Suele llamarse medicina complementaria y alternativa (CAM en inglés), o no convencional, a una amplia panoplia de terapias sin base ni comprobación científicas. Ellas son ejercidas casi siempre por individuos sin preparación médica o por médicos que ocultan sus diplomas universitarios para poder ejercer como chamanes.
Casi todos los habitantes de los países subdesarrollados se hacen tratar por curanderos. En los EE. UU., casi la mitad de la población recurre a la medicina «no convencional», en particular quiropráctica, homeopatía, acupuntura y herbalismo, pese a las advertencias del Consumer Report, que la gente consulta y acata antes de comprar automóviles y electrodomésticos.
Casi todas las terapias «complementarias y alternativas» son tradicionales, en particular las terapias herbalista, ayurvédica y china tradicional. Unas pocas, aunque influyentes, son mucho más recientes: homeopatía, quiropráctica, iridiología, osteopatía, y otras menos difundidas. Examinemos brevemente tres de las medicinas «alternativas» más populares: medicina holística, homeopatía y naturopatía.
La palabra «holista» (o «globalista») es una de las consignas posmodernas, porque sugiere lo contrario del análisis y la razón, los que a su vez son blancos de los ataques contra la modernidad (véase Balibar y Rajchman, 2011). La medicina holística suele presentarse como novedad pero no lo es. En efecto, el tratamiento del paciente como un todo es una característica de las medicinas tradicionales: ellas trataban a los enfermos como si fuesen cajas negras debido a su ignorancia de la anatomía, la fisiología y la bioquímica. En cambio, la medicina científica trata a los pacientes como cajas translúcidas susceptibles de ser desmanteladas, al menos conceptualmente, por medio de la anatomía, la fisiología y la bioquímica.
En términos conceptuales, el análisis de un sistema consiste en identificar su composición, ambiente, estructura y mecanismo. Estos aspectos se definen esquemáticamente como sigue:
Composición: Conjunto de los constituyentes a cierto nivel (molecular, celular, etc.).
Entorno: Medio o ambiente inmediato (familia, empresa, etc.).
Estructura: Conjunto de las conexiones entre los componentes (ligamentos, comunicación hormonal, etc.).
Mecanismo: Proceso(s) que mantienen al sistema como tal (digestión, circulación de la sangre, etc.).
Este análisis evoca seis grupos de doctrinas ontológicas (metafísicas), algunas de ellas de añeja prosapia:
Ambientalismo
El entorno es omnipotente. Ejemplos: la hipótesis de que todas las enfermedades son causadas por las «miasmas», y el conductismo.
Estructuralismo
Un todo es el conjunto de las conexiones. Ejemplos: la psicología conexionista y la tesis sociológica de que lo único que importa en una sociedad son las redes de comunicación (como si pudiera haber grafos sin nodos).
Procesualismo
Una cosa concreta es un atado de procesos. Ejemplo: la metafísica procesual de Alfred North Whitehead.
Holismo
El todo precede y domina a sus partes. Ejemplos: la metafísica de Aristóteles y la medicinas orientales tradicionales.
Individualismo
Un todo no es sino el conjunto de sus partes. Ejemplos: el atomismo antiguo y la tesis de que la salud depende exclusivamente de los hábitos del individuo.
Sistemismo
El universo es el sistema de todos los sistemas. Ejemplos: Holbach (1996), Bunge (1979).
Las cinco primeras doctrinas son lógicamente erróneas. El holismo y el individualismo son erróneos porque los conceptos de todo y de parte se definen recíprocamente: no hay el uno sin el otro. El ambientalismo es factualmente falso porque todo ente concreto es activo: su entorno lo influye pero no lo crea. El estructuralismo es falso porque, por definición, no hay red sin nodos (individuos). Y el procesualismo es falso porque, también por definición, todo proceso (por ejemplo, movimiento y metabolismo) es una sucesión de estados de alguna cosa concreta: no hay proceso sin cosas cambiantes ni cosas inmutables.
En definitiva, sólo el sistemismo queda indemne. Esta ontología, propuesta inicialmente por el Barón Thiry d’Holbach a mediados del siglo XVIII, postula que todo cuanto existe realmente (materialmente) es un sistema o un componente de un sistema. Se ha argüido que el sistemismo es la ontología adecuada a las ciencias modernas, de la física cuántica a la historiografía (Bunge, 2012a).
La medicina científica es sistémica, en tanto que admite que las partes del organismo humano, aunque distintas, están conectadas entre sí. Por ejemplo, el cerebro deja de sentir, pensar y decidir normalmente cuando no está bien irrigado; y la lectura de una palabra, que ocurre en la corteza parietal, puede evocar una imagen visual, que ocurre en la corteza visual. Y no hay parte del cuerpo en la que no fluyan hormonas que llevan «mensajes» químicos.
La medicina moderna también es analítica, en cuanto distingue órganos con funciones específicas, o sea, procesos que sólo ocurren en esos órganos. Más aún, lo sistémico implica a lo analítico. Y también incluye al componente válido del holismo: la tesis de que una totalidad no es igual al conjunto de sus componentes, ya que posee propiedades globales de las que éstos carecen.
Estas propiedades suelen llamarse sistémicas o emergentes (véase Bunge, 2004). Ejemplos: el estado sólido y el estado vivo, y los procesos metabólico y de morfogénesis. Todas las enfermedades son emergentes, por ocurrir solamente en organismos, aun cuando algunas (p. ej., el cáncer y el síndrome de Down) tengan raíces moleculares y otras (p. ej., el estrés) tengan causas sociales.
Advertencia: la definición precedente de emergente difiere de la que suelen dar los diccionarios, según la cual emergente es lo que no puede explicarse por análisis. Conforme a esta definición, la categoría «emergencia» sería gnoseológica (perteneciente al conocimiento), no ontológica (perteneciente al mundo). Por ejemplo, según los reduccionistas radicales nada moriría, porque los constituyentes elementales de un organismo, como carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, se conservan.
Pero es evidente que la estructura de un sistema, o sea, el conjunto de las conexiones (en particular interacciones) entre sus partes, es tan importante como éstas. Por ejemplo, una célula muere —se transforma en una mera colección de moléculas— al descomponerse su membrana y al dejar de sintetizar proteínas y de metabolizar. La propiedad de estar vivo es emergente, como lo son la capacidad de pensar y la sociabilidad. Y las propiedades emergentes son peculiares de sistemas, a diferencia de las meras colecciones o conjuntos.
Para comprender la diferencia entre lo analítico y lo sistémico basta comparar un atlas anatómico contemporáneo con uno medieval. En éste, los órganos internos estaban desconectados entre sí, mientras que en un atlas contemporáneo están interconectados, si no directamente al menos a través del cerebro. Además, el médico contemporáneo estudia y trata al paciente a todos los niveles, desde el molecular hasta el social. Por ejemplo, un análisis rutinario de sangre incluye la identificación de ciertas proteínas, y una consulta clínica puede incluir una averiguación de las relaciones de familia o las condiciones de trabajo del paciente.
O sea, la medicina contemporánea es sistémica y con ello también es analítica, mientras que la tradicional es holística. Pero, desde luego, al pretender tratar la totalidad, al holista se le escapan las peculiaridades de las partes. Esto explica en parte el fracaso de las terapéuticas holistas, ya que sobre las membranas celulares hay receptores selectivos, o sea, estimulados o inhibidos solamente por moléculas específicas. Por ejemplo, el sildenafil, la droga activa del Viagra, sólo obra sobre el pene, mientras que los afrodisíacos actúan solamente sobre receptores en células del cerebro en ambos sexos. Los receptores de insulina están mucho más difundidos en el cuerpo: se hallan en células de músculos y de tejidos adiposos, lo que se explica por la afinidad de la insulina con la glucosa, que es como el pan del organismo.
Casi todos los receptores son proteínas, moléculas de tamaño por lo menos 100 veces mayor que el de los fármacos. (Contrariamente a la creencia popular, la naturaleza no es tan económica como la industria: el proceso evolutivo es lento, errático y costoso en vidas). La forma geométrica y la carga eléctrica de los receptores se ajustan sólo a la de unas pocas moléculas: son altamente selectivos, o sea, no tienen afinidad con las demás.
Esta selectividad es un mecanismo de selección natural. Un organismo incapaz de distinguir las moléculas benéficas de las dañinas no sería viable. A propósito, la existencia de receptores selectivos refuta la creencia de Friedrich Nietzsche, de que una moral «más allá del bien y del mal» favorece a la vida. La física y la química no necesitan el concepto de valor, porque éste emerge recién al nivel biótico. Antes de la emergencia de los organismos, hace más de 2000 millones de años, no había bien ni mal. Pero volvamos al mecanismo de acción de los medicamentos.
La molécula incidente, como la de un remedio, es eficaz solamente si encaja en la enzima receptora: éste es el mecanismo llamado cerradura-llave. Esto explica por qué la mayoría de los medicamentos modernos son específicos, o sea, actúan solamente sobre algunas partes (p. ej., tejidos u órganos) del organismo o sobre algunos patógenos. Por ejemplo, la adrenalina es eficaz como estimulante cardíaco porque las membranas de las células del corazón tienen receptores de adrenalina, que no se hallan en otros órganos.
La especifidad de tales receptores también explica el mecanismo de acción de lo que su descubridor, Paul Ehrlich, llamó «balas mágicas». Estas drogas sólo matan a ciertos organismos patógenos, como ocurre con Salvarsan, el primer remedio eficaz contra la sífilis, que el mismo Ehrlich inventó en 1910. Los receptores, de los que hay más de 2000 clases, constituyen la clave de la farmacología científica. Por esto mismo constituyen la raíz de la farmacoterapia contemporánea, en contraste con las medicinas tradicionales y las mal llamadas «alternativas», todas las cuales ignoran la existencia de receptores.
Lo que antecede es algo simplista, porque muchas moléculas son eficaces sólo si van acompañadas de moléculas de otras clases. En otras palabras, en muchos casos no basta activar (estimular o inhibir) un receptor, sino que es necesario activar simultáneamente a dos o más receptores. Además, la sensibilidad de un receptor puede depender tanto de su entorno inmediato como del ambiente. Pero en todos los casos lo que cuenta no es el organismo íntegro sino solamente una parte minúscula de él. Vaya esto como advertencia contra el holismo o globalismo, que pretende tratar a la totalidad con desconocimiento de sus partes.
La homeopatía no es holista, porque reconoce la necesidad de usar remedios específicos. Pero los presuntos específicos homeopáticos son imaginarios, ya que los homeópatas no hacen ni usan estudios farmacológicos que muestren los efectos de sus preparados al nivel molecular. Tampoco hacen ensayos clínicos que prueben la mejoría de los pacientes que toman remedios homeopáticos. En efecto, los homeópatas cometen la falacia post hoc propter hoc (después de eso, por tanto, a causa de eso).
Más aún, los homeópatas se limitan a aplicar los principios («leyes») que Samuel Hahnemann formuló hace dos siglos, y a recopilar anécdotas de presuntas curaciones. No utilizan ninguna de las herramientas diagnósticas de la medicina «alopática» (microscopio, rayos X, análisis bioquímico, bacteriológico, parasitológico, etc.). Tampoco ponen a prueba la eficacia de los medicamentos que recomiendan, los que son producidos por grandes firmas especializadas, que no invierten en investigación ni emplean a farmacólogos. Todos esos presuntos remedios son diluciones de supuestos principios activos de origen vegetal. Estas diluciones son tan extremas, que lo que ingiere el paciente es agua casi pura o, en el caso de pastillas, excipiente casi puro.
En efecto, un medicamento homeopático cualquiera se prepara diluyendo una «tintura madre» constituida por un producto natural (vegetal, animal o mineral). Cada vez se extrae una centésima parte de lo que quedó: en un frasco que contiene 99 gotas de alcohol, se echa una gota del líquido contenido en el frasco anterior, de modo que a cada paso se obtiene una centésima parte de lo que quedó. Por ejemplo, en la dilución No. 5 queda (1/100)5 = 10−10 de la cantidad inicial; y al cabo de 30 diluciones, que es el número recomendado, sólo queda (1/100)30 = 10−60, o sea, menos de una molécula por galaxia. (Véase Sanz, 2010.) Los existencialistas creen que todo es nada; los homeópatas, que nada es todo.
Es claro que se cuentan a menudo casos de mejoría o aun de curaciones debidas a tratamientos homeopáticos. Pero, dado que en ningún caso se hacen experimentos controlados, hay que suponer que la mejoría, cuando ocurre, es un efecto placebo. Sin embargo, aun cuando el porcentaje (desconocido) de casos positivos fuese apreciable, no debiera descontarse el porcentaje (desconocido) de fatalidades causadas por no haber recurrido a tiempo a la medicina científica. La proliferación celular maligna es un proceso celular causado por la inhibición de la apoptosis (muerte celular programada), cuya raíz molecular no puede ser afectada por unas gotas de agua coloreada. En el caso del tratamiento homeopático no hay mecanismo biológico posible que medie entre insumo y producto: sólo hay ilusión. En definitiva, la homeopatía es una caja negra en la que ingresan agua, dinero e ilusión, y de la que salen dinero y autoengaño.
La naturopatía es un componente del naturismo, el que a su vez es la doctrina filosófica según la cual todo lo malo se origina en un apartamiento de la naturaleza. (No se confunda el naturismo con el naturalismo, la filosofía que rechaza todo lo sobrenatural y sostiene la identidad del universo con la naturaleza, así como la reducción de todo lo humano a lo zoológico: véase p. ej., Krikorian, 1944, Shook y Kurtz, 2009. En cambio, el naturismo es esencialmente un juicio de valor: «Lo natural es mejor que lo artificial»).
El naturismo, parte de la filosofía estoica de la antigua Grecia, fue resucitado en el siglo XVIII por Rousseau, y continuado en el siglo siguiente por los Románticos alemanes, en particular Goethe, cuya consigna fue «¡Vuelta a la naturaleza!». En el siglo XX el naturismo fue parte de tres movimientos sociales muy diferentes en todo lo demás: el anarquismo, el movimiento juvenil y, a fines del siglo, el ecologismo radical.
La popularidad del naturismo no afectó a la farmacología alemana, que hizo eclosión al mismo tiempo. Pero el naturismo, al unirse al culto de Nietzsche, adquirió socios políticos un siglo después del Romanicismo alemán: el anarquismo en las naciones latinas, y el nazismo en Alemania. También cambió el estilo de vida de millones de jóvenes, que adoptaron el vegetarianismo, el nudismo, una moral sexual sin obligaciones, y el antiintelectualismo.
El ecologismo radical (o «profundo») de fines del siglo XX invirtió el mito bíblico de que la naturaleza era un regalo de Dios al hombre: afirmó que, por el contrario, la humanidad debía sacrificarse por la naturaleza. En particular, había que eliminar las industrias contaminantes, en especial la minera la química. Esta campaña tuvo un resultado positivo: alentó la «química verde», que se propone obtener los mismos productos que la «marrón» usando reactivos menos contaminantes, lo que es posible en muchos casos. También puso en jaque a las compañías mineras que están causando daños ambientales irreversibles, al contaminar el suelo y el agua. Pero volvamos a la medicina.
El caso de la naturopatía es gnoseológicamente similar al de la homeopatía, pero ontológicamente diferente: también en este caso prevalece la ignorancia de la ciencia, pero ahora hay causas y por lo tanto también hay efectos. En efecto, a diferencia de las dosis homeopáticas, que son inocuas por ser microscópicos o incluso nulos, los remedios naturales, casi todos vegetales, se incorporan al metabolismo y por lo tanto lo alteran en alguna medida. Incluso una taza de té de menta tiene algún efecto: el mismo que un vaso de agua, además del posible efecto placebo. Además, al hervir agua para hacer té se matan las bacterias que contiene el agua extraída de estanques o de pozos.
Es verdad que la mitad de los 100 fármacos más utilizados son de origen vegetal; también es cierto que las bebidas hechas con algunas hierbas tienen efectos levemente benéficos a corto plazo. Pero algunos productos naturales muy populares tienen efectos adversos, unos directamente y otros por interactuar con fármacos (De Smet, 2002). Por ejemplo, regaliz (u orozuz), guaraná, valeriana y ginseng son tóxicos; y St. John’s Wort, antes recomendado contra la depresión leve, interfiere con contraceptivos orales y con otros fármacos. En todo caso, los pocos ensayos rigurosos de hierbas medicinales han sido hechos por investigadores científicos. Ninguno de los miles de ensayos publicados en revistas de medicina china tradicional ha sido riguroso (Tang y otros, 1999).
Siempre que se trate de productos naturales se debieran plantear dos interrogantes: ¿qué efectos adversos tiene esa hierba, y cuál es la dosis adecuada? Desgraciadamente, la venta de esos productos no está regulada porque suele creerse que, por ser naturales, son tan inofensivos como las hortalizas. A diferencia del herborista, el fabricante de remedios sintéticos tiene la obligación legal de responder estas preguntas con base en investigaciones de laboratorio y ensayos clínicos. El problema de ensayar los remedios naturales es extremadamente difícil porque toda hierba, toda raíz, toda semilla y todo hongo contiene moléculas de decenas de clases diferentes, de modo que, sin aislarlas y ensayarlas de a una, es imposible saber cuál de ellas es el llamado «principio activo», es decir, el que ha causado el efecto dado.
(Dicho sea de paso, las moléculas no pueden ser causas: la causa en cuestión, cuando existe, es el ingreso de la molécula como reactivo en un proceso metabólico o en algún proceso aun más elemental, como la inhibición o el estímulo de la síntesis de alguna proteína. El motivo de ello es que, por definición, los vínculos causales existen entre sucesos, no entre cosas ni entre propiedades. Por ejemplo, no es el puñal sino la puñalada lo que tajea, y no es el arsénico sino su ingestión lo que envenena).
Debido a que nunca se conoce en detalle la composición de cada producto natural, tampoco se conocen los mecanismos bioquímicos que desata, acelera o retarda cuando se lo ingiere. Esta ignorancia obliga a proceder por acierto y error, en lugar de recurrir al método científico. Por el contrario, cuando se conoce la composición de una sustancia, así como los rasgos sobresalientes del mecanismo en el que es preciso intervenir, se pueden formular y poner a prueba hipótesis precisas sobre los posibles resultados de la acción del medicamento.
Con todo, en años recientes algunas medicinas heterodoxas han sido sometidas a ensayos clínicos. En particular, entre 1999 y 2009, los National Institutes of Health han invertido muchos millones de dólares en investigar la eficacia de una enorme variedad de terapias alternativas, desde la «curación a distancia» hasta remedios védicos y chinos, campos magnéticos y una multitud de hierbas y hongos, sin que se confirmase la eficacia de siquiera uno de ellos (Mielczarek y Engler, 2012). La moraleja metodológica es evidente: está mal proceder a ciegas, por acierto y error, en lugar de someter a la prueba experimental (de laboratorio y clínica) a hipótesis compatibles con el grueso del conocimiento científico.
Lo dicho no involucra rechazar de plano todos los productos naturales. Sabemos por experiencia que algunos de ellos son efectivos, y que otros contienen moléculas utilizables en la fabricación de fármacos. Pero otros, como la efedra y la raíz de acónito, son tóxicos. El problema de los posibles efectos adversos de las hierbas medicinales japonesas ha sido investigado en el Hospital Rosai de Kamisu, Japón, encontrándose que la quinta parte de las hierbas recetadas entre 2002 y 2009 tuvieron efectos adversos (Sakurai, 2011).
También es sabido que todas las terapias son eficaces en alguna medida, gracias a dos factores. Uno es la vis medicatrix naturae, o retorno espontáneo a la salud, tan apreciada por la escuela hipocrática, y cuyos mecanismos son investigados por la inmunología. El segundo factor que realza las virtudes reales de todos los tratamientos es el conjunto de efectos placebo, que son reales aun cuando los objetos placebo, como la plegaria y el agua coloreada homeopática, no actúen al nivel molecular. (Más en el Capítulo 5.)
En definitiva, las llamadas medicinas alternativas manejan productos de naturaleza (composición y estructura) desconocida, que aplican a personas no estudiadas y con efectos de tipo e intensidad desconocidos. En suma, parten de la ignorancia y regresan a ella. El circuito es: ? → ? → ?. Por consiguiente, las llamadas medicinas alternativas no son tales sino, más bien, alternativas a la medicina propiamente dicha.
En resumen, las terapias alternativas son tan infundadas e ineficaces como las tradicionales, pero hay algunas diferencias importantes entre ellas. En primer lugar, mientras que las medicinas tradicionales contenían algunas reglas razonables respecto de profilaxis y dietas, las «alternativas» no han contribuido nada verdadero ni útil a la salud. Segundo, mientras que las medicinas tradicionales eran artesanales y se transmitían principalmente por tradición oral, las alternativas actuales están acopladas a grandes industrias y son publicitadas intensamente. Por último, la superstición médica era justificable cuando no existían las ciencias biomédicas, pero hoy día éstas están muy desarrolladas, de modo que lo que antes fue mero error involuntario y en pequeña escala hoy es estafa en gran escala.
¿Cómo se explica la popularidad de las seudociencias en un campo tan importante y cultivado como es el cuidado de la salud? Como todo hecho social, éste tiene varias causas. He aquí algunas de ellas:
Las terapias «alternativas» constituyen la medicina de los ignorantes del método científico, y éstos son mayoría en cualquier sociedad; en efecto, cualquier seudociencia se aprende en pocos días, mientras que el aprendizaje de cualquier ciencia exige muchos años.
La medicina «alternativa» es la de los desahuciados por la medicina «oficial», que aún no ha encontrado tratamientos eficaces de sus males; por ejemplo, el filósofo Paul Feyerabend, autor de la máxima «Todo vale», sufrió de intensos dolores lumbares hasta que recurrió a una maga londinense que, según él, lo curó; esta experiencia le bastó para renegar de la ciencia y proclamar su célebre consigna: «Todo vale».
El relativismo cultural, que suele predicarse en nombre de la tolerancia, niega la posibilidad de la verdad objetiva y universal, de modo que sostiene que las diferencias entre el chamanismo y la medicina científica son culturales o ideológicas. El célebre Informe Flexner (1910) dedicó un largo capítulo a condenar severamente lo que llamó las «sectas» médicas, como la homeopatía y la osteopatía, y a criticar la tolerancia para con su práctica profesional. Un siglo después, algunas grandes universidades han olvidado ese informe y han incorporado la enseñanza de esas sectas en nombre de la tolerancia, lo que equivale a descriminalizar el crimen.
Muchos desconfían de la industria farmacéutica porque vive del dolor ajeno y porque ha cometido algunos errores y delitos imperdonables, como vender cocaína, heroína, Talidomida, Vioxx, Avandia, Avastín y otras drogas dañinas. Pero esta justa condena no les impide a los escépticos comprar aspirinas o antibióticos.
La contracultura y su contraparte académica, el posmodernismo, que se fabrica en facultades de humanidades, es consumida por un amplio sector compuesto de personas que sienten asco por todo lo que huela a ciencia.
Las revistas y editoriales sensacionalistas han sabido vender todo lo alternativo a la racionalidad y la contrastación experimental, como el libro Ageless Body, Timeless Mind,[*] del ayurvédico y espiritualista Deepak Chopra.
El oscurantismo académico, en particular el rechazo de los ideales intelectuales de la Ilustración francesa (racionalidad, cientificismo y progresismo). Este oscurantismo, que otrora fuera propio del conservadurismo político, es hoy compartido por sedicentes progresistas, que juzgan a la ciencia desde un punto de vista político, en lugar de hacer política con ayuda de la ciencia social.
La Organización Mundial de la Salud, órgano de las Naciones Unidas, admite que «Para mejorar el enfoque de las medicinas tradicionales es necesario evaluar su calidad, seguridad y eficacia en base a la investigación» y, sin embargo, «insta a los Gobiernos nacionales a que respeten, conserven y comuniquen ampliamente el conocimiento médico tradicional» (WHO, 2011). Y los National Institutes of Health dedican 531 millones de dólares por año a las medicinas complementarias y alternativas. En resumen, el curanderismo, que antes era prerrogativa de la incultura popular, ahora también proviene de arriba.
El conservadurismo político, como el que practicaba el presidente George W. Bush cuando se opuso al uso médico de células madre y preconizó el reemplazo de la biología evolutiva por la doctrina religiosa del «diseño inteligente», lo que provocó que su sucesor, Barack Obama, declarara: «Hemos visto que la integridad científica ha sido socavada y la investigación científica ha sido politizada con el fin de promover ciertos programas ideológicos» (White House, 2010).
En resumen, las seudociencias son más populares que las ciencias porque la credulidad está más difundida que el espíritu crítico, el que no se adquiere recopilando y memorizando informaciones, sino repensando lo aprendido y sometiéndolo a prueba. Es deber de los científicos, médicos, filósofos y periodistas científicos el denunciar los fraudes y peligros de las medicinas «no convencionales», como lo hicieron Martin Gardner (1957), Robert Park (2000) y R. Barker Bausell (2007) entre otros.
Es deber de los organismos de salud pública el proteger a la población de esas supercherías, empezando por despojar de la acreditación a las universidades que las enseñan. Esta medida se tomó en los EE. UU. cuando la Carnegie Foundation publicó su famoso informe sobre la educación médica en los Estados Unidos y Canadá (Flexner, 1910). Pero desde entonces las seudociencias han reaparecido en varias universidades prestigiosas en casi todo el mundo, a menudo en nombre de la apertura. La tolerancia cabe en materia de gustos y opiniones cuya adopción no pone en jaque el bienestar público. Pero debiéramos ser intolerantes para con el charlatanismo médico, porque hace mal a la salud y degrada la cultura (Bunge, 1996).