He aquí la siguiente queja en boca de Tolstói:

Todas las estéticas existentes están construidas sobre este plano. En lugar de proporcionar una definición del arte verdadero y a continuación, dependiendo de si una obra encaja o no en esa definición, determinar qué es arte y qué no lo es, reconocen como arte cierta clase de obras que, por alguna razón, gusta a los miembros de cierto círculo e inventan una definición de arte que incluya todas esas obras1.

No estoy de acuerdo del todo con esto. Cuando percibimos sin mediación alguna que unas obras de arte son mejores que otras, estamos ejerciendo gran autoridad; y eso tiene en nuestro ser un efecto moral e intelectual muy profundo: tanto o más que las reflexiones filosóficas sobre el arte en general que podamos emitir. De hecho, si Tolstói tuviera razón, los críticos se verían obligados a formular de manera explícita una ética y una estética antes de pronunciarse con total seguridad. Me resisto a creer que esto sea necesario; y, dado que lo que me ocupa aquí es ofrecer una definición del arte en general, y no emitir un juicio sobre obras concretas, diría más bien lo opuesto: que lo que hay que juzgar a la luz de las grandes obras de arte es nuestra estética, de la cual aquellas son independientes; y que sería normal que perdiésemos la fe que les tenemos a Kant y a Tolstói si descubriéramos excentricidades imperdonables en los juicios que emiten sobre el mérito en el arte. Por tanto, empecemos diciendo que Shakespeare es el más grande de todos los creadores; y, partiendo de eso, dejemos que se alce nuestra estética hasta ser justificación filosófica de un juicio tal. Y obsérvese que en la filosofía moral
puede y, según yo lo veo, debe usarse un método parecido. Esto es, si una filosofía moral no da cuenta de manera satisfactoria o suficiente de lo que en términos no filosóficos sabemos que es el bien, entonces, a la basura con ella. ¿Estamos acaso en condiciones de ofrecer una definición unívoca del arte? Lo mismo cabe preguntarse acerca de la moral. Porque está claro que tanto el arte como la moral se pueden definir de dos formas diferentes: o bien por medio de una especie de mínimo común denominador, formulando preguntas del tipo «Aparte del mérito, ¿qué distingue a un objeto artístico de otro al que haya dado forma la naturaleza o el azar?» y «Aparte de los valores que expresa, ¿qué distingue a un juicio ético de la simple constatación de un dato o qué lo distingue de un juicio estético?». Si no, la otra forma de definir el arte y la moral sería mediante el estudio de sus manifestaciones más excelsas, hasta dar con qué es la esencia del arte verdadero y de la mejor moral. Igualmente, aunque se busque exclusivamente o lo uno o lo otro, está claro que no siempre es fácil deslindar ambas definiciones. No me ocupa en estas páginas la primera de ellas, la del mínimo común denominador; aunque creo que merece la pena formularla y que algo se puede sacar al responder a la pregunta: «¿Qué tienen en común todos los juicios éticos?» (eso sí, menos de lo que creen algunos filósofos contemporáneos, como es el caso de R. M. Hare); y lo mismo valdría para los juicios estéticos. Sin embargo, dicha investigación es mucho menos importante que la otra; y está claro que al acometer esta última estaremos decantándonos por lo que nos parece más valioso y (por mucho que les pese a algunos filósofos) estaremos emitiendo juicios de valor. Con razón dice Tolstói: «La valoración de los méritos del arte […] depende del modo en que cada cual entiende el sentido de la vida, de lo que considera bueno o malo en la vida»2. Sea lo que sea lo que veamos en el arte, entretenimiento, educación, una revelación de la realidad, o incluso el arte por el arte (y váyase a saber qué significa esto último), eso revela ya de por sí qué consideramos valioso y (lo que es lo mismo) cómo entendemos en lo esencial el mundo. Uno de los intentos más interesantes por definir el arte en época moderna y, de hecho, uno de los pocos que tienen interés desde un punto de vista filosófico, es el que formuló Kant en la Crítica del juicio. Aquí me propongo
acercarme a mi propio esbozo de definición después de valorar y someter a crítica la que ofrece Kant, y que resumiré como sigue: al hablar del juicio estético, Kant distingue entre lo bello y lo sublime; y, al hablar de lo primero, distingue a su vez entre la belleza libre y la que es dependiente. El verdadero juicio del gusto atañe a la belleza libre. En ella, según Kant, la imaginación y el entendimiento operan en armonía al percibir un objeto sensorial que no se presenta bajo ningún concepto concreto y es verificado de acuerdo a una ley que no podemos formular. La belleza está «inmediatamente unida con la representación mediante la cual el objeto es dado (no mediante la cual es pensado)»3. La belleza es cuestión de forma. Lo verdaderamente bello no depende del interés, no lo mancillan ni el bien, ni placer alguno ajeno al acto de representación del objeto en sí. No tiene nada que ver ni con el encanto ni con la emoción. Lo que es bello exhibe una «finalidad sin fin»; se ha compuesto como con un fin y, sin embargo, no podemos decir que tenga fin alguno. Es, además, por usar la terminología de Kant, universal aunque subjetivo; y necesario, aunque no apodíctico. Es decir, cuando ponemos sobre la mesa un juicio relativo al gusto, lo hacemos, aunque no podamos probarlo, desde el «sentido común» (sensus communis); y, al hacerlo, «solicitamos aprobación», pues consideramos que todos deberían considerar bello lo que bello consideramos nosotros. Pero, dado que, ex hypothesi, no podemos formular la regla según la cual se construyen los objetos bellos, es este un juicio que no podemos demostrar. Diría más, el juicio estético es inmediato; y el placer que nos depara lo bello, inseparable de su asimilación. De hecho, es la síntesis misma: la que reúne las piezas hasta dar con una representación sin conceptos. Lo que Kant llama juicio estético se puede formar en relación tanto con el arte como con la naturaleza, y es el mismo Kant quien afirma que el arte y la naturaleza nos agradan porque se asemejan el uno a la otra; es decir, que le tomamos gusto a la naturaleza cuando parece que ha sido construida siguiendo un designio, y al arte se lo tomamos cuando parece que no tiene ninguna finalidad. Como ejemplos de una belleza libre, es decir, verdadera, Kant da las flores, los pájaros, los motivos que reproduce el papel pintado en las paredes, esas líneas que se entrelazan sin seguir ningún designio, y «toda la música sin texto». Dice también: «El canto mismo de los
pájaros, que no podemos reducir a reglas musicales, parece encerrar más libertad y, por tanto, más alimento para el gusto que el canto humano mismo dirigido según todas las reglas musicales»4. «En el juicio de una belleza libre (según la mera forma), el juicio de gusto es puro»5. Como ejemplos de belleza dependiente, da «la belleza humana, la belleza de un caballo, de un edificio», la cual «presupone un concepto de fin que determina lo que deba ser la cosa; por tanto, un concepto de su perfección». Así, por ejemplo, cualquier intento por representar un personaje tipo echará a perder la pureza de la belleza al introducir en liza un concepto; y, por supuesto, fatal es asimismo la más mínima preocupación por la idea del bien, o por un contenido moral. Cualquier «enlace de la satisfacción estética con la intelectual» redunda en algo que no es un juicio puro del gusto (aunque pueda serlo, y muy bueno, de muchas otras cosas). Por lo que respecta a lo sublime, lo cual diferencia de lo bello, Kant tiene todo esto que decir: mientras que la belleza no está relacionada con la emoción, el sentido de lo sublime sí que lo está. En puridad, aunque hay objetos que pueden ser bellos, ningún objeto es sublime. Son más bien ciertos aspectos de la naturaleza los que despiertan en nosotros el sentimiento de la sublimidad. Mientras que la belleza resulta de la armonía entre la imaginación y el entendimiento, la sublimidad resulta de un conflicto entre la imaginación y la razón. (La belleza es un concepto intermedio del entendimiento, la sublimidad es un concepto indeterminado de la razón). Lo que en la naturaleza es vasto e informe, o vasto, poderoso y terrorífico, puede despertar el sentido de sublimidad, siempre y cuando no sea miedo lo que sintamos. Una cadena montañosa, el cielo estrellado, el tormentoso mar, una gran cascada: estas cosas suscitan en nosotros lo sublime. Ahora bien, Kant define lo sublime de la manera siguiente: «es un objeto (de la naturaleza) cuya representación determina el espíritu a pensar la inaccesibilidad de la naturaleza como exposición de ideas»6. Es un sentimiento que «nos hace, en cierto modo, intuible la superioridad de la determinación razonable de nuestras facultades de conocer sobre la mayor facultad de la sensibilidad»7. Esto es, la razón impone su ley y nos lleva a comprender lo que tenemos delante como una totalidad. Para Kant, y también para Hegel, la razón es la
facultad que busca el todo por sistema y aborrece lo que está incompleto o yuxtapuesto. Delante del cielo estrellado, o de las montañas, la imaginación hace lo que puede por cumplir con esta exigencia de la razón, y fracasa en el intento; de tal manera que, por un lado, experimentamos desasosiego al ver que la imaginación no alcanza a comprender lo que tenemos delante; y, por otro, sentimos el regocijo de ser conscientes de la naturaleza absoluta que ostenta esta exigencia de la razón, la cual excede los límites de la pura imaginación sensible. Estos sentimientos encontrados, apunta Kant, se parecen mucho a la idea de Achtung, que es lo que se siente al respetar la ley moral. «El sentimiento de la inadecuación de nuestra facultad para la consecución de una idea, que es para nosotros ley, es respeto»8. Achtung es sentir lo doloroso que es que una exigencia moral frustre nuestra naturaleza sensorial; y cuán gozoso es saber que nuestra naturaleza es racional: es decir, sentimos la libertad de actuar conforme a la exigencia absoluta de la razón. Lo bello y lo sublime están relacionados con lo bueno; y también, de diferentes maneras, con la idea de libertad. Aunque Kant insiste en que lo bello no debe ser mancillado por lo bueno, es decir, que no debe ser conceptualizado de tal modo que lo lleve al ámbito del juicio moral; sí que dice, no obstante, que lo bello simboliza lo bueno, que es una analogía de lo bueno. El juicio del gusto es una especie de equivalente sensorial del juicio moral; y ello porque es independiente, desinteresado, libre. Aunque, tal y como lo pone Kant, la libertad del juicio del gusto se parece más a la libertad del juego. La experiencia de sublimidad guarda una relación mucho más estrecha con la moral, dado que en ella es la razón, es decir, la voluntad moral misma, la que se muestra activa en la experiencia. Y mientras que la experiencia de la belleza es como la cognición, contemplativa y sosegada, la experiencia de lo sublime pone en marcha la mente y se parece al ejercicio de la voluntad en el juicio moral. No es que la libertad de lo sublime simbolice la libertad moral, es que la encarna; aunque no sea una libertad moral que esté activa de manera fehaciente, sino solo, por así decir, en lo que de suyo intuye de manera exultante. Procedo ahora a comentar este punto. Mis primeras observaciones son de pequeño alcance y muy obvias; y, si fueran aceptadas, cambiarían la visión
de Kant, siguiendo el tenor de muchas de sus propias intenciones, hasta convertirla en una visión del arte que nos es familiar hoy día y con la que nos sería mucho más fácil estar de acuerdo. Quiero pasar después a una crítica mucho más radical, que sirva para apuntar un esbozo de lo que considero la verdadera visión del arte. De entrada, apreciamos que el arte puro, o el arte verdadero, según Kant, es una parte ínfima de lo que solemos pensar que es el arte. Para Kant, la apreciación estética por antonomasia es la contemplación de una flor; o, mejor aún, un motivo lineal y abstracto, algo en lo que la forma pueda jugar a su antojo hasta acercarse a la condición de objeto y sin que interfiera en ello concepto alguno; aunque sí es cierto que da entrada con cautela en el ámbito del arte a otros casos más dudosos, como algún fragmento de poesía; siempre y cuando sean concebidos tan solo como «un libre juego de la imaginación», nada que se parezca a una clasificación conceptual ni a declaración alguna. La poesía «es el arte de conducir un libre juego de la imaginación como un asunto del entendimiento»9. La poesía nos agrada porque se parece a la retórica, cuando en realidad es simplemente un juego. No creo que la posición que Kant intenta sostener aquí sea del todo coherente. Porque es difícil cuadrar el tenor extremado de lo que quiere decir sobre la belleza libre y sobre la dependiente (por ejemplo, que la representación de todo aquello de lo que tengamos un concepto ideal, o uno que lo gobierne, tiene por fuerza que redundar en belleza dependiente) con la clasificación como belleza libre de toda la poesía a excepción de la de Mallarmé. Es más consistente cuando clasifica como tal solo la música sin palabras. En cualquier caso, creo que muy pocos de nosotros aceptaríamos la concepción tan angosta del arte que subyace en tales afirmaciones, incluso sin siquiera interpretarlas al pie de la letra. Y, si lo hiciéramos, yo creo que intentaríamos transformar esa noción de que el arte no está gobernado por ningún concepto. No querríamos compartir con Kant ese ideal de que la obra de arte aspire a ser, en cierta medida y en la medida de lo posible, no significante. No obstante, el hecho de que la obra de arte sea, de alguna manera, un fin en sí mismo no tiene necesariamente que llevar a eso; porque se puede hablar de la obra de arte como de algo que es a la vez contenido y
continente y tiene forma única; algo que de hecho se acerca mucho a la condición de objeto, que no cumple ningún fin instructivo. A su vez, se puede admitir el uso de conceptos; admitir incluso que se dedique a otros fines, como pasa con una iglesia. Cuando I. A. Richards afirmó que un poema no dice nada, no se refería a que no estuviera formado por frases inteligibles. Por supuesto, habrá variedad de opiniones a la hora de establecer hasta qué punto hay que dejar que el arte tenga algún tipo de relación con los conceptos. Habrá quien crea que al tomar una iglesia como un objeto de arte deberíamos abstraernos del uso al que está dedicada, y habrá quien se mostrará en desacuerdo; e igualmente amplia será la gama de opiniones a la hora de admitir que la profundidad y la importancia de lo que se diga en un poema pueda afectar al juicio que sobre ese poema hayamos de emitir. Y es cierto que será difícil en tales casos separar el juicio estético de otros tipos de juicio. Pero yo creo que la corriente teórica general en la actualidad, aunque insiste, muy al hilo de la estética kantiana, en que el objeto artístico es independiente y constituye un fin en sí mismo, adopta una perspectiva más generosa que permite a dicho objeto encarnar o expresar conceptos. En relación con esto apuntaré lo siguiente: Kant aborda el juicio estético trazando una analogía con el juicio perceptivo cognitivo. Es decir, que tiene que producirse de inmediato, casi se diría que de manera automática; y el placer que nos procure se dará en el acto, por pura síntesis. De nuevo insisto en que esta descripción vale para la percepción que tenemos de una rosa, mas no para El rey Lear. Pero estas son críticas de poca importancia. Se puede salvar mucho, si así se desea, de lo que Kant dice acerca de la forma —la ausencia de una regla que podamos formular al respecto, su imparcialidad, su independencia —, y a la vez dar entrada al contenido conceptual y admitir que el disfrute estético no es un estado de ánimo que dependa exclusivamente de la percepción. Es decir, el objeto artístico no es algo «dado» sin más, sino que también es algo pensado. Y con estas correcciones nos queda, sugiero, una opinión que hoy sería ampliamente aceptada y que ha expresado bien, por ejemplo, Stuart Hampshire en su capítulo «Logic and appreciation», en el libro Aesthetics and Language, editado por [William] Elton:

[El artista] no se propuso la creación de la belleza, sino la de una cosa concreta. Los cánones de éxito y fracaso, de perfección e imperfección son, según esto, algo inherente a la obra en sí […]. Se puede escoger cualquier cosa como objeto de interés estético: cualquier cosa que, una vez considerada con detención y apartada de todo uso, ofrezca, por cómo vienen ordenados los elementos de que consta y lo que en la imaginación evocan, algún tipo de satisfacción que le sea propia. Un juicio estético tendrá que señalar el orden de esos elementos y mostrar en qué estriba la originalidad de dicho orden para ese caso en concreto.

Quiero pasar ahora a críticas de la posición de Kant de mayor calado; y nos ayudarán en esto, en primer lugar, Shakespeare, de acuerdo con el principio que establecí al inicio de estas páginas, y luego Tolstói. ¿Por qué no nos vale para nada la opinión de Kant? Sugiero, y con ello solo apunto a un esbozo de respuesta, que no nos vale, claramente, porque no da cuenta en modo alguno de la grandeza de la tragedia. Ni da cuenta tampoco de esa grandeza parecida, pero que puede responder a otros nombres, en las artes no literarias. Kant prefiere el canto de los pájaros a la ópera. Kant cree que el arte es en lo esencial un juego. Ahora bien, Shakespeare es gran arte, y Shakespeare no es un juego, luego Kant tiene que estar equivocado. Tolstói creía que cuando valoramos una obra de arte, estamos dando nuestra opinión sobre el bien y el mal. Parémonos en una o dos cosas más que dijo. Según Tolstói, la actividad artística es la comunicación de un sentimiento. Un niño cuenta que ha visto un lobo, y será un artista si sabe cómo recrear y transmitir lo que sintió en aquel momento. Sin embargo, el arte propiamente dicho, el arte en sentido estricto, no es la transmisión de cualquier sentimiento, sino solo de los sentimientos más elevados, es decir, los sentimientos que hace aflorar la percepción religiosa. «El arte es una actividad humana que tiene por objeto transmitir los sentimientos más elevados y mejores de las personas»10. Es «un medio de comunicación entre los hombres (que los une en un mismo sentimiento), indispensable para la vida y el progreso por la senda del bien de cada individuo y de la humanidad en su conjunto»11. Y «no hay nada más nuevo que los sentimientos que derivan de la conciencia religiosa de una
determinada época»12. Estas declaraciones se nos antojan a la vez muy prometedoras y de gran enjundia después de la opinión que sostenía Kant, tan frívola y desconcertante en algunos sentidos. Sin embargo, son declaraciones más propias de un moralista que de un filósofo. Tiene Tolstói además otra opinión que va más allá en su calado y desafío, pero que es de difícil defensa. Sostiene que el gran arte es universal y simple, y que eso lo hace por lo general fácil de comprender. Nótese que esta especie de percepción religiosa instintiva, compartida por todos, ocupa el lugar de lo que Kant llamó sensus communis: «Lo que distingue una obra de arte de cualquier otra forma de actividad espiritual es que su lengua es comprensible a todos […]. Las grandes obras de arte solo son grandes en la medida en que son accesibles y comprensibles a todos»13. Se comprenden porque la relación de todo hombre con Dios es la misma. Ejemplos de gran arte: la Ilíada, las historias del Antiguo Testamento, las parábolas, los cuentos populares. Así como algunas novelas de Dickens, George Eliot, Dostoievski, Victor Hugo. Ejemplos de arte malo y de difícil comprensión que Tolstói condena: la pintura impresionista, los poemas de Mallarmé y de Baudelaire, casi toda la música de Beethoven. Puede que nos convenga en este punto volver a tomar a Shakespeare como vara de medir. Porque, en esto al menos, Tolstói no puede tener razón. Yo me identifico por completo, y me quedo impresionada, al ver la seriedad con la que afirma que el gran arte ha de ser universal, esto es, simple, no particular y comprensible a todos; aunque bien sabemos que hay gran arte que es difícil. O sea, que las preferencias de Tolstói no nos valen como criterio. ¿Se puede, no obstante, aprovechar en algo su opinión aunque sea exponiendo lo mollar de la cuestión de forma menos polémica: eso de que el gran arte expresa un sentimiento religioso o una percepción religiosa? ¿Y se puede de algún modo poner esto en relación con los elementos más aceptables quizá de la opinión de Kant? Por volver ahora con Kant y lo sublime. Hay algo muy sugerente, que produce casi ebriedad, de hecho, y es en sí misma una de las cosas más hermosas y fascinantes de toda la filosofía: me refiero a la conexión que se da entre lo sublime, a través del concepto de Achtung, y la teoría ética de Kant. Pese a eso, cuando se observa esta conexión con detenimiento, resulta
evidente que, a diferencia de lo que pudiera parecer a primera vista, es más difícil extraer de ella una teoría del arte aceptable para nosotros que vaya más allá de la teoría kantiana de lo bello. Por supuesto, según Kant, lo sublime no tiene nada que ver con el arte. Es una emoción que levanta el ánimo y que yo siento en los Alpes. Esto puede resultar decepcionante, sobre todo porque los ejemplos que elige Kant apuntan a ese culto a los aspectos más góticos de la naturaleza, propio del siglo XVIII, que ahora no se nos ocurriría definir como edificantes. Pero sobre todo porque cuando nos ponemos a pensar en ejemplos reales de sentimientos sublimes, vemos que no son nada fáciles de interpretar; que podrían hasta guardar, en toda su complejidad, cierta relación no solo con la moral, sino también con el sexo. Creo que podemos afirmar, sin faltarle el respeto a ese gran concepto, que la misma idea de Achtung tiene también sus conexiones con el sexo. No obstante, pese a la decepción, no puedo dejar de darle vueltas a la relación entre la idea de lo sublime con la de Achtung y ver en ello la semilla de algo maravilloso. Probemos otra vez. La teoría de lo sublime debería ser la teoría kantiana de la tragedia. Es casi la teoría de la tragedia de Hegel, aunque no del todo. Veamos en qué yerran ambas teorías. Para ello, apunto esta breve diferencia entre Kant y Hegel: Kant piensa en lo sublime cuando la imaginación no alcanza a comprender una totalidad concebida de un modo abstracto, casi matemático, que no es ni histórica, ni social, y que no viene dada por la razón, sino solo vagamente entrevista por ella. Lo sublime es un segmento de una circunferencia que la imaginación comprende; pero queda el resto de la circunferencia, que es lo que la razón exige y, por así decir, sueña, pero no proporciona. Lo sublime solo lo ocasionan objetos naturales (que no son históricos, ni sociales, ni humanos); y cuando la imaginación no alcanza a comprenderlos del todo, eso provoca la cadena de dolor y placer de la sublimidad, que es una especie de percepción vasta y sistemática de la naturaleza vedada al espacio y al tiempo, y a la condición misma de nuestra sensibilidad. Aquí Hegel, como en tantas partes, de hecho, convierte en algo social e histórico, humano y concreto, lo que Kant nos ha brindado como algo abstracto, no histórico, etc. Según Hegel, la experiencia de la tragedia es concebir un conflicto entre dos bienes incompatibles. No ya un conflicto entre el bien y el mal, sino entre dos bienes
que son vistos como tales porque encarnan fuerzas sociales diferentes muy reales y de gran arraigo en la sociedad. Tanto Antígona como Creonte tienen razón, y eso lo vemos si comprendemos el alcance total de la situación en la que están inmersos ambos. La unidad de la sustancia ética se nos da como un todo, y dentro vemos y comprendemos un conflicto entre dos bienes. La queja que tiene Hegel contra la tragedia moderna es que se trata de un conflicto entre individuos que no representan ningún bien real ni concreto, solo sus propios y privados caprichos y pasiones. La sustancia ética en la que sucede la obra de teatro no está completa. La diferencia entre Kant y Hegel es que Kant pone la sublimidad en relación con el sueño de una totalidad vacía y no histórica que no nos es dada. Solo tenemos un segmento de la circunferencia. Mientras que Hegel relaciona la tragedia con una totalidad social y humana que sí nos es dada, dentro de la cual vemos un conflicto cuya resolución y reconciliación es la propia totalidad. No tenemos tan solo un segmento, sino toda la circunferencia. Llevemos esto al ámbito de la libertad. Lo sublime es una experiencia de la libertad; pero se trata de una libertad vacía: la pretensión infructuosa que aspira a alguna forma de comprensión de la naturaleza que sea total, perceptual y, de suyo, imposible. Hegel humaniza esas pretensiones de la razón. La razón aspira ahora al total entendimiento de una situación social humana; pero lo desconcertante es que, según él, dicha aspiración se ha visto colmada. Tal es así que la libertad de los personajes trágicos lo es en relación con un todo social comprendido de manera externa, dentro del cual se mueven. A Kant lo preocupa, aunque de manera muy tangencial, la indefensión de los seres humanos. Pero la tragedia de Hegel no parece ni tragedia, ya que los espectadores no ocupan la indefensa posición de los personajes dramáticos, sino que están sentados cómodamente, instalados en el punto de vista de la totalidad. Fuera lo que fuera lo que Aristóteles entendía por catarsis, no era eso. Déjenme de antemano que les diga que en mi opinión la verdadera visión de la tragedia incluye tanto elementos kantianos como hegelianos. Y con una metáfora espuria y relativamente traída por los pelos, diría que la circunferencia tiene que ser humanizada, sí: pero que no nos ha de ser dada. A continuación, explicaré con más claridad, espero, lo que quiero decir con esto.
Las limitaciones de la estética de Kant son las mismas que las de su ética. A Kant le da miedo lo particular, le da miedo la historia. Comparte ese miedo con Platón, y también, de forma distinta, con Tolstói. Platón desconfía del arte porque el arte tiene que ver con los sentidos, con lo particular, y en ello no hay vuelta de hoja. Platón dice (La República, 604E) que «el elemento irritable admite mucha y variada imitación; pero el carácter reflexivo y tranquilo, siendo siempre semejante a sí mismo, no es fácil de imitar ni cómodo de comprender cuando es imitado»14. Esto viene como anillo al dedo para explicar el fracaso de muchos novelistas. Tolstói dice también: «Si a las mejores novelas de nuestra época les quitamos los detalles, ¿qué queda?»15. Los objets d’art ideales para Kant eran las flores y las líneas que se entrecruzan sin significado alguno: cosas sencillas, limpias, no mancilladas por ninguna particularidad histórica ni humana. Y a eso se refería cuando las llamó libres. Si pasamos de la estética de Kant a la ética, el ideal es el mismo. A Kant lo molestaba la influencia que tiene la historia en la ética. Y así intenta hacer del juicio ético una representación tangible de una forma intemporal de actividad racional; y es esto, esta huera pretensión de un orden total, lo que debemos respetar los unos en los otros. Porque lo que Kant nos pide que respetemos no son los individuos históricos dueños de su particularidad como de un todo enmarañado, sino que respetemos la razón universal que albergan en su pecho. En la medida en que somos racionales y morales, somos todos iguales y, de alguna extraña forma, trascendentes a la historia. Pertenecemos a una armonía de voluntades que, aunque no se dé aquí abajo, en cierto sentido existe. Tal y como Kant ve la ética, no hay sitio para la idea de tragedia, por eso no nos sorprende que sea incapaz de dar cuenta de ella en su estética. La libertad es la posibilidad que tenemos de zafarnos de la historia y alcanzar la comprensión de una idea universal del orden que después aplicamos al mundo sensible. Lo que fue la verdadera actitud moral de Kant tal y como la percibimos concuerda con esto. Se nos supone una vida acorde con reglas tremendamente simples y generales: suprimir la historia, suprimir la excentricidad. Con más claridad se ve aquí que la belleza simboliza el bien, que es en lo sensorial su equivalente. Y el juicio estético tiene el mismo carácter de sencillez y autocontención que el
juicio moral e, idealmente, es la respuesta a algo que no tiene nada de complicado ni de individual en grado sumo. Los gustos estéticos de Kant reflejan sus preferencias morales. Le gustaría, por así decir, usar la moralidad como alambique para que cristalizase en ella una sociedad libre del devenir histórico, una sociedad simple que viviera ateniéndose exclusivamente a unas reglas generales («Diga siempre la verdad», etc.) y en la que no cupiera nada que fuese moralmente complicado o excéntrico. Permítaseme ahora que enuncie, de forma breve y dogmática, lo que yo tomo por verdadera opinión en la materia, en oposición a la de Kant. El arte y la moral son, con ciertas salvedades que mencionaré a continuación, una y la misma cosa. Su esencia es la misma. La esencia de ambos es el amor. El amor es la percepción de lo individual. El amor es caer en la cuenta, no sin dificultad, de que algo ajeno a uno mismo es real. El amor, y también el arte y la moral, es el descubrimiento de la realidad. Lo que nos sorprende y nos lleva a caer en la cuenta de nuestro destino suprasensible no es, como Kant se imaginaba, la indeterminación formal de la naturaleza, sino lo inefable de su particularidad; y lo más particular e individual de todas las cosas naturales es la mente humana. Ese es, de paso, el motivo de que la tragedia sea el arte más elevado: porque es el que tiene que ver sobremanera con lo más individual. He aquí el recto sentido de ese regocijo de la libertad que atañe al arte y que tiene en la moral su equivalente, aunque sea más raro hallarlo aquí. Es la percepción de algo más, algo particular, de su existencia fuera de nosotros. Los enemigos del arte y la moral, los enemigos, esto es, del amor, son los mismos: la convención social y la neurosis. Se nos puede pasar por alto el individuo por culpa de la totalidad de Hegel, o porque estemos inmersos en un todo social al que permitimos de manera acrítica que determine nuestros actos, o porque solo nos veamos los unos a los otros así determinados. O a lo mejor se nos puede pasar por alto el individuo porque estemos encerrados a cal y canto en un mundo de fantasía que nos hemos fabricado nosotros mismos y al que intentamos llevar cosas de afuera, sin comprender del todo su realidad e independencia, por lo que pasan a ser nuestros propios y soñados objetos. La fantasía, la enemiga del arte, es la enemiga de la verdadera imaginación; y el amor es un ejercicio de la imaginación. A esto se
refería Shelley cuando dijo que el egotismo es el gran enemigo de la poesía. Y esto es así tanto para el que la escribe como para el que la lee. Digna ocasión de regocijo es el ejercicio de superación del yo que hago, por ejemplo, cuando leo El rey Lear, cuando expulso la fantasía y la convención. Es también, si se hace cumplidamente, cosa que es rara, algo doloroso. Y muy similar a la idea de Achtung. Maravilla ver que Kant casi dio en el clavo. Pero pensó en la libertad como en la aspiración a un orden universal formado por una armonía prefabricada. No era una libertad trágica. La libertad trágica que el amor implica es la siguiente: que todos tenemos una capacidad sin límites para imaginar el ser de los otros. Es trágica porque no hay armonía prefabricada, y los otros son, hasta un extremo que nunca deja de sorprendernos, distintos a nosotros. No hay tampoco un todo social dentro del cual podamos llegar a comprender las diferencias como algo allí puesto y con lo que nos hemos reconciliado. Solo tenemos un segmento de la circunferencia. Ejercitamos la libertad en la confrontación de unos con otros, en el contexto de una labor inextinguible de entendimiento imaginativo de dos individuos distintos, irreductibles en su diferencia. El amor es el reconocimiento imaginativo, el respeto de esa otredad. Siguiendo esta teoría, podemos ofrecer una historia de la literatura de tamaño bolsillo que ofrezca un orden atendiendo al mérito. Tal historia funciona siguiendo la idea de la libertad, el trato que ha recibido en distintas épocas. La historia de cómo se ha tratado la libertad se divide en cinco fases. Estas fases pueden ser consideradas desde un punto de vista más o menos cronológico, o independientemente de la cronología. Son las que siguen: (1) Libertad trágica. Este es el concepto de la libertad que he puesto en relación con el concepto del amor: la libertad como un ejercicio de la imaginación en un conflicto no reconciliado de seres disímiles. Les pertenece especialmente a los griegos, quienes puede que la inventaran. Su forma literaria es la tragedia teatral. (2) Libertad medieval. Aquí el individuo es visto como una criatura dentro de una jerarquía de realidad teológica descrita solo parcialmente. Las formas literarias son las historias religiosas, las alegorías, las moralidades. (3) Libertad kantiana. Esta pertenece a la Ilustración. El individuo es visto como un ser racional no histórico que avanza hacia un acuerdo completo con otros
seres racionales. Las formas literarias son los relatos racionalistas, las alegorías y las novelas de ideas. (4). Libertad hegeliana. Pertenece sobre todo al siglo XIX. Se entiende al individuo como parte de una sociedad histórica total, y la importancia del papel que desempeña deriva de dicha sociedad. La forma literaria es la verdadera novela (Balzac, George Eliot, Dickens). (5) Libertad romántica. Pertenece sobre todo a los siglos XIX y XX, aunque echa raíces antes. Ve en el individuo a un solitario que como tal, y en cuanto tal, tiene su importancia. Tanto la libertad hegeliana como la romántica son, claro está, desarrollo de la libertad kantiana. Hegel convierte el Reino de los Fines en una sociedad histórica; mientras que el romántico deduce, partiendo del vacío ahistórico de los otros seres racionales de Kant, que no nos queda más remedio que asumir que estamos solos. (Es esta una línea de pensamiento que conduce al existencialismo. Angst es la versión moderna de Achtung; solo que ahora no le tenemos miedo a la ley en sí, sino a su ausencia). La forma literaria es la novela neurótica contemporánea. Por supuesto, esta historia de bolsillo no es más que un juguete, pero no se negará que sugiere algunas cosas bien ciertas. Y no funciona de forma totalmente cronológica por razones obvias, dado que Shakespeare no era griego. Podemos apuntar también, y he aquí quizá una de sus aportaciones, que, según esta historia, la novela está condenada a quedar por debajo del nivel de la tragedia. La novela no llega a ser trágica porque, prácticamente en todos los casos, sucumbe ante uno de los dos grandes enemigos del amor: la convención y la neurosis. La novela del siglo XIX sucumbió a la convención; la novela contemporánea, a la neurosis. La novela del siglo XIX es mejor que la del XX porque la convención es el enemigo menos mortífero de los dos; y porque, dada una sociedad que se halla en una fase dramática de su ser, el simple hecho de explorar esa sociedad nos llevará muy lejos. No tan lejos, sin embargo, como querríamos ir. Porque entendemos perfectamente las palabras de Tolstói cuando pregunta qué queda si a las mejores novelas de nuestra época les quitamos los detalles. Un Tolstói que, aun así, es capaz de demostrar que la novela puede ser trágica, que puede alcanzar parecida altura. Una novela reciente que también lo demuestra, aunque queda bien por debajo
de las de Tolstói, es Doctor Zhivago. Yo creo que no es difícil, en el caso de Tolstói y Pasternak, ver que el tenor de su grandeza se debe asociar a la compasión y al amor: a la comprensión no violenta de la diferencia. ¡Y con cuánto regocijo experimentamos la ausencia del yo en la obra de Tolstói, y en la de Shakespeare! He ahí lo sublime verdadero. Finalmente, unas palabras sobre el arte y la moral. Decir que el amor es la esencia del arte no es lo mismo, ni por asomo, que decir que el arte es algo didáctico o instructivo. Es un hecho que no se puede negar que si el arte es amor, entonces tiene que hacernos mejores moralmente; mas esto es así, como si dijéramos, solo por casualidad. El nivel en el que opera ese amor que es arte es más profundo que el nivel en el que se debate la voluntad de ser mejor persona. Porque, de suyo, el amor es más profundo que la conciencia y más simple que la moral social; y, a veces, incluso la destruye. Es por ello que todos los dictadores, también los dictadores en potencia, de Platón a Jrushchov, han desconfiado del arte. Pensar que la única alternativa a esa especie de teoría del arte por el arte à la Bloomsbury sea la siniestra teoría del arte didáctico es una falacia que ha arrojado confusión en el ámbito de la filosofía contemporánea. Esto no es así. La obra de los grandes creadores demuestra a las claras que el «arte por el arte» es una doctrina tan endeble como frívola. El arte lo es por la vida, en un sentido que he intentado señalar; de lo contrario, carece de valor alguno. He llegado tan lejos como me ha sido posible en mi intento de identificar el arte con la moral. Lo que perdura es la diferencia entre ambos por razones que tienen que ver con el sentido y con la forma. Debo decir en este punto que hago extensible mi teoría a todas las artes, no solo a las literarias. Pensar en el amoroso respeto que le es debido a una realidad ajena a la propia tiene tanta relevancia para el alfarero como para el novelista. Además, la teoría no solo cabe aplicarla a las artes declaradamente imitativas. El arte más elevado no es la música, tal y como imaginaba Schopenhauer, a quien no le importaba gran cosa la particularidad del ser humano. Ese arte más elevado es la tragedia, porque, tal y como dije antes, su tema es el más importante y el más individual que conocemos. Estamos ahora en condiciones de reinterpretar la idea de la independencia de una obra de arte, su autocontención, su ser para
sí, eso que constituye uno de los atractivos de la teoría de Kant y la de sus descendientes de Bloomsbury. Hay dos aspectos relativos a dicha independencia. Un aspecto es este: en la creación de una obra de arte, el creador se entrega al ejercicio de servir a algo muy particular y ajeno a sí mismo. La misma intensidad de ese ejercicio le da a la obra de arte la independencia que le es propia. Es decir, se trata de una independencia y una especificidad que es en esencia la misma que depositamos, o más bien, la misma que descubrimos en otro ser humano al que amamos. Hay, sin embargo, un aspecto más en lo tocante a esta cuestión. El creador está ocupado en la creación de algo casi sensorial. Tiene más de Dios que de agente moral. Cuando Catulo le escribe un poema a Licinio después de una noche de farra, empieza contándole lo que pasó la víspera; y eso es algo que Licinio, por muy dura que sea la resaca, se supone que tiene que saber. Es decir, el empeño de todo creador es dotar de suficiencia de contenido a lo creado y, en la medida de lo posible, hacer que ello solo se explique. Lo que hace que el arte trágico sea tan inquietante es que esa forma que a sí misma se basta en lo que contiene venga combinada con algo que desafía a la forma: el destino y el ser individual de las personas. Una gran tragedia nos deja con una duda eterna. Es en la forma del arte en lo que el ejercicio de amor más se parece a su ejercicio en la moral. Pero al final, el goce sublime del arte no es lo mismo que la idea de Achtung, el respeto de la ley moral. A fin de cuentas, el arte es deleite y consuelo; aunque el arte grande de verdad nos depara un deleite mestizo y sombrío, análogo a lo que reconocemos como moral. Quizá tengamos que darle la última palabra a Kant, después de todo:

Así hay que entender […] los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. […] El amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión16.

No estoy de acuerdo en que solo el amor práctico pueda ser mandado; y no alcanzo a comprender por qué Kant, que tanta majestuosidad le otorga al alma humana, pueda llegar a sostener que exista algo así como una aversión «invencible». También se puede mandar el amor patológico; y, de hecho, si el amor es una purificación de la imaginación, debe ser mandado. Pero lo que se constata una y otra vez es que el amor que no es arte vive en el mundo de lo práctico; ese mundo condenado a lo incompleto, a la ausencia de forma, un mundo que el arte aborrece; un mundo en el que la acción no siempre puede ir de la mano de un feliz entendimiento, o de unas emociones llenas de consuelo y significado. La tragedia en el arte es el empeño por superar la derrota que sufren los seres humanos en el mundo práctico. La tragedia es, como casi dijo Kant, como debería haber dicho, el espíritu humano que guarda luto y aun así se muestra jubiloso en toda su fuerza. En el mundo práctico puede que lo único que haya sea ese luto y la aceptación final de lo incompleto. La forma es la gran consolación del amor, pero su gran tentación también.*17

1 Lev N. Tolstói, ¿Qué es el arte?, traducción de Víctor Gallego Ballesteros, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona, 2007, pág. 59. (Todas las notas son del traductor.) 2 Tolstói, op. cit., pág. 68. 3 Immanuel Kant, Crítica del juicio, traducción de Manuel García Morente, Espasa Calpe, Madrid, 1999, pág. 166. 4 Kant, op. cit., pág. 182. 5 Ibid., pág. 165. 6 Ibid., pág. 213. 7 Ibid., pág. 199. 8 Ibid. 9 Ibid., pág. 279. 10 Tolstói, op. cit., pág. 81. 11 Ibid., pág. 66.
12 Ibid., pág. 87. 13 Ibid., pág. 110. 14 Traducción de José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano, Alianza, Madrid, 2013. 15 Tolstói, op. cit., pág. 169. 16 Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, traducción de Manuel García Morente, Encuentro, Madrid, 2003, pág. 13. 17* Ensayo publicado en la Chicago Review en otoño de 1959

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