sido su suerte de haberle dado a mi hermano el crédito que yo le di, finalmente a él nada tenía que reprocharle: la había amado y había partido jurándole que volvería: no podía imaginar lo que pasaría en su ausencia y nunca se habría ido si lo hubiera sospechado. De esta casa, de los odios que la recorrían como el viento en noches de lluvia, Eduardo lo ignoraba todo. La había dejado de niño y sólo había regresado a la muerte de mi madre, marcado por otras costumbres, ajeno para siempre a las nuestras y dispuesto a partir cuanto antes, una vez hubiera recogido su herencia y visitado el país con el ojo displicente de un extraño. Era justamente lo que mi madre había querido que fuese al enviarlo al extranjero a casa de aquel tío suyo que ella apenas si conocía, pero a quien estimaba por ser, decía, uno de esos Arieta capaz de abrirse paso en cualquier parte sin perder el corazón y por eso mismo, de hacerse respetar donde viviera. Diez años tenía cuando lo alejó de aquí y nunca quiso que regresara; sabía de él por las cartas que regularmente llegaban y las fotografías que a lo largo del tiempo llenaron un álbum que aún conservo. Quizás lo habría hecho volver más tarde, después de vender la hacienda y desembarazarse de mi padre, como tantas veces le oí decir, o más bien, por las disposiciones que tomó a última hora concernientes a su herencia, supongo que prefería imaginar a su hijo llevando su vida en otra parte. Si así fue dio en lo justo, porque nadie menos preparado que Eduardo para acostumbrarse a esta ciudad de comadres y pendencieros. Todavía me parece verlo observando con una divertida perplejidad a las personas que venían a darnos el pésame, largo, impecable en su vestido de hilo blanco, su bello rostro enmarcado por unas patillas negras que acentuaban su palidez, la oscuridad de sus ojeras. Un verdadero Arieta, sí, la negación de mi padre que como el resto de los hombres de aquí lo vigilaba de reojo muriéndose de ganas de llamarlo marica. Porque Eduardo no se tomaba el trabajo de disimular el aburrimiento que le producían sus frases enfáticas, sus chistes obscenos. Y bien pronto se supo que no le gustaban las riñas de gallos, ni los prostíbulos, ni las borracheras. Prefería dormir hasta entrada la tarde, cuando las primeras brisas calmaban el sofoco de los sapos y se hacía menos denso el calor, menos hiriente el cielo. Entonces calzaba sus botas, cruzaba indolentemente los salones donde las mujeres lo acechaban codiciosas prolongando por verle más de la cuenta el duelo, y salía a cabalgar horas enteras, una silueta blanca, una figura esbelta galopando entre los toros adormilados, disminuyendo en el horizonte hasta perderse bajo la luz naranja del atardecer. Así lo guardo en mi recuerdo. Así, y sentado en una mecedora de mimbre leyendo a la luz de una vela mientras la casa dormía. Oyendo hablar al notario, las manos hundidas entre el pelaje de la gata Olimpia, aletargada de placer. Una ceja alzada en la mesa como única respuesta a los eructos de mi padre, a quien su sola presencia parecía condenar irremediablemente a tropezar los cubiertos y derramar la jarra del jugo de tamarindo. Imagino que algún día las mujeres se darían por vencidas, y el notario terminaría de recoger sus papeles, y con el rabo entre las piernas mi padre regresaría a su mundo de peones y de bestias. Imagino eso porque después vino la calma y la casa volvió a ser lo que era en vida de mi madre. Se abrirían las ventanas y el aire limpio sacaría los sudores y maledicencias del velorio. Saliendo de su tristeza Tomasa pasaría del riguroso luto al holán de florecitas negras, segura ya de realizar su sueño, aquel lánguido sueño entretejido con novelas de amor y escalas de piano estudiadas formalmente para así parecerse a las niñas bien que tantas tardes había visto desfilar bajo sus sombrillas por el camellón.

Yo en su lugar habría aprendido un oficio, a la brava, como aprendí a jugar a la uñita mientras mis primos me llamaban marimacho y yo los dejaba hablar sin quitarles el ojo de encima hasta conocer de memoria cada uno de sus trucos y llenar con sus bolas la bolsa de hilo que a todas esas mi abuela me iba tejiendo. Porque mi abuela dice que si para complacer a los hombres una se hace la tonta termina volviéndose tonta y algo por el estilo debió de pasarle a Tomasa de tanto andar dándole al piano, encorsetada y sin comer hasta desvanecerse por un quítame allá esas pajas cuando el oficio de costurera habría podido hacerla independiente y ganar sus reales una vez mi abuela fuera mayor y ya no tuviera que acompañarla de un lado a otro. En eso hubiera debido pensar por mucho que le gustara frecuentar a la gente de la calle San Juan y sentarse en las terrazas a que la vieran —detrás de las tías de mi abuela, cierto, pero no mezclada al servicio— y recibir de manos de las sirvientas los jugos que le brindaban y que bebía con mil remilgos y en todo caso mejores modales que yo, según rezongó alguna vez mi abuela después que hice trizas su colección de porcelanas. Tanto sonsonete con Tomasa para venir a encontrar esa bruja desparramada en su taburete con las piernas entreabiertas y una costra de mugre en lugar de piel, inerte, sin mirar cosa alguna o quizás mirándome ahora que para darle a la bola transparente me he acercado más a ella y tomo tino aguantando la respiración no vaya a ser que el tufo que le sale de la pierna me distraiga. Por fortuna me callé lo que descubrí hace un momento, cuando una mosca olfateó la herida y en menos de lo que canta un gallo todas las moscas del patio se pusieron a zumbarle alrededor, así que no tuve más remedio que ir a buscar un trapo a la cocina y venir a espantárselas sin que la muy desagradecida diera la menor señal de reconocimiento. Por fortuna, digo, que nada dije, pues a estas horas estaríamos mi abuela y yo sacándole los gusanos uno a uno como nos tocó hacer con las garrapatas del tití que el bobo del Florencio nos trajo de regalo. Bendito tití que parecía más muerto que vivo cuando llegó y ayer no más me bombardeó con ciruelas podridas porque intenté agarrarlo. Pero como dice mamá, está en el carácter de mi abuela animar lo que ande descompuesto: aquí aparecen brujos, locos, mendigos y mi abuela no tiene el menor inconveniente en cotorrear con ellos. Hasta los ladrones, Señor, le dan las buenas noches cuando pasan a hacer de las suyas rodando en sus suelas de caucho. Ahora lo que faltaba: esa vieja que en la calle será el hazmerreír del mundo entero. Y por la que seguramente tendré que pelearme con alguno de los muchachos del barrio: Alfredo, sin ir más lejos: ya lo veo tirándole piedras desde la verja como veo a las sirvientas de mi abuela refunfuñando apenas lleguen esta noche y sientan la hedentina. Inútil, mi abuela no saldrá de sus trece. Nadie le sacará de la cabeza que ella debe hacerse cargo de Tomasa porque al meterla en un asilo, su padre le arruinó la vida.

De él no quedó ningún retrato. Ninguna persona lo lloró a su muerte y nada le sobrevivió, ni siquiera el nombre. Hasta el caballo que montaba al caer en la alambrada tuvo el buen sentido de no regresar aquí sino a mediodía, cuando ya los goleros lo habían marcado a picotazos. Quien iba a decir que aquel hombre avieso y fornido, dispuesto siempre a liarse a puños por un sí o un no encontraría su hora gracias a mí, el ser más inerme de la casa, una hija que dudaba fuera suya y de la que bien le hubiera valido desconfiar a pesar de sus diez años. Porque suya o no yo había nacido hija de mi madre y estaba destinada a hacerle frente: a su grosería, a sus gritos, a ese endiablado deseo de imponer su voluntad que sólo el carácter de mi madre controlaba. En lo que me va, no me ha llegado jamás al alma el menor remordimiento, ni la mañana que le vi saltar sobre aquel caballo callándome lo que sabía, ni más tarde, cuando los años me hicieron comprender que no había sido más que un pobre diablo encerrado en un callejón sin salida vacilando entre una ambición que le impedía abandonar la posición de señor y una tosquedad que nunca le permitió asumirla. De un lado todo lo que había adquirido al casarse con mi madre, la casa, el ganado, el potrero que se extendía a lo largo y a lo ancho de cinco días a caballo; del otro, un cierto código adoptado en principio por los miembros de las cuatro familias que entonces gobernaban la ciudad. En principio, solamente. Dejando a un lado la parentela pobre —cuya maniática fidelidad a las normas era lo único que la sostenía en su ilusión de retardar el inevitable desastre— se daba por sentado que cada quien podía hacer su vida siempre y cuando mantuviera a salvo las apariencias. Eso bastaba para justificar el poder en una época en que nadie lo discutía y por consiguiente no teníamos necesidad de contarnos mentiras a nosotros mismos. Pero él no supo hacer el juego: se lo impedía su aversión por todo lo que fuera amable, por esos gestos y palabras que sirven de mosquitero, o quizás otra cosa, una diferencia que alguna vez resintió como agravio y que después afirmó rabiosamente a lo largo de su vida a la manera de venganza tardía y sin saberlo él, ineficaz, puesto que su malacrianza fue siempre atribuida al hecho de ser un hombre salido del monte, de alguno de los pueblos que el azar había ido formando a la orilla del río, allá donde bien dicen el calor pega tan duro que la gente actúa a la brava y piensa a lo lento. Siempre sospeché que en eso estuvo lo que sedujo a mi madre, en librarse a un hombre que de lo puro torpe no la cohibía. Y siempre me dije que su error fue haberse librado a la tonta y a la loca, quedar encinta de Eduardo. Y cargar para el resto de su vida con un montuno que lo primero que hizo al llegar a esta casa, contaba mi abuela, fue lanzar un rabioso escupitajo al suelo al advertir que sus nuevos parientes lo hacían en el lugar debido. Que pasado el tiempo de los amores ciegos mi madre volviera a su cuarto de soltera no sorprendió a nadie, como tampoco que entrara en razón dándole a aquel marido el único empleo a su medida, capataz de los peones que vagabundeaban cuando no eran vistos y que a partir de entonces —por reconocer en él a uno de los suyos, pero con más agallas— se convirtieron en sus siervos, cabalgando de sol a sol en busca de pastos para unas bestias que a fin de cuentas seguían perteneciendo a mi madre, y olvidando el cansancio del día a punta de ron y peloteras. Tan descocados se volverían que mi madre estableció la norma de que la mitad de la paga de cada peón sería entregada a su mujer de turno y, cosa nunca vista ni pensada, si alguien era víctima de los ataques de furia de mi padre recibiría como indemnización el salario de un día de trabajo. Porque lo cierto es que la menor tontería lo sacaba de quicio y se revolvía hasta contra los animales: con mis propios ojos lo vi matar de un palazo a un pobre gallo que cantó mientras él hablaba y una vez me contaron que había descabezado a fuerza de machete a una mula que cometió la imprudencia de rancharse frente a su caballo. Yo lo miraba con horror, pero no había aprendido todavía a odiarlo. Mi mundo era el de mi madre y de allí él estaba excluido. De los atardeceres en la terraza y los paseos en la calesa, de la cena que celebraba el aniversario de mi abuela bajo la araña de cincuenta bujías, de aquellas veladas organizadas cuando un barco traía de muy lejos al amigo de un amigo y yo, vestida de organdí junto a Tomasa, luchaba contra el sueño para escuchar los relatos de vidas y lugares que en la densa penumbra del salón cruzada de mosquitos parecían eternamente inverosímiles. No se esperaba de mi padre que asistiera a aquellas reuniones ni se interesara en nada de lo que allí se hablaba. Nos era extraño, lo sabíamos hostil. Un silencio precavido acogía sus pasos las noches que regresaba del potrero a dormir en la casa. De sólo oírlos mi pekinés me saltaba a las rodillas y la mirada de mi abuela caía absorta sobre las trinitarias del jardín. Él observaba con un aire torvo los libros regados por el suelo junto a las mecedoras de mimbre, la blanca carpeta de hilo que Tomasa bordaba, bizqueaba concentrándose para encontrar el sarcasmo que inútilmente velaría su amargura y partía a encerrarse en su cuarto donde lo esperaba bajo la hamaca una botella de ron. Entonces, lentamente, la conversación se reanudaba, alguna de mis tías me acariciaba el pelo y mi madre, abriendo el estuche de juegos, descubría un motivo para sonreír. Al parecer ni su presencia ni su ausencia nos habían tocado y sin embargo, en lo más íntimo, cada una de nosotras sentía que a la secreta corriente femenina anudada con sonrisas y murmullos se había enfrentado esa fuerza oscura que desde lo más profundo del tiempo la intenta destruir. Todavía ahora, cuando un murciélago cae del cielo raso. Y tengo que arrastrarlo con la escoba hasta un declive que le permita alzar el vuelo, viéndolo fijar en mí sus ojos malévolos y debatirse entre chillidos de ira, revivo esa impresión de ser odiada por mi existencia misma y de golpe me llega su recuerdo. Entonces me pregunto cómo pudo ser tan insensata mi madre para dejarlo vivir en esta casa, ella que mejor que nadie podía conocerlo, dejarlo aquí impunemente creyendo que siempre le llevaría ventaja porque había algo en ella que le hacía adoptar a él en su presencia la docilidad de un niño. O su respeto. Supongo que empezó a respetarla cuando ella se convirtió en su esposa, o el día que decidió regresar a su cuarto de soltera, o a medida que le hizo sentir su capacidad para dirigir a los otros, incluso a él mismo. Pero eso no contaba. Ni un pelo mi madre tenía de tonta y bien podía pensar que toda relación de fuerza tiende a invertirse, que esa actitud de él iría cambiando una vez ella empezara a declinar —como fue el caso cuando cayó enferma— y otra mujer diera vueltas por la casa dando órdenes allí donde ella había mandado, escribiendo cartas con una letra idéntica a la suya, heredando su mantilla, su polvera, su perfume, aquella Tomasa educada, formada por ella misma, que de repente revivía en la memoria de él la imagen de la joven que veinte años atrás salía a buscarlo de noche entre el trupillo recogiéndose la falda para no pringarse de cadillos. De nada servía que en su presencia Tomasa hiciera cruces con los dedos y me obligara a acompañarla a todas partes, incluso cuando velaba a la cabecera de ella. El lazo estaba roto y toda la violencia reprimida durante años recayó sobre mi madre asimilada por él a simple estorbo y como tal perseguida allí donde cualquier persona decente habría sabido abstenerse, en su propia cama, en la debilidad que la reducía a dos pupilas torturadas por un delirio que no obstante le dejó la lucidez para responderle siempre a cada insulto con insulto y maldecirlo en el momento mismo de su muerte. Palabras al viento, me diría a lo largo de los tres días que él me mantuvo encerrada en un cuarto con llave mientras al otro lado de la puerta las sirvientas me contaban en voz baja cómo sus peones entraban y salían gritando obscenidades del rancho donde había arrastrado del pelo a Tomasa la noche siguiente a la partida de Eduardo. Palabras al viento, me cansé de repetir. Era una criatura entonces, no sabía que ningún hombre sensato deja que un moribundo lo maldiga.

No digo que fuera correcto meterla en un asilo, pero tampoco estaba bien que entrara en la familia. Ya bastante escándalo hubo con el padre de mi abuela y ese extraño tío que un día desapareció después de cambiarse el nombre jurando que nunca más pondría los pies en esta tierra. Mucho puede repetir mi abuela que la quería a Tomasa, yo no se lo creo. Ni le creo que fuera linda y se comportara siempre como es debido. Así lo cuente y lo recuente cada vez que se sienta conmigo en la terraza a esperar a las vendedoras de alegría y empieza a darle vuelta a sus recuerdos. Dice que de pronto le parece oír el roce de sus crinolinas por las baldosas de la casa, que cerrando los ojos oye su voz azuzando los caballos que conducían la calesa. Yo le pido que los cierre y entonces ella ve cosas: se ve rodando hacia el camellón que ya cambió de nombre, ve a Tomasa a su lado vestida de muselina blanca, un abanico aleteando sus mejillas y los rizos de su frente abiertos a la brisa. Lo malo con mi abuela es que lo que uno mira no es ni la sombra de lo que ella recuerda. Así pasó con la calesa que un día me mostró abriendo una enorme puerta cerrada desde hacía muchos años: parecía de verdad a la luz de una claraboya y apenas la toqué se me quedó entre los dedos: la silla, las ruedas, todo se convirtió en un polvo sucio que fue a perderse entre bichitos de humedad y algodones de telaraña. Esa vez tuve ganas de llorar, por mi abuela, porque me pareció muy triste que el tiempo se comiera sus recuerdos dejándola tan sola. Pero, con Tomasa es distinto y tendrá que reconocerlo. Yo no voy a soportar su mal olor ni su malacrianza. Una persona que escupe, que además tira su salivazo donde estoy jugando, hasta las ganas de jugar se me han quitado. Le importó un comino que recogiera mis bolas diciendo en voz alta lo que pensaba, no me oyó, ni más ni menos. Para sacarme el fastidio me puse a perseguir al tití por el ciruelo y cuando estaba a punto de atraparlo mi abuela se asomó y tuve que excusarme con el cuento de que ando buscando las ciruelas que están junto al tejado. De todos modos prefiero quedarme aquí, escondida entre las ramas, mirar a esa vieja sin que ella me vea. Un verdadero andrajo, hay que decir, el traje hecho a retazos mal cosidos y las piernas como embutidos atorados hasta reventar la piel. Mil años hace que por el cuerpo no le ha pasado el agua y eso que mi abuela la recuerda poniendo flores de jazmín en la tina de su baño. Suciedad o lo que sea uno diría que todo le da igual. Sigue inmóvil, no pestañea así las moscas se le acerquen a los ojos, no ha cambiado de postura desde que trajo de su cuarto el taburete. Pero a mí no me engaña, de la gente como ella yo he aprendido a desconfiar. Como ella es el brujo que pasa por el sardinel cuando llega la noche: va envuelto en una sábana blanca y blanca es la barba que le llega a la cintura. Tan brujo será que los muchachos del barrio no se atreven a molestarlo. Y mi abuela camina hasta la entrada para cuchichear con él. Una tarde, por andar de metiche probó su brujería conmigo haciéndome escribir en un papel un poema que yo no conocía; le bastó clavar en mí sus ojos azules y mi mano empezó a moverse contra mi voluntad. Aunque después leí el poema y lo encontré bonito, quedé curada de espanto para el resto de mi vida.

Una gitana le había dicho que un mal destino la aguardaba. Mirando un tabaco encendido entre muecas y contorsiones, una bruja se lo había en mi presencia confirmado. Tantos pájaros habían muerto al pie de su ventana, tantas hojas caían a su paso, tanto relinchaban los caballos cuando entraba a las cuadras y chillaban las lechuzas si cruzaba el patio que la gente se pasmaba al ver la tranquilidad con que tomaba la vida, indiferente a los signos que desde su nacimiento parecían condenarla a una oscura fatalidad. Su estadía en esta casa no fue a su desdicha sino una pausa marcada por dos decisiones igualmente arbitrarias, la de mi padre al arrojarla como hueso a sus peones, la de mi madre al traerla aquí —porque una desconocida intentaba venderla en el mercado anunciando que ya le habían llegado las primeras reglas— y destinarla, no al servicio, sino a acompañarme a mí a todos los cumpleaños y onces a los que fuera invitada en el curso de mi infancia. Cualquier otra distinta de Tomasa habría aprovechado a fondo su condición de señorita de compañía en una familia de mujeres que sabían por dónde le entra el agua al coco, descendientes de una abuela capaz de instalar sus lares en esta tierra de olvido porque la Inquisición había llegado a Cartagena y se creía en el deber de seguir el ejemplo de aquella santa corral que había a su turno abandonado herencia y parientes para escapar, en un mundo nuevo, a una sociedad que la quería inmaculada o puta, pero irremediablemente idiota, según explicó en un testamento que marcaría la pauta a más de cinco generaciones. De acuerdo con ese punto de vista, adoptado al pie de la letra por mi madre y sus hermanas, Tomasa no podía contentarse con pasar de clases de lectura a lecciones de solfeo, de dibujos temblorosos a primorosas acuarelas y todas las tontadas que entonces se aprendían, sino dedicarse a una actividad que le permitiera tomar en sus manos las riendas de su vida. De ahí aquellos cursos de corte y costura que ella aceptó a desgano, adormecida por un sinfín de sueños que le ayudaron a crear las novelitas de amor apiladas todavía bajo el polvo en un rincón de su cuarto. Más de mil veces la vi con uno de esos libros abierto sobre las piernas, la mirada perdida en una ensoñación que le velaba los ojos y la hacía sonreír. Era, supongo, su manera de escapar a la inquietante realidad de haber cumplido veinte años y descubrirse obligada a escoger entre un futuro de soledad y la opaca situación ofrecida por el portero del ABC o el cochero de las Casola, sus pretendientes de entonces, ella que secretamente aspiraba a uno de los hijos de las cuatro familias con linaje de la ciudad, aquellos muchachos altaneros que encontraba en casa de mis tías y veía fumando en corrillos por el camellón. Sólo el alucinado amor de las novelas podía conducirlos a llevarse de cuajo prejuicios e intereses para desposar a la señorita de compañía que desfilaba cada tarde frente a ellos en una calesa de ruedas amarillas. Y por eso fue que al amor Tomasa le apostó, solemnemente, revistiendo su elección de todo el drama inherente a un único objetivo, a una sola obsesión. Ya de por sí había algo desesperado en sus peinados tirantes y su maquillaje minucioso, en el ritual que acompañaba cada uno de sus movimientos al vestirse después de haber pasado el día entero sin comer para poder entrar en los corseletes que afinaban su talle y reducían su cintura al tamaño de la mía. Horas y horas frente al espejo, libros de urbanidad aprendidos de memoria, un aire complaciente, un afán de gustarle a todo el mundo, que todos olvidaran cómo había llegado a la ciudad, cómo era tan blanca si venía del pueblo, qué cara tenían esos parientes de los que nunca hablaba. Mis tías la recordaban llenando con telas envueltas en suspiros un baúl de esperanzas que el comején se comió: cada hilo sacrificado al encaje, decían, cada puntada dada sobre un tambor la acercaba inevitablemente a la tragedia que los presagios anunciaban sin que nadie se atreviera a hacerle la menor insinuación. Era cosa sabida que cualquier referencia a su pasado, la más leve crítica enjuiciando sus proyectos la sumía en un desmayo inexplicable al que sólo ponía fin el muñeco de alcanfor anudado en su pañuelo. De farsante, la trataban en la ciudad quienes se complacían en repetir a los cuatro vientos que de no haber intervenido la voluntad de mi madre, Tomasa habría terminado en el anonimato de un burdel: los camajanes, los venidos a más, todos los que resentían como un insulto su presencia en aquellas casas cuyas puertas ellos no podían franquear. Yo sin embargo adoraba a ese personaje trémulo, de tristezas repentinas, que vagaba por el patio ocultando un no sé qué de lánguido como perfume de flor herida a muerte. Había aprendido a adivinar sus temores, a no cortar nunca el hilo de sus sueños, a seguirla en silencio cuando portando una vela encendida cruzaba los corredores en sus eternas noches de insomnio. Era tanta mi fascinación que ni siquiera celos tuve al verla enamorarse de Eduardo. Y lentamente olvidarse de mí. Sin la menor aprensión acepté sus nuevos amores convirtiéndome en cómplice y testigo del más loco de los deseos. Un instinto tan viejo como el mundo me hacía volver transparente con tal de pasar inadvertida y en el bochorno de las tardes sorprender el ruido de sus voces, la intención de sus gestos, sus caricias furtivas. Por la ansiedad de sus ojos sabía en qué momento retirarme y dejarlos solos junto al tablero de dominó ante el cual habían fingido interesarse mientras sus rodillas se buscaban codiciosamente bajo la mesa. O hacerme la dormida cuando después de cenar bajaban al jardín y desaparecían en la oscuridad estrujando los helechos. Nunca fui tan solidaria de Tomasa, nunca la quise tanto. Todas las mañanas recogíamos juntas los pétalos de jazmín que perfumaban su baño y en el joyero heredado de mi madre la dejaba elegir sus broches y pulseras preferidos. Pasaba el día entero a su lado, iba tras ella como su sombra. De noche, si había luna llena, salíamos a cabalgar entre la luz azul por un camino que los peones habían abierto en el monte, adivinando apenas la presencia de las piedras, reconociendo las zanjas un segundo antes de saltarlas, y de prisa, las riendas flojas, las rodillas apretadas a los flancos sudorosos, llegábamos al jagüey donde Eduardo nos esperaba. Yo me iba a cazar luciérnagas para verlas brillar en el hueco de mi mano, ellos se alejaban, se oían sus pasos, las ranas, un crepitar de hojas secas, otra vez las ranas, de repente un quejido. Escondida entre los matorrales, mirando sus cuerpos arquearse y debatirse a un ritmo de tambores lentos, descubrí el amor que nunca me fue dado sentir, ni al casarme con el hombre que fue el padre de mi hija, ni más tarde, cuando se me dio por viajar de un lado a otro a la espera de que ese hombre regresara de la selva, en el fondo sabiendo que nunca regresaría y sin embargo esperándolo, hasta el día que una canoa trajo por el río, no los indios y pájaros que había ido a estudiar, sino su viejo fusil, un atado de ropas desteñidas y los retratos de esos indios, mejor dicho, de las indias de pechos fláccidos y sonrisas pasmadas entre las cuales seguramente encontró lo que yo no le podía dar. Ya entonces sabía que ningún hombre, ni él ni los otros encontrados en mis viajes, llegaría alguna vez a disociar de mi mente amor y castigo por mucho que la mutilación infligida por mi padre hubiera sido vengada, como lo fue una semana después de haber partido Tomasa al asilo, porque el azar quiso que nos encontráramos él y yo, él parado frente al portón del patio, yo trayendo por la brida el caballo de Eduardo que un momento antes había estado a punto de matarme. Él me miró, miró el caballo, hizo un gesto. Yo le pasé las riendas en silencio, sin advertirle que ese caballo, en la alambrada que tenía que cruzar para ir a la ciudad por el camino corto, acababa de ver culebrear a dos metros de él, centelleante y pérfida, una mapaná raboseco. Y conociendo su mal genio me puse a esperar, aquí mismo. Y al cabo de media hora revolotearon en el cielo los primeros goleros. Eso sólo lo sabe Tomasa porque sólo a ella se lo conté la vez que fui a visitarla al asilo. Y al contárselo, recuerdo, vi asomar de repente en esas pupilas muertas un brillo que me dejó helada. Lo que entonces pasó por su mente vine a entenderlo años después, exhausta de encontrarme siempre sola entre sábanas demasiado limpias, en la ansiedad de noches infinitamente blancas. Sintiendo la rabia de mi cuerpo supe entonces que un mismo rencor nos unía, que el mismo odio nos había vuelto hermanas, y quise verla aquí, arrastrando su queja por el viejo patio, sombra de lo que fue, pero al fin y al cabo sombra de un pasado que nos marcó a ambas determinando lo mejor y lo peor de nuestras vidas. Por eso la hice buscar. Y sí que la hice buscar, Señor, durante años.

Ir y venir, venir, ir, ir y venir así, invocando a las brujas por sus siete nombres, sin equivocarme de orden al nombrarlas, reposando siete días cada vez que la luna cambiara de forma. Ir y venir, todo habría salido bien si no me hubiera extraviado perdiendo la señal dejada en el primer círculo, un matarratón marcado con mis iniciales, pero no de cualquier modo, sino de suerte que nadie las reconociera. De pronto lo encontré y entonces ellas me indicaron que viniera aquí, las siete, una detrás de otra saliendo de los árboles, corriendo con la brisa gritaban que volviera, que en este patio Eduardo me aguardaba. Te espero cada noche en el jagüey, Tomasa, inútil que te encierres en tu cuarto, bajo las sábanas tu piel se enciende, tu cuerpo se dilata. Más tiempo permaneces sola, más osada te vuelven las ideas. Regresas enervada, incapaz de fijar tu mirada en la mía, me basta murmurar en tu oído las frases más locas para encontrarte abierta a mi deseo. Saliendo de un sueño lo vi un amanecer, en una playa cubierta de caracoles rojos donde las garzas negras viajaban a anidar, casi perdido en la neblina mientras yo corría tratando de alcanzarlo y él se iba desvaneciendo hasta a lo lejos animar la sombra de un pescador que entre el ruido de las olas me hizo aquello. Hacerlo, ir y venir, venir, ir, morir mil veces. Dejar correr la lluvia por mi cara, la vida por mis piernas, con mi placer arar la tierra, con mi cuerpo fecundarla, que goce, que crezca, que nazca, ir y venir contando las estrellas, siete estrellas, siete brujas, mirando las piedras del camino, las redondas, las cuadradas, seguida de gatos negros, negros de ojos dorados, dorados, verdes, dorados, gatos que asusten a la gente, yo huía de la gente, la husmeaba de lejos y me convertía en alga de laguna y dormía como rama seca entre los mangles y cubierta de fango pasaba por tronco flotando a la deriva de la ciénega. Me siguen los gatos, la luna se hace triste, ella se acerca, se inclina, todos han muerto, dice, sólo yo quedo en la casa. Sólo. Yo, Tomasa, conozco el temblor de tus piernas cuando te entro, en balde murmuras que me mueva, que te duelen las uñas, en balde tus puños me golpean, me gusta la inquietud de tu mirada, tus pezones cerrados, tus labios entreabiertos, me gusta salir de tu cuerpo y enfermarte de deseo recorriendo lentamente con mis labios la oscilación de tu vientre. Caminar, pisar el lodo, hundir los pies en el musgo, lodo, humedad de musgo, verde musgo, verde luz de la luna girando sobre la ciénega, girando con el viento, bailando entre la lluvia vengan brujas verdes, vayan, vuelvan, vengan al grito de la lechuza, al aullido del perro, a la palabra inventada, a la caricia secreta, luna verde de lluvia me espera al final del camino, me dejo ir, vente aquí, allá, donde te digo, donde yo quiero, buscándolo hice en el monte siete círculos de cristal y agua, de agua y vidrio, ir y venir buscándolo, ir y volver hallándolo en la yema de los dedos. Salir, entrar, entrar y salir, montar por los cocoteros y descubrirlas enredadas entre lianas, fumar con las siete la hierba de los sueños siguiendo el rastro de cadenas y telarañas, cruz sangre, triángulo oro, cruz sangre fumamos para ir más lejos que la sombra, más lejos que lo lejos, una mujer llora, una mujer protesta, recojan brujas mías el eco de su queja, que se vayan, que se vayan hombres de mirada triste, que se alejen huyendo, que huyan corriendo, somos olor de pantano, zigzagueo de salamandra, humedad de penumbra, corran si no aman los senos, huyan si temen las reglas hombres de dedos secos, de corazón vacío, corran, vayan que solos no estarán, en la ambigüedad otros hombres los esperan. Siete círculos tracé a mediodía, siete círculos ardieron a medianoche, en cada uno las brujas quemaron verdades y mentiras, rap, iob, cenizas hubo, oz, fa, ceniza y lluvia, iob, rap, ceniza y lluvia y vientos torcidos, sentada sobre siete hojas dejé pasar los días, tantos pasaron que las culebras se enroscaron en mis brazos y en mis manos las sabandijas pusieron huevos, azules, azules y blancos, blancos y rojos, tantos días que cubierta de telarañas vi a los pájaros hacer nidos entre mi pelo. No importa que el pelo se te llene de arena, Tomasa, deja que lo enrede la hierba y lo empuje la brisa, no me digas que estás cansada y te da miedo empezar de nuevo, mira que tengo tu olor en mi boca, que quiero llegar a lo más hondo de ti, hasta ese punto de tu cuerpo donde existes para ti sola y arqueada entre mis brazos, en un espasmo de muerte, te entregas a la vida. Voy a hundirme ahora en la ansiedad de tus piernas, Tomasa, ya te siento respirar de otra manera, balbucir palabras sin sentido, ya tus dedos se cierran en mi nuca, otra vez eres carne, gemido ciego, sabor de tierra. Después de ayunar siete días, sin metal alguno en mis manos, con mañas y sortilegios sacaré de la madera esencia, de la esencia el perfume, del perfume el recuerdo que lo hará volver. Un traje de muselina, entre cintas mis trenzas, volando sobre un círculo que en su centro tenga el signo del reclamo, veré su sombra convertirse en cuerpo que abrazará mi cuerpo, en labios que besarán mis labios y riendo, a carcajadas riendo las brujas cruzarán el patio, agitarán los árboles, arrancarán las tejas, convocarán el trueno, invocarán el rayo, ceniza y piedras arrasarán la casa, ceniza y piedras, ceniza y polvo, ceniza, nada.

Casi me caigo del ciruelo cuando la vi levantarse, vacilar un momento como si acabara de recibir cuerda y a paso de morrocoya dirigirse hacia el ciruelo donde yo estaba encaramada. Ya yo había recogido las ciruelas del tejado. Y las había metido en el bolsillo de mi overol, y haciendo equilibrio venía caminando por la rama sin mucho acordarme de ella, más bien creyendo que nada del mundo la haría abandonar su taburete y mañana la encontraría en el mismo sitio, un poco más mugrienta y cubierta de moscas. Pero se puso a andar y pasó bajo el ciruelo mascullando palabras que no entendí. Vi sus hombros curvados y su nuca terrosa, sentí ese olor que de ahora en adelante impregnará la casa para mortificación de todos, la vi alejarse. De un salto me tiré al suelo y me le fui detrás mientras ella seguía como sonámbula la hilera de guayabos, bordeaba la terraza y se paraba frente al estanque de las palomas. Para evitar problemas me detuve a su espalda temiendo que de pronto dé la vuelta y me descubra, aunque algo me dice que ahí se va a quedar, tanto tiempo como se quedó en el taburete, con la sola diferencia de que ahora parece murmurar una oración y sus hombros se estremecen no sé yo si porque ríe, o porque llora. La verdad es que nunca voy a saberlo, no me atrevo a preguntárselo y ya mi abuela me está llamando porque va a llover. Así que lo mejor que puedo hacer es irme. Así que sin mirarla me le acerco y en silencio, y para despedirme, le tiendo rápidamente un puñado de ciruelas.

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