Uno
No comparto la creencia común de que es imposible (o, si no imposible, al menos tan poco prometedor que no merece la pena ni siquiera intentarlo) obtener principios explicativos generales de lo que se reconoce como conducta conservadora. Quizá sea cierto que la conducta conservadora no se presta con facilidad a ser articulada en el lenguaje de las ideas generales, y que en consecuencia haya existido cierta reticencia a emprender esta clase de elucidación. Pero no debe presumirse que la conducta conservadora sea menos apta para esta clase de interpretación que cualquier otra, si es que eso puede valer para algo. Sin embargo, no es ésta la empresa que me he propuesto acometer aquí. El tema que me concierne no es un credo o una doctrina, sino una actitud. Ser conservador es tener una predisposición a pensar y comportarse de cierta manera; es preferir cierta clase de conductas y ciertas condiciones de circunstancias humanas a otras; es estar dispuesto a hacer cierta clase de elecciones. Y mi propósito aquí es construir esta actitud tal como aparece en el carácter contemporáneo, más que transponerla al idioma de los principios generales. Las características generales de esta actitud no son difíciles de discernir, aunque a menudo hayan sido entendidas de manera equivocada. Se centran en una propensión a usar y disfrutar lo que está disponible en lugar de desear o buscar otra cosa; deleitarse con lo que está presente en lugar de con lo que estuvo o podría estar. La reflexión puede sacar a la luz una apropiada gratitud por lo que está disponible, y en consecuencia el reconocimiento de un regalo o una herencia del pasado; pero no es una mera idolatría de lo que ha pasado y ya no está. Lo que se estima es el presente, y no se estima por sus conexiones con una antigüedad remota ni porque se reconozca como más admirable que cualquier alternativa posible, sino a causa de su familiaridad:
no Verweile doch, du bist so schön, sino permanece conmigo porque estoy unido a ti. Si el presente es árido y ofrece poco o nada que pueda usarse o disfrutarse, esta inclinación será débil o estará ausente; si el presente es notablemente inestable, se manifestará en la búsqueda de un terreno más firme y, en consecuencia, en un recurso al pasado; pero se manifiesta característicamente cuando hay mucho por disfrutar, y llega a su punto máximo cuando se combina con un evidente riesgo de pérdida. En suma, es una actitud apropiada para un hombre que sea plenamente consciente de poder perder algo que ha aprendido a apreciar; un hombre en cierta medida rico en oportunidades para el disfrute, pero no tan rico como para poder permitirse sentir indiferencia ante la pérdida. Aparecerá de manera más natural en el mayor que en el joven, no porque los mayores sean más sensibles a la pérdida, sino porque tienden a ser más plenamente conscientes de los recursos de su mundo, de manera que es menos probable que les parezcan inadecuados. En algunas personas esta inclinación es débil simplemente porque ignoran lo que el mundo puede ofrecerles: ven el presente sólo como un residuo de inoportunidades. Por lo tanto, ser conservador es preferir lo familiar a lo desconocido, preferir lo experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo lejano, lo suficiente a lo sobreabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa del presente a la dicha utópica. Se preferirán relaciones y lealtades familiares a la atracción de apegos más rentables; adquirir y aumentar será menos importante que conservar, cultivar y disfrutar; el dolor asociado a la pérdida será más agudo que la excitación que provoca la novedad o la promesa. Ser conservador es estar a la altura de nuestra propia fortuna, vivir en sintonía con nuestros propios medios, conformarse con aspirar a un grado de perfección acorde a uno mismo y a sus circunstancias. Para algunas personas esto es en sí mismo una elección; en otras es una inclinación que aparece, con mayor o menor frecuencia, en sus preferencias o aversiones, y en sí misma no se escoge ni se cultiva específicamente. Ahora bien, todo esto se representa en cierta actitud hacia el cambio y la innovación; el cambio señala las alteraciones que tendremos que sufrir y la
innovación aquellas que diseñamos y ejecutamos. Los cambios son circunstancias a las que debemos acomodarnos, y la disposición conservadora es tanto el emblema de nuestra dificultad a la hora de hacerlo como el recurso al que se acude para conseguirlo. Los cambios no tienen ningún efecto sólo para aquellos que no advierten nada, para quienes ignoran lo que poseen y se muestran apáticos ante sus circunstancias; y sólo pueden ser aplaudidos indiscriminadamente por aquellos que no estiman nada, cuyos apegos son efímeros y quienes son ajenos al amor y el afecto. La disposición conservadora no provoca ninguna de estas actitudes: la inclinación a disfrutar de lo que está presente y disponible es lo opuesto a la ignorancia y la apatía, y alimenta el apego y el afecto. En consecuencia, es aversión al cambio, que siempre aparece primero como pérdida. Una tormenta que barre una arboleda y transforma nuestro paisaje favorito, la muerte de los amigos, el adormecimiento de la amistad, la caída en desuso de hábitos de comportamiento, la jubilación del payaso favorito, el exilio involuntario, los reveses de fortuna, la pérdida de habilidades de las que se han gozado y su reemplazo por otras: se trata de cambios, quizá ninguno sin sus compensaciones, que el hombre de temperamento conservador inevitablemente lamenta. Cambios con los que encuentra difícil reconciliarse, no porque lo que ha perdido fuera intrínsecamente mejor que cualquier alternativa o porque fuera imposible de mejorar, ni tampoco porque lo que ocupa su lugar no pueda ser disfrutado, sino porque lo que ha perdido era algo que realmente disfrutaba, que había aprendido cómo disfrutar, y lo que toma su lugar es algo hacia lo que no ha desarrollado ningún apego. En consecuencia, los cambios pequeños y paulatinos le parecerán más tolerables que los grandes y repentinos, y tendrá en la mayor estima toda apariencia de continuidad. Algunos cambios, de hecho, no presentarán dificultades; pero, de nuevo, esto no se debe a que constituyan mejoras obvias, sino a que serán fácilmente asimilados: los cambios de las estaciones están mediados por su recurrencia, y los cambios que se dan en el crecimiento de los niños por su continuidad. Y, en general, el conservador se amoldará más fácilmente a los cambios que no ofendan a las expectativas que a la destrucción de lo que no ofrece en sí mismo ninguna razón que justifique su desaparición. Además, ser conservador no es sólo sentir aversión por el cambio (lo que
podría ser una idiosincrasia); es también una manera de acomodarnos a los cambios, actividad que se impone a todo hombre. Porque el cambio es una amenaza para la identidad, y todo cambio es símbolo de la extinción. Pero la identidad de un hombre (o la de una comunidad) no es más que una continua repetición de contingencias, cada una a merced de las circunstancias y significativa en proporción a su familiaridad. La identidad no es una fortaleza en la que nos podamos refugiar, y los únicos medios que tenemos para defenderla (es decir, a nosotros mismos) de la fuerza hostil del cambio están en el campo abierto de nuestra experiencia; cargando nuestro peso sobre el pie que, por el momento, se encuentre más firmemente apoyado, aferrándonos a lo familiar que no esté inmediatamente amenazado y, por tanto, asimilando lo nuevo sin volvernos irreconocibles para nosotros mismos. Cuando los masái fueron desplazados de su antiguas tierras a la actual reserva masái en Kenia, se llevaron con ellos los nombres de las colinas, las llanuras y los ríos y se los pusieron a las colinas, llanuras y ríos de su nueva tierra. Así, por medio de tales subterfugios de naturaleza conservadora todo hombre o pueblo obligado a sufrir un cambio notable evita la humillación que comporta la extinción. Así pues, los cambios deben sufrirse; y un hombre de temperamento conservador (es decir, alguien con una disposición fuerte a preservar su identidad) no puede ser indiferente a ellos. En general, los juzga por los trastornos que conllevan, y como cualquier otro, despliega sus recursos para afrontarlos. Por otro lado, la idea de innovación implica mejora. No obstante, un hombre de este temperamento no será un ardiente innovador. En primer lugar, no tiende a pensar que esté ocurriendo algo a menos que haya grandes cambios en proceso y, por lo tanto, no le preocupa la ausencia de innovación: la mayor parte de su atención la ocupa el uso y disfrute de las cosas tal y como son. Además, es consciente de que no toda innovación significa, en efecto, una mejora; y creerá que innovar sin mejorar es un disparate, ya sea deliberado o involuntario. Es más, incluso cuando una innovación se presenta como una mejora convincente, el conservador se lo pensará dos veces antes de aceptarla. Desde este punto de vista, dado que toda mejora implica cambio, la alteración que ésta implica debe ser sopesada junto a los beneficios que promete. Pero, salvado este punto, aún habrá otras
consideraciones que hacer. La innovación es siempre una empresa equívoca, donde la ganancia y la pérdida (incluso excluyendo la pérdida de familiaridad) están tan estrechamente entrelazadas que es sumamente difícil prever el resultado final: no existe la mejora incondicional. Pues innovar es una actividad que no sólo genera la «mejora» buscada, sino, también, una situación nueva y compleja de la que tal mejora es sólo uno de los componentes. El cambio resultante siempre va a ser mayor que lo planeado; y todo lo que ello implique no puede ni preverse ni delimitarse. Por tanto, siempre que hay innovación existe la certeza de que el cambio será mayor de lo que se pretendía, que habrá tanto pérdida como ganancia y que ambas no se distribuirán por igual entre los afectados. Existe, además, la posibilidad real de que los beneficios obtenidos sean mayores que los esperados, pero también existe el riesgo de que sean superados por los cambios a peor. De lo dicho hasta ahora, el hombre de temperamento conservador extrae las correspondientes conclusiones. En primer lugar, la innovación implica una pérdida segura y una posible ganancia, por lo tanto corresponde a quien pretende innovar la carga de la prueba, es decir, demostrar que el cambio propuesto será, en última instancia, beneficioso. En segundo lugar, el conservador cree que cuanto más se asemeje una innovación a la idea de crecimiento (es decir, cuanto más claramente se entremezcle con la situación y no sólo se imponga sobre ella) menos probable es que resulte en un predominio de la pérdida. En tercer lugar, considera que una innovación que responde a algún defecto concreto, es decir, aquella concebida para rectificar un desequilibrio específico, es más deseable que la inspirada por una concepción de mejora general de la condición humana, y mucho más deseable, en todo caso, que la alentada por una visión de perfección. En consecuencia, el conservador prefiere las innovaciones pequeñas y limitadas a las grandes e indefinidas. En cuarto lugar, favorece un ritmo lento antes que uno rápido para observar las consecuencias que provoca la innovación y realizar los ajustes apropiados. Por último, cree que la ocasión es importante; y, manteniéndose el resto de cosas como están, considera que el momento más favorable para la innovación se da cuando el cambio proyectado tiene más probabilidades de ceñirse a lo planeado y menos probabilidades de corromperse por consecuencias no deseadas ni manejables.
La actitud conservadora es, por lo tanto, cálida y positiva en cuanto al disfrute de lo existente, y en correspondencia, fría y crítica en lo que toca al cambio y la innovación: estas dos inclinaciones se apoyan y se dilucidan mutuamente. El hombre de temperamento conservador cree que no se debe renunciar a la ligera a un bien conocido por una mejoría desconocida. No ama lo peligroso y tampoco lo difícil; es poco aventurero; no se lanza a navegar por mares ignotos; no encuentra nada mágico en el hecho de verse perdido, desorientado o naufragado. Si se ve obligado a navegar en lo desconocido, considerará virtuoso ponderar la ruta a cada paso. Lo que otros probablemente identifican como timidez, él lo reconoce como prudencia racional; lo que otros interpretan como inactividad, él lo reconoce como una disposición a disfrutar más que a sacar partido. Procede con cautela e indica su asentimiento o disentimiento en términos graduales, no en absolutos. Considera la situación en función de su probabilidad de perturbar la familiaridad de su mundo y sus particularidades.
Dos
Se piensa, comúnmente, que esta disposición conservadora está profundamente arraigada en lo que se conoce como «naturaleza humana». El cambio es agotador, la innovación requiere esfuerzo y los seres humanos (así se dice) tienden a ser más perezosos que activos. Si han encontrado una forma no insatisfactoria de arreglárselas en el mundo, no están dispuestos a buscarse más problemas. Se muestran naturalmente temerosos ante lo desconocido y prefieren la seguridad al peligro. Son reticentes a la innovación, y aceptan el cambio no porque les guste, sino (como dice De La Rochefoucaul que aceptan la muerte) porque es inevitable. El cambio, más que entusiasmo, produce tristeza: el cielo es el sueño de un mundo tan inmutable como perfecto. Por supuesto, quienes interpretan la «naturaleza humana» de esta manera convendrán en que esta disposición no es la única: sólo sostienen que es una tendencia muy fuerte, quizá la más fuerte de todas las propensiones humanas. Y, hasta donde se sabe, algo puede decirse sobre esta creencia: ciertamente
las circunstancias humanas serían muy diferentes de lo que son si no hubiera una cantidad importante del ingrediente conservador en las preferencias humanas. Se dice de los pueblos primitivos que se aferran a lo que es familiar y que sienten aversión por el cambio; los mitos antiguos abundan en prevenciones contra la innovación; del mismo modo, nuestro folclore y nuestra sabiduría proverbial acerca de la conducta de la vida están repletos de preceptos conservadores; y cuántas lágrimas no derraman los niños en su involuntaria adaptación al cambio. De hecho, dondequiera que se haya logrado una identidad firme, y dondequiera que la identidad se sienta como un equilibrio precario, es probable que prevalezca una disposición conservadora. Por otro lado, el temperamento adolescente es a menudo predominantemente aventurero y experimental: cuando somos jóvenes, nada parece más deseable que probar suerte: pas de risque, pas de plaisir. Y mientras que algunos pueblos parece que han conseguido evitar el cambio con éxito durante largos periodos de tiempo, la historia de otros muestra periodos de intensa e intrépida innovación. En realidad, no se puede obtener mucho beneficio de una especulación general acerca de la «naturaleza humana», que no es más estable que cualquier otra que conozcamos. Lo que resulta más provechoso, en todo caso, es considerar la actual naturaleza humana, considerarnos a nosotros mismos. La actitud conservadora está lejos de estar especialmente arraigada entre nosotros. De hecho, si un extranjero libre de prejuicios se dispusiera a juzgar nuestra conducta de los últimos cinco siglos, más o menos, podría suponer perfectamente que estamos enamorados del cambio, que sólo tenemos apetito para la innovación, y que o bien tenemos poca simpatía por nosotros mismos o bien estamos tan despreocupados por nuestra identidad que no estamos dispuestos a concederle ninguna importancia. En líneas generales, la fascinación por la novedad se siente con mayor intensidad que la comodidad por lo que es familiar. Somos propensos a pensar que nada importante ocurre salvo que se produzcan grandes cambios, y que lo que no está mejorando se debe de estar deteriorando. Existe un prejuicio positivo a favor de lo que no se ha experimentado aún. Presumimos sin reparos de que todo cambio es, de algún modo, favorable, y se nos persuade fácilmente de que todas las consecuencias de nuestra actividad innovadora son en sí mejoras o, por lo
menos, un precio razonable a pagar por obtener aquello que queremos. Mientras que el conservador, si se viera obligado a jugar, apostaría sobre seguro, nosotros tendemos a apoyar nuestras fantasías individuales sin calcular y sin temor alguno por la pérdida. Somos codiciosos hasta la avaricia; dispuestos a deshacernos de lo que tenemos a cambio de verlo reflejado magnificado en el espejo del futuro. Nada triunfa ante el cambio en un mundo donde todo experimenta una mejora incesante: la esperanza de vida de todo excepto de los propios seres humanos se encuentra en continuo declive. Las devociones son efímeras, las lealtades evanescentes, y el ritmo del cambio nos previene contra cualquier tipo de apego demasiado profundo. Ansiamos probar cualquier cosa de inmediato, sin reparar en las consecuencias. Una actividad rivaliza con otra por estar «al día»: automóviles y televisores se desechan al igual que las creencias religiosas y morales descartadas: la mirada siempre está puesta en el modelo nuevo. Ver significa imaginar lo que podría haber en lugar de lo que hay; tocar es transformar. Cualquiera que sea la forma o la calidad del mundo, no será lo que queremos por mucho tiempo. Y quienes están a la vanguardia del movimiento contagian a quienes van rezagados con su energía y actividad. Omnes eodem cogemur: cuando nuestras piernas dejan de ser ágiles, encontramos un lugar en el grupo. Por supuesto, nuestro carácter tiene otros ingredientes además de esta pasión por el cambio (no carecemos del impulso de estimar y preservar), pero hay pocas dudas sobre cuál prevalece. Y, en estas circunstancias, parece apropiado que aparezca una actitud conservadora, no como una alternativa inteligible (o incluso plausible) a nuestra actitud mental principalmente «progresista», sino más bien como un obstáculo al cambio que está en marcha, como el vigilante de un museo en el que pintorescos ejemplos de logros ya superados se preservan para que los niños se queden boquiabiertos ante ellos, y como el guardián de lo que, de vez en cuando, se considera que no está aún maduro para su destrucción, a lo que llamamos, irónicamente, las cosas amenas de la vida. Nuestra consideración sobre el carácter conservador y su actual suerte podría esperarse que terminase aquí, con la evocación del hombre en quien esta actitud es fuerte nadando a contracorriente, ignorado por el resto no
porque lo que tiene que decir sea necesariamente falso, sino porque se ha vuelto irrelevante; superado, pero no por cualquier demérito propio, sino sólo por el flujo de las circunstancias; un hombre alicaído, tímido, nostálgico que provoca lástima como un inadaptado y desprecio como un reaccionario. No obstante, creo que todavía puede decirse algo más. Aun en estas circunstancias, cuando la actitud conservadora es claramente infravalorada, se dan ocasiones en las que esta disposición sigue siendo no sólo apropiada, sino extremadamente apropiada; y hay relaciones en las que nos inclinamos inevitablemente hacia una dirección conservadora. En primer lugar, existe un cierto tipo de actividad (aún no extinta) que sólo puede realizarse en virtud de una actitud conservadora. A saber, actividades en las que lo que se busca es el disfrute presente y no un beneficio, una recompensa, un premio o un resultado adicional a la propia experiencia. Y cuando se reconocen estas actividades como divisa de esta actitud, el ser conservador se revela ya no como un prejuicio hostil contra una actitud «progresista» capaz de abarcar a todo el conjunto de la conducta humana, sino como una disposición apropiada en un amplio y significativo campo de la actividad humana. El hombre en quien predomina este carácter aparece como alguien que prefiere verse involucrado en actividades en las que ser conservador resulta especialmente apropiado, y no como un hombre propenso a imponer su conservadurismo indiscriminadamente sobre toda actividad humana. Brevemente, si nos vemos inclinados a rechazar (como nos ocurre a la mayoría) el conservadurismo en tanto que actitud apropiada para la conducta humana en general, aún quedaría cierta clase de conducta humana para la que este carácter no es sólo apropiado, sino que es condición necesaria. Existen, por supuesto, numerosas relaciones humanas en las que una actitud conservadora, una disposición a disfrutar simplemente lo que éstas ofrecen por sí mismas, no es particularmente apropiada: amo y sirviente, propietario y administrador, comprador y vendedor, jefe y representante. En este tipo de relaciones, cada participante busca algún servicio o recompensa por el servicio ofrecido. El cliente al que el tendero no es capaz de proveer lo que necesita o bien lo persuade para que amplíe sus existencias o bien se va a otro lugar. Un tendero incapaz de satisfacer los deseos de su cliente trata de
imponerle otros que sí pueda satisfacer. Un jefe mal servido por su representante busca a otro. Un sirviente mal recompensado por su servicio pide un aumento; y un sirviente insatisfecho con sus condiciones de trabajo busca un cambio. En suma, todas son relaciones en las que se busca cierto resultado; cada parte se interesa por la capacidad de la otra para proporcionárselo. Si lo que se busca es insuficiente es de esperar que la relación caduque o termine. Ser conservador en tales circunstancias, disfrutar de lo que está presente y disponible, independientemente de si fracasa a la hora de satisfacer cualquier necesidad y sólo porque ha captado nuestra fantasía y se ha vuelto familiar, es una conducta que revela un conservadurismo jusqu’aubutiste, una inclinación irracional a rechazar toda relación que requiera el ejercicio de cualquier otra disposición. No obstante, incluso estas relaciones parecen carecer de algo cuando son reducidas a un nexo de oferta y demanda, sin dejar espacio a la intrusión de las lealtades y apegos que surgen de la familiaridad. En cambio, existen relaciones de otra índole en las que no se busca ningún resultado, que se sostienen por sí mismas, disfrutándose por lo que son y no por lo que proporcionan. Así ocurre con la amistad. En este caso, el apego surge de un principio de familiaridad y subsiste merced al intercambio de personalidades. Cambiar de carnicero hasta conseguir la carne que buscamos o educar a nuestro empleado hasta que haga lo que se espera de él no es una conducta inapropiada para cierto tipo de relaciones. Sin embargo, descartar amigos porque no se comportan como esperábamos y rechazan ser educados conforme a nuestras exigencias es la conducta de un hombre que ha malentendido por completo la naturaleza de la amistad. Los amigos no están preocupados por ver qué podrían sacar unos de otros, sino sólo de disfrutar mutuamente los unos de los otros. Y la condición básica de este disfrute es una efectiva aceptación de lo que hay, a la par que la ausencia de cualquier deseo de cambio o de mejora. Un amigo no es alguien en quien confiamos que se comporte de una determinada manera, que satisfaga ciertas necesidades, que tenga ciertas aptitudes útiles, que posea ciertas cualidades meramente agradables, o quien sostenga ciertas opiniones aceptables. Un amigo es alguien que estimula la imaginación, que invita a la reflexión, que provoca interés, simpatía, asombro y lealtad simplemente en virtud de la
relación establecida. Un amigo no puede remplazar a otro; existe un mundo entre la muerte de un amigo y la jubilación de nuestro sastre. La relación de amistad es dramática, no utilitaria; el lazo que se establece es de familiaridad, no de utilidad; la actitud que compromete es conservadora, no «progresista». Y lo que es cierto de la amistad, no es menos cierto de otras experiencias –el patriotismo, por ejemplo, o la conversación–, cada una de las cuales requiere una disposición conservadora como condición de su disfrute. Existen, empero, otras actividades que no implican relaciones humanas, que se realizan por el disfrute que generan y no por una recompensa, y para las cuales la única actitud apropiada es la conservadora. Consideremos, por ejemplo, la pesca. Si tu objetivo se cifra sólo en pescar peces, sería absurdo ser excesivamente conservador. Buscarías los mejores aparejos de pesca, descartarías toda práctica que se ha mostrado ineficaz, no estarías atado por efecto de apegos inútiles a ningún lugar en particular, la compasión sería efímera, las lealtades evanescentes; incluso será inteligente probar cualquier cosa con la esperanza de mejorar la pesca. Sin embargo, la pesca es una actividad que se puede realizar no por el beneficio que reporta sacar peces del agua, sino por puro disfrute, y el pescador puede que regrese a casa al atardecer no menos contento con las manos vacías. Cuando esto es así, significa que la actividad se ha convertido en un ritual y, en este caso, la disposición conservadora resulta la apropiada. ¿Para qué preocuparse por tener la mejor herramienta si no te importa realmente si pescas o no? Lo que realmente importa es el disfrute del ejercicio de la habilidad (o, quizá, pasar el rato), y esto se consigue con cualquier aparejo, siempre que sea algo familiar y no grotescamente inadecuado. Así pues, todas las actividades donde lo que se busca es el disfrute que proviene de la familiaridad del ejercicio y no del éxito de la empresa constituyen un emblema de la actitud conservadora. Y estas actividades son numerosas. Fox ubicó los juegos de azar entre ellas cuando dijo que proporcionaban dos placeres supremos: el placer de ganar y el placer de perder. En efecto, sólo se me ocurre una actividad de este tipo que requiera, al parecer, una disposición distinta a la conservadora: el amor a la moda, es decir, el deleite caprichoso en el cambio por el cambio, independientemente del resultado.
Pero además de la clase de actividades, no pocas por cierto, en las que podemos participar sólo en virtud de una disposición conservadora, hay ocasiones en la conducción de otras actividades en las que ésta es la disposición más apropiada; de hecho, son pocas las actividades que no requieren de esta actitud en algún momento. Siempre que la estabilidad sea más provechosa que el cambio, siempre que la certeza sea más valiosa que la especulación, siempre que la familiaridad sea más deseable que la perfección, siempre que un error acordado sea superior a una verdad controvertida, siempre que la enfermedad sea más llevadera que el remedio, siempre que la satisfacción de las expectativas sea más importante que la «justicia» inherente a las expectativas, siempre que una regla de cualquier clase sea mejor que el riesgo de carecer de reglas, la actitud conservadora será más apropiada que cualquier otra. Y, bajo cualquier interpretación de la conducta humana, estas situaciones abarcan un número nada desdeñable de circunstancias. Por eso debemos pensar que quienes ven al hombre de talante conservador (incluso en lo que vulgarmente se llama una sociedad «progresista») como un nadador solitario que braceando lucha contra la abrumadora corriente de las circunstancias han ajustado sus prismáticos hasta el punto de excluir un amplio mundo del acontecer humano. En la mayoría de las actividades que no se realizan por la mera satisfacción de llevarlas a cabo aparece, a un cierto nivel de observación, una distinción entre el proyecto emprendido y los medios empleados, entre la empresa y las herramientas utilizadas para llevarla a buen puerto. Ésta no es, por supuesto, una distinción absoluta; pues con frecuencia los proyectos son producidos y dirigidos por las herramientas disponibles y, en raras ocasiones, las herramientas son diseñadas para que se ajusten a un proyecto particular. Y lo que en una ocasión es un proyecto, en otra es una herramienta. Más aún, hay por lo menos una excepción importante: la actividad del poeta. Sin embargo, es una distinción de cierta utilidad en tanto que dirige nuestra atención hacia una diferenciación apropiada de actitud hacia los dos componentes de la situación. En términos generales, podemos decir que nuestra actitud para con las herramientas es debidamente más conservadora que nuestra actitud hacia los proyectos; o, en otras palabras, podemos decir que las herramientas están
menos sujetas a la innovación que los proyectos porque, excepto en raras ocasiones, las herramientas no se diseñan para una ocasión particular y luego se retiran, se diseñan para que encajen en toda clase de proyectos. Y esto es comprensible porque la mayoría de las herramientas requieren una habilidad en su uso, y la habilidad es inseparable de la práctica y la familiaridad; un hombre hábil, ya sea un marinero, un cocinero o un contable, es un hombre familiarizado con cierto tipo de herramientas. En efecto, un carpintero es, por lo general, más hábil en el manejo de sus propias herramientas que en el de otros ejemplares de las herramientas comúnmente usadas por los carpinteros; y el abogado puede utilizar su propio volumen (anotado) de Partnership de Pollock, o Wills de Jarman, con mayor facilidad que cualquier otro. La familiaridad es la esencia del uso de las herramientas; y en tanto en cuanto el hombre es un animal que usa herramientas, está inclinado a ser conservador. Un buen número de las herramientas de uso común se han mantenido sin cambios durante generaciones; en cambio, el diseño de otras ha experimentado modificaciones considerables; y nuestro repertorio de herramientas está siempre creciendo a través de nuevas invenciones y mejorando debido a nuevos diseños. Cocinas, fábricas, talleres, zonas de construcción y oficinas revelan una mezcla característica de equipamiento largamente probado y de reciente invención. Pero, sea como fuere, cuando estamos inmersos en un negocio de cualquier tipo, cuando se ha iniciado un proyecto particular –ya se trate de hornear un pastel o de herrar a un caballo, de obtener un préstamo o sacar a flote una empresa, de vender pescado o seguros a un cliente, de construir un barco o hacer un traje, de sembrar trigo o cosechar patatas, de construir un puerto o levantar una presa– reconocemos que es una ocasión en la que es particularmente apropiado ser conservador en lo tocante a las herramientas que empleamos. Si se trata de un gran proyecto, lo dejaremos en manos del hombre que tenga los conocimientos que se requieran, y esperaremos que contrate a trabajadores que conozcan su propio negocio y que sean hábiles en el uso de cierto tipo de herramientas. En algún punto de esta jerarquía de usuarios de herramientas podría sugerirse que con el fin de hacer este trabajo particular se requiere un aumento o modificación en la serie de herramientas disponibles. Es probable que tal sugerencia provenga de algún punto intermedio de la jerarquía: no esperamos que un
diseñador diga: «Debo marcharme y realizar alguna investigación fundamental que me llevará cinco años antes de que pueda continuar con el trabajo» (su bolsa de herramientas es un conjunto de conocimientos que esperamos tenga a mano y sepa utilizar); y no esperamos que el hombre que se encuentra en la parte inferior de la jerarquía tenga una serie de herramientas inadecuadas para las necesidades de su trabajo particular. Pero, incluso si se hace y lleva a cabo tal sugerencia, no afectará a la conveniencia de la actitud conservadora respecto a toda la serie de herramientas que se esté usando. Parece evidente que ningún trabajo se finalizaría jamás, o que ningún negocio se llevaría a buen puerto si, llegado el momento, nuestra disposición para con las herramientas no fuera, en términos generales, conservadora. Hacer negocios, de una clase u otra, ocupa la mayor parte de nuestro tiempo, y como puede hacerse más bien poco sin herramientas de algún tipo, la disposición a ser conservadores ocupa en nuestro carácter un espacio preeminente de manera ineludible. El carpintero viene a hacer un trabajo, quizá uno al que no se haya enfrentado nunca antes; pero acude pertrechado con su caja de herramientas familiares y su única posibilidad de hacer el trabajo reside en la habilidad con la que maneje lo que tenga a su disposición. Cuando el fontanero se dispone a coger sus herramientas, el proceso de selección le llevaría más tiempo que el habitual si su propósito fuera inventar unas nuevas herramientas o mejorar las viejas. Nadie pone en cuestión el valor del dinero en el mercado. Ningún negocio podría realizarse jamás si, antes de pesar una libra de queso o servirse una pinta de cerveza, la relativa utilidad de estas unidades de medida en comparación con otras fuese constantemente examinada. El cirujano no se detiene en medio de una operación para rediseñar sus instrumentos. La MCC no autoriza una nueva anchura del bate, un nuevo peso para la pelota o una nueva longitud para el «wicket» en medio de un partido, o incluso en medio de una temporada de críquet. Cuando tu casa está en llamas no tratas de ponerte en contacto con un centro de investigación para la prevención contra el fuego para que diseñe un nuevo dispositivo. Como apuntó Disraeli, a menos que seas un lunático, llamas al parque de bomberos. Un músico puede improvisar una melodía, pero se vería en un brete si se espera que, al mismo tiempo, improvise un instrumento. De hecho, cuando se tiene que realizar un
trabajo particularmente delicado, el trabajador preferirá utilizar una herramienta con la que está completamente familiarizado en lugar de otra que tenga en su caja, de nuevo diseño, pero cuyo uso aún no domina. Hay un momento y un lugar para ser radical con estas cosas, no cabe duda, por ejemplo, a fin de promover la innovación y realizar mejoras en las herramientas que utilizamos; pero las citadas son claramente ocasiones para el ejercicio de una actitud conservadora. Ahora bien, lo que es cierto sobre las herramientas en general, a diferencia de lo que ocurre con los proyectos, lo es aún más en el caso de cierta clase de herramienta de uso común: a saber, las reglas generales de conducta. Si la familiaridad que emerge de la relativa inmunidad al cambio es apropiada para martillos y tenazas, para bates y pelotas, resulta del todo apropiada, por ejemplo, para una rutina de oficina. Las rutinas, sin duda, son susceptibles de mejora; pero cuanto más familiares son, más útiles resultan. Obviamente, resulta poco sensato no tener una actitud conservadora en lo que atañe a una rutina. Por supuesto, se dan situaciones excepcionales que pueden requerir una dispensa; pero en lo que a rutina se refiere la inclinación a ser conservador es indudablemente más apropiada que una reformista. Tomemos en consideración, por ejemplo, la conducción de una asamblea pública, las reglas de debate de la Cámara de los Comunes o el procedimiento de un tribunal de justicia. La principal virtud de estos arreglos consiste en que son fijos y familiares; establecen y satisfacen ciertas expectativas, permiten expresar en un orden oportuno todo lo que resulta relevante, previenen choques innecesarios y conservan la energía humana. Son herramientas típicas, instrumentos aptos para su uso en diversos trabajos, diferentes pero similares. Son el producto de la reflexión y la elección: no hay nada sacrosanto en ellas, son susceptibles de cambio y mejora; pero si nuestra disposición para con ellas no fuera, en términos generales, conservadora, si estuviéramos dispuestos a discutir sobre ellas y cambiarlas en cada ocasión, perderían su valor rápidamente. Y, en todo caso, aunque puedan darse ocasiones excepcionales en las que sea recomendable suspenderlas, parece lo más apropiado no renovarlas ni tratar de mejorarlas mientras estén en vigor. Consideremos, nuevamente, las reglas de un juego. También son el producto de la reflexión y la elección, y hay ocasiones en las que resulta apropiado
reconsiderarlas a la luz de la experiencia actual; pero resulta inapropiado mantener hacia ellas una actitud que no sea la conservadora, como considerar ponerlas todas juntas, y al mismo tiempo, en el crisol; como también resulta sumamente inapropiado cambiarlas o mejorarlas en medio del calor y la confusión del juego. De hecho, cuanto más ansioso se muestre cada participante por ganar, mayor será el valor de un conjunto inflexible de reglas. Los jugadores pueden idear nuevas tácticas durante el transcurso del juego, pueden improvisar nuevos métodos de ataque o defensa, pueden hacer cuanto esté en sus manos para frustrar las expectativas de su oponente, todo excepto inventar nuevas reglas. Se trata de una actividad que sólo se puede satisfacer de forma moderada y siempre fuera de temporada. Se podría decir bastante más sobre la importancia y la pertinencia de la actitud conservadora, incluso en un carácter como el nuestro, inclinado principalmente a tomar la dirección opuesta. No me he pronunciado sobre la moralidad, ni sobre la religión; pero quizá haya dicho lo suficiente para mostrar que, aunque ser conservador en toda ocasión y en toda circunstancia es algo tan alejado de nuestra forma de pensamiento que resulta casi ininteligible, hay, sin embargo, pocas actividades que no reclamen el concurso de dicha actitud. En algunas ocasiones es reconocida como el principal socio; mientras que en otras actividades es, propiamente, el amo.
Tres
¿Cómo debemos interpretar entonces la actitud conservadora en la política? Al hacer esta pregunta no me interesa únicamente la inteligibilidad de esta inclinación en cualquier conjunto de circunstancias, sino su inteligibilidad en nuestras propias circunstancias contemporáneas. Los escritores que se han hecho cargo de dar respuesta a esta pregunta dirigen nuestra atención hacia creencias de orden general acerca del mundo, de los seres humanos, de asociaciones e incluso acerca del universo. Nos dicen que la disposición conservadora en política, si es entendida correctamente, sólo puede ser el reflejo de dichas creencias. Se dice, por ejemplo, que el conservadurismo en política es la contrapartida apropiada de
una disposición generalmente conservadora respecto a la conducta humana: ser reformista en cuestión de negocios, moral o religión al tiempo que conservador en cuestiones de política se presenta como una postura incoherente. Se dice, por ejemplo, que el que es conservador en política lo es en virtud de ciertas creencias religiosas; por ejemplo, la creencia en una ley natural que recoge la experiencia humana, y en un orden providencial que refleja el propósito divino en la naturaleza y en la historia humana, a los que la humanidad debe amoldar su conducta, pues alejándose sólo encontrará injusticia y calamidad. Se dice, además, que una disposición a ser conservador en la política refleja lo que se denomina una teoría «orgánica» de la sociedad, y que esta disposición se encuentra ligada a una creencia en el valor absoluto de la personalidad humana, y a una creencia en la inclinación natural del ser humano hacia el pecado. El «conservadurismo» del hombre inglés también ha sido relacionado con una posición favorable a la monarquía y el anglicanismo. Ahora bien, al margen de otras cuestiones de menor importancia que podríamos sentir la tentación de objetar, me parece que esta exposición general adolece de un gran defecto. Ciertamente, muchas de estas creencias han sido sostenidas por personas conservadoras en la actividad política, y también puede ser cierto que estas personas hayan creído que su actitud conservadora se veía confirmada, o incluso fundamentada, por tales creencias. Sin embargo, en mi opinión la actitud conservadora en política no implica que debamos sostener la veracidad de estas creencias ni, en todo caso, que debamos suponer que sean verdaderas. De hecho, no creo que tal tendencia se relacione necesariamente con ninguna creencia particular acerca del universo, acerca del mundo o de la conducta humana en general. A lo que sí está ligada esta actitud, en cambio, es a ciertas convicciones acerca de la actividad de gobernar y a los instrumentos de gobierno, y es en referencia a estas creencias, y no otras, como puede hacerse inteligible está disposición. Expondré mi opinión brevemente antes de desarrollarla por extenso. Lo que hace inteligible la actitud conservadora en política no tiene nada que ver con una ley natural o un orden providencial, nada que ver con la moral o la religión. Tiene que ver, más bien, con el examen de nuestra manera actual de vivir combinado con la creencia (que, desde nuestro punto de vista, no
necesita considerarse más que como una hipótesis) de que gobernar es una actividad específica y limitada. A saber, la provisión y custodia de reglas generales de conducta, que no son entendidas como planes para imponer actividades sustantivas, sino como instrumentos que permiten a la gente realizar, con la mínima frustración, las actividades que cada uno elija. Comencemos por el que considero que es el punto de partida apropiado; no en el empíreo, sino por nosotros mismos tal como hemos llegado a ser. Mis vecinos, mis asociados, mis compatriotas, mis amigos, mis enemigos, quienes me son indiferentes y yo somos gente ocupada en una gran variedad de actividades. Somos propensos a sostener múltiples opiniones sobre todos los temas concebibles y estamos dispuestos a cambiar estas creencias a medida que nos cansamos de ellas o nos resultan inútiles. Cada uno de nosotros sigue su propio camino; y no hay ningún proyecto tan improbable como para que nadie quiera involucrarse en él, o empresa tan disparatada como para que nadie la emprenda. Algunos se pasan la vida tratando de vender copias del catecismo anglicano a los judíos. Y una mitad del mundo está ocupada en tratar de conseguir que la otra mitad del mundo desee algo que hasta la fecha nunca había echado en falta. Todos tendemos a ser apasionados con nuestros propios intereses, ya se trate de fabricar cosas o venderlas, ya sean negocios o deportes, religión o enseñanza, poesía, bebida o drogas. Cada uno tiene sus propias preferencias. Para algunos las oportunidades de hacer elecciones (que son numerosas) son invitaciones aceptadas de buena gana; otros, en cambio, las aceptan con menor entusiasmo o incluso les resultan pesadas. Algunos sueñan con mundos nuevos y mejores; otros tienden a moverse por caminos familiares o incluso a ser ociosos. Algunos son más propensos a lamentar la rapidez del cambio, a otros les encanta; todos reconocen su existencia. A veces nos cansamos y nos quedamos dormidos: es un bendito alivio mirar los escaparates de las tiendas y no ver nada que queramos; agradecemos la fealdad sólo porque no reclama nuestra atención. La mayor parte de las veces, sin embargo, buscamos la felicidad a través de la satisfacción de deseos que surgen, incesantemente, uno tras otro. Establecemos relaciones de interés y sentimientos, de competencia, asociación, protección, amor, amistad, celo y odio, algunas de las cuales resultan ser más duraderas que otras. Establecemos acuerdos unos
con otros, generamos expectativas acerca de la conducta de los demás, aprobamos, nos mostramos indiferentes y desaprobamos. Esta multiplicidad de actividad y variedad de opiniones puede producir enfrentamientos: seguimos caminos que se cruzan y no todos aceptamos la misma clase de conducta. Pero, por lo general, nos llevamos bien, a veces cedemos, a veces nos resistimos con firmeza, otras acordamos. Nuestra conducta consiste en asimilar nuestra actividad a la de otros a través de pequeños, y en su mayoría irreflexivos y discretos, ajustes. No importa por qué todo esto es así. Tampoco es necesariamente así. Podemos imaginar fácilmente otra clase de circunstancias humanas y sabemos que en otros tiempos y lugares la actividad es, o ha sido, mucho menos variopinta y cambiante, y la opinión mucho menos diversa y menos proclive a provocar enfrentamientos. Sin embargo, en líneas generales, reconocemos que ésta es nuestra forma de ser. Estamos ante una condición adquirida, a pesar de que nadie la diseñó o escogió específicamente. No es el producto de la «naturaleza humana» dejada a su albur, sino el resultado de la acción de los seres humanos impulsados por el amor adquirido a elegir por ellos mismos. Sabemos tanto y tan poco acerca de adónde nos lleva esto como de la moda de los sombreros o del diseño de automóviles dentro de veinte años. Al observar este panorama, algunas personas, que consideran el orden y la coherencia la característica dominante, se exasperan por su ausencia. Despilfarro, frustración, derroche de energía humana, ausencia no sólo de un destino premeditado, sino de cualquier dirección discernible de movimiento. Proporciona una excitación similar a la de una carrera de automóviles; pero no tiene nada de la satisfacción de una empresa bien dirigida. Este tipo de personas tienden a exagerar el desorden actual. La ausencia de un plan es tan destacada que los pequeños ajustes, e incluso los arreglos más amplios que limitan el caos, les parecen insignificantes. No sienten la calidez del desorden sino sólo su inconveniencia. Pero lo significativo no es su limitado poder de observación, sino el rumbo que toman sus pensamientos. Sienten que debería haber algo que pudiera hacerse para convertir el denominado caos en orden, porque ésta no es la manera en la que deben vivir los seres humanos racionales. Al igual que Apolo cuando vio a Dafne con su cabello cayendo
descuidadamente sobre el cuello, suspiran y se dicen: «Cómo sería si estuviera peinado adecuadamente». Además, nos dicen que han visto en sueños una forma de vida gloriosa y sin conflictos adecuada para toda la humanidad. Y justifican con este sueño la eliminación de las diversidades y las situaciones de conflicto que caracterizan nuestra manera de vivir. Por supuesto, sus sueños no son exactamente iguales, pero tienen algo en común: una visión de la condición humana de la que se ha eliminado todo conflicto, una visión de la actividad humana coordinada e impulsada en una sola dirección a la que sirven todos los recursos. Y este tipo de persona entiende el ejercicio del gobierno como la imposición de las características de la condición humana presentes en su sueño. Gobernar es transformar un sueño privado en una forma de vida de carácter público y obligatorio. La política, por tanto, se convierte en un encuentro con los sueños y la actividad de gobierno según esta visión: la de proveer de los instrumentos apropiados según esta forma de ver las cosas. No me propongo criticar este salto al estilo glorioso de la política en el que gobernar se entiende como una invitación perpetua a tomar el mando para concentrar todas las energías humanas con el fin de concentrarlas en una misma dirección. Este estilo no es en modo alguno ininteligible y hay mucho en nuestras circunstancias que lo provoca. Mi propósito no es otro que señalar la existencia de otra forma muy diferente de entender el gobierno, que no es menos inteligible y que en algunos aspectos quizá sea más apropiada para nuestras circunstancias. La fuente de esta otra disposición respecto a la actividad y los instrumentos de gobierno –una actitud conservadora– se encontrará en la aceptación de la condición actual de las circunstancias humanas tal como las he descrito: la propensión a hacer nuestras propias elecciones y a encontrar la felicidad en ello; la variedad de empresas que cada uno persigue con pasión; la diversidad de creencias existentes, cada una de las cuales es sostenida con la convicción de su condición de verdad exclusiva; la capacidad de invención; la propensión al cambio sin el concurso de un gran diseño; el exceso, la actividad excesiva y el compromiso informal. Y la tarea del gobierno no es la imposición de otras creencias y actividades a sus súbditos, ni la de tutelarlos o educarlos, ni la de hacerlos mejores o más felices de otra
manera, ni la de dirigirlos, ni la de incitarlos a la acción, ni la de conducirlos o coordinar sus actividades para que no surja ninguna ocasión de conflicto; la tarea del gobierno es sólo la de gobernar. Se trata de una actividad específica y limitada, fácilmente corruptible en combinación con cualquier otra, pero indispensable en ciertas circunstancias. La imagen del gobernante es la del árbitro que aplica las reglas del juego, o la del moderador que preside el debate de acuerdo con unas reglas conocidas pero sin participar en él. Ahora bien, las personas que poseen esta actitud defienden, apelando a ciertas ideas generales, su creencia en que la actitud apropiada del gobierno debe ser la aceptación de la condición actual de las circunstancias humanas. Sostienen que hay un valor absoluto en el libre juego de la elección humana, que la propiedad privada (el símbolo de la elección) es un derecho natural, que sólo en el disfrute de la diversidad de opinión y actividad cabe esperar que la creencia verdadera y la buena conducta se revelen. Pero no creo que la disposición conservadora requiera éstas u otras creencias similares para volverse inteligible. Será suficiente algo mucho más pequeño y menos pretencioso: la observación de que esta condición de la circunstancia humana es, de hecho, actual, y que hemos aprendido a disfrutarla y manejarla; que no somos niños en statu pupillari sino adultos que no se consideran obligados a justificar su preferencia a la hora de tomar sus propias elecciones; y que va más allá de lo permitido por la experiencia humana suponer que quienes gobiernan están dotados de una sabiduría superior que les proporciona un abanico de conocimientos y habilidades que les confiere autoridad para imponer a sus súbditos una forma de vida bastante distinta. En suma, si al hombre con un talante así se le pregunta: «¿Por qué deben aceptar los gobiernos la actual diversidad de opinión y actividad antes que imponer a los súbditos sus propios sueños?». Bastará con que responda: «¿Por qué no?». Sus sueños no son diferentes de los de cualquier otro; y si ya resulta aburrido tener que escuchar el relato de los sueños de otros, resulta insufrible verse obligado a realizarlos. Toleramos a los monomaniacos, estamos acostumbrados a hacerlo; pero ¿por qué deberíamos ser gobernados por ellos? ¿No es acaso (pregunta el hombre de talante conservador) la tarea obvia de un gobierno proteger a sus súbditos de la molestia que suponen quienes gastan su energía y su riqueza al servicio de algún capricho, tratando
de imponerlo a todos, y no suprimiendo unas actividades en favor de otras de tipo similar, sino estableciendo un límite a la cantidad de ruido que cada uno puede producir? Sin embargo, si esta aceptación es la fuente de la que mana la disposición conservadora con respecto al gobierno, no da por supuesto que la función del gobierno sea no hacer nada. Tal y como lo entiende, hay un trabajo efectivo que hacer y sólo puede realizarse en virtud de una aceptación genuina de las creencias vigentes simplemente porque son actuales y de las actividades actuales simplemente por ser las que están en marcha. Brevemente, la función que se atribuye al gobierno es la de resolver algunos de los conflictos que genera la variedad de creencias y actividades; preservar la paz sin poner en entredicho tanto la capacidad de elección como la diversidad que surge del ejercicio de la preferencia, sin imponer una uniformidad sustantiva, sino aplicando reglas generales de procedimiento a todas las personas por igual. Por lo tanto, el gobierno, tal y como lo entiende un conservador, no empieza con una visión de otro mundo, diferente y mejor, sino con la observación del autogobierno practicado, incluso por hombres apasionados en la gestión de sus empresas. Comienza con ajustes informales de intereses que están destinados a liberar de la frustración mutua del conflicto a quienes tienden a enfrentarse. A veces estos ajustes no son más que acuerdos entre dos partes para mantenerse cada una fuera del camino de la otra, a veces son de aplicación más amplia y de carácter más duradero, tal y como ocurre con las reglas internacionales para la prevención de las colisiones en el mar. En suma, las sugerencias para el buen gobierno deben encontrarse en el ritual, no en la religión o en la filosofía, en el disfrute del comportamiento ordenado y pacífico, no en la búsqueda de la verdad o de la perfección. Pero el autogobierno de los hombres de creencias e iniciativas apasionadas tiende a fallar cuando más se necesita. A menudo es suficiente para resolver choques de intereses menores, pero más allá de éstos no se debe confiar en él. Se requiere un ritual más preciso y menos corruptible para resolver los grandes conflictos que tiende a generar nuestra forma de vivir, y para liberarnos de las grandes frustraciones en las que podemos quedarnos atrapados. El custodio de este ritual es «el gobierno», y las reglas que impone constituyen «la ley». Se puede imaginar un gobierno que ejerce de árbitro
ante conflictos de intereses sin la ayuda de leyes, igual que se puede imaginar un juego sin reglas y un árbitro a quien se apela en casos de disputa y que en cada ocasión sólo utiliza su juicio para inventar una manera ad hoc de liberar a los litigantes de su frustración mutua. Pero la falta de economía de este tipo de arreglo es tan clara que sólo cabe esperar que ocurra entre aquellos inclinados a creer que el gobernante posee una inspiración sobrenatural y que están dispuestos a atribuirle una función muy distinta: la de líder, tutor o director. En todo caso, la actitud conservadora para con el gobierno se arraiga en la creencia de que, cuando el gobierno se apoya en la aceptación de las actividades y creencias actuales de las personas, la única manera apropiada de gobernar consiste en elaborar y aplicar reglas de conducta. En resumen, ser conservador en materia de gobierno es un reflejo del conservadurismo que hemos reconocido como apropiado respecto de las reglas de conducta. Por lo tanto, gobernar, tal y como lo entiende el conservador, es proporcionar un vinculum juris para aquellas formas de conducta que, en esas circunstancias, tendrán menos probabilidades de terminar en un choque de intereses frustrante; proveer reparación y medios de compensación para aquellos que sufren el comportamiento problemático de otros; castigar a quienes persigan sus propios intereses al margen de las normas; y por supuesto, proporcionar la fuerza suficiente para mantener la autoridad de un árbitro de esta naturaleza. Por lo tanto, gobernar se reconoce como una actividad específica y limitada; no como la administración de una empresa, sino el gobierno de quienes se ocupan de una gran diversidad de proyectos elegidos por ellos mismos. No se ocupa de personas concretas, sino de actividades, y lo hace respecto a la posibilidad de que choquen entre ellas. Gobernar no es ocuparse de lo moralmente bueno y malo, no trata de convertir a los hombres en buenos o incluso mejores, no es indispensable por culpa de «la depravación natural de la humanidad», sino sólo a causa de su tendencia a la extravagancia; su función es mantener a la gente en paz en el desarrollo de las actividades que cada uno a elegido en su particular búsqueda de la felicidad. Y si esta visión contiene alguna idea general, quizá sea que un gobierno que no sostenga la lealtad de los ciudadanos carece de utilidad. Y que mientras alguien que (según la vieja expresión puritana) «manda por la verdad» es incapaz de hacerlo (porque algunos de sus súbditos creerán que su
«verdad» es un error), alguien que sea indiferente por igual a la «verdad» y el «error» y sólo persiga la paz no plantea ningún obstáculo para la lealtad necesaria. Parece lógico pensar que cualquier hombre que piense de esta forma en materia de gobierno sienta aversión por la innovación: el gobierno provee reglas de conducta y la familiaridad es una virtud de la mayor importancia en una norma. Sin embargo, queda lugar para otros pensamientos. La actual situación de la circunstancia humana es testigo de la aparición constante de nuevas actividades (que surgen a menudo de nuevos inventos) que se extienden con rapidez, y de la modificación o el descarte constante de creencias. Y, para este caso, el que las reglas sean inapropiadas para las actividades y creencias actuales es tan poco conveniente como que no sean familiares. Por ejemplo, un conjunto de inventos y cambios considerables en la forma de dirigir los negocios parece haber vuelto inadecuada la actual ley que regula los derechos de autor. Y podría pensarse que ni el periódico, ni el automóvil ni el avión han recibido un reconocimiento adecuado por parte de la ley de Inglaterra; todos ellos han creado molestias que requieren ser reducidas. O también, a fines del siglo pasado nuestros gobiernos emprendieron una extensa codificación de partes importantes de nuestro derecho para, de esta forma, acomodarlo a las nuevas creencias y formas de actividad, al margen de los pequeños ajustes a las circunstancias que son características de la forma de operar de nuestro common law. Pero muchos de estas leyes son ahora completamente obsoletas. Y hay leyes del Parlamento más antiguas (como la Merchant Shipping Act), que regulan amplias e importantes ramas de actividad, que son inapropiadas en las circunstancias actuales. Por tanto, la innovación será una exigencia para que las reglas se ajusten a las actividades que regulan. Pero, tal y como lo entiende el conservador, la modificación de las reglas siempre debería reflejar, y nunca imponer, un cambio en las actividades y creencias de los que están sujetos a ellas. Y en ningún caso deberían ser tan grandes que destruyan el ensemble. En consecuencia, el conservador no tendrá nada que ver con las innovaciones destinadas a satisfacer situaciones meramente hipotéticas; preferirá aplicar una regla existente antes que inventar una nueva; le parecerá apropiado
aplazar una modificación de las reglas hasta que resulte evidente que el cambio de las circunstancias que trata de reflejar perdurará en el tiempo; se mostrará receloso frente a las propuestas de cambio que exceden la acción que la situación requiere; sospechará de los gobernantes que demanden poderes extraordinarios para hacer grandes cambios y cuyas declaraciones vinculen su causa a generalidades como el «bien público» o la «justicia social», así como de los salvadores de la sociedad que se ciñen la armadura y buscan dragones que matar; le parecerá oportuno considerar con cuidado la ocasión propicia para la innovación. En definitiva, se inclinará a considerar la política como una actividad en la que un conjunto valioso de herramientas se renueva de vez en cuando y se mantiene en buen estado, antes que como una oportunidad para la renovación permanente de las mismas. Lo arriba expuesto podría ayudar a hacer comprensible la disposición a ser conservador en materia de gobierno. Podría analizarse al detalle, por ejemplo, para mostrar cómo un hombre con este talante entiende la otra gran tarea de un gobierno, la dirección de la política exterior; para mostrar por qué concede una importancia tan grande al complicado conjunto de arreglos que llamamos «la institución de la propiedad privada»; para mostrar lo apropiado de su rechazo de la concepción de la política como una sombra que arroja la economía; para mostrar por qué cree que la principal (quizá la única) actividad específicamente económica apropiada para el gobierno es el mantenimiento de una moneda estable. Pero sobre este aspecto creo que hay algo más que decir. Para algunas personas, el «gobierno» es un gran depósito de poder que les impulsa a soñar con el uso que podría dársele. Estas personas tienen proyectos preferidos, de varias dimensiones, que creen, de forma sincera, que son beneficiosos para la humanidad, y conquistar ese poder, incrementarlo si fuera necesario y usarlo para imponer a sus semejantes estos proyectos es lo que ellos entienden como la aventura de gobernar a los hombres. Así pues, se sienten inclinados a reconocer el gobierno como un instrumento de pasión; el arte de la política consiste en inflamar y dirigir el deseo. En suma, se entiende que gobernar es como cualquier otra actividad –fabricar y vender una marca de jabón, explotar los recursos de una localidad o desarrollar un proyecto inmobiliario–, sólo que aquí el poder ya está (en buena medida) movilizado,
y la empresa es singular porque aspira al monopolio del poder y por su promesa de éxito una vez que se haya capturado la fuente del mismo. Por supuesto, un político con un proyecto personal de esta naturaleza no llegaría a ninguna parte hoy en día si no hubiera personas con deseos tan vagos que pueden ser impulsados a preguntar lo que ese político puede ofrecer, o con deseos tan serviles que prefieren la promesa de una abundancia que se concede antes que la libertad de elección y la actividad autónoma. Y en modo alguno resulta tan simple como podría parecer: a menudo un político de esta clase evalúa mal la situación y entonces, brevemente, incluso en la política democrática, somos conscientes de lo que el camello piensa del camellero. Ahora bien, la actitud conservadora ante la política refleja una visión muy diferente de la actividad de gobernar. El hombre con esta disposición entiende que la función de un gobierno no es la de exacerbar la pasión y darle nuevos objetivos que la alimenten, sino introducir un ingrediente de moderación en las actividades de aquellos hombres demasiado apasionados; para restringir, reducir, pacificar y conciliar; no para atizar los fuegos del deseo, sino moderarlos. No porque la pasión sea vicio y la moderación virtud, sino porque la moderación es indispensable para que los hombres apasionados no caigan en la trampa de enfrentamientos que conducen a la frustración. Un gobierno de esta clase no tiene que ser considerado como el agente de una providencia benigna, el custodio de una ley moral o el símbolo de un orden divino. Lo que provee es algo que las personas (si son como nosotros) pueden reconocer fácilmente como valioso. De hecho, es algo que, hasta cierto punto, hacen por sí mismos durante el curso ordinario de sus negocios o su placer. Casi no necesitan que se les recuerde su carácter indispensable, como nos dice Sexto Empírico que los antiguos persas acostumbraban recordarse a sí mismos por medio del abandono de todas las leyes durante cinco días estremecedores cuando se producía la muerte de un rey. En términos generales, estas personas no se oponen a pagar el coste modesto de este servicio, y reconocen que la actitud apropiada hacia un gobierno de esta clase es la lealtad (a veces una lealtad confiada, otras veces quizá la lealtad apesadumbrada de un Sidney Godolphin), el respeto y algo de suspicacia, no amor, devoción o afecto. Así pues, gobernar se entiende como una actividad secundaria, pero también se reconoce como una actividad
específica, que no puede combinarse fácilmente con ninguna otra, porque el resto de actividades (excepto la mera contemplación) implican la toma de partido y la renuncia a la indiferencia apropiada (según esta visión de las cosas) no sólo para el juez sino también para el legislador, que se entiende ocupa un cargo judicial. Los súbditos de tal gobierno requieren que éste sea fuerte, esté alerta, sea resuelto, económico y no sea caprichoso ni demasiado activo. No necesitan un árbitro que no controle el juego de acuerdo a las reglas, que tome partido, que juegue su propio juego o que esté siempre pitando; después de todo, el juego es lo importante y al jugar al juego no necesitamos ser conservadores, ni tampoco en ese momento estamos dispuestos a serlo. Pero en lo que toca a estilo de gobernar, hay algo más que observar que la mera restricción impuesta por reglas apropiadas y familiares. Por supuesto, no tolerará que se gobierne mediante la sugerencia o el halago o por cualquier otro medio que no se ajuste a la ley; un ministro del Interior paternalista o un ministro de Hacienda amenazante. Sin embargo, la escenificación de su indiferencia ante las creencias y las actividades sustantivas de los ciudadanos puede a su vez provocar un hábito de restricción. En el calor de nuestras ocupaciones, en el choque apasionado de nuestras creencias, en nuestro entusiasmo por salvar las almas de nuestros prójimos o de toda la humanidad, un gobierno de esta clase introduce un ingrediente no de razón (¿cómo podríamos esperar tal cosa?), sino de ironía dispuesta a contrarrestar un vicio con otro, de actitud bromista que reduce la extravagancia sin pretender ser sabiduría en sí misma, de la burla que dispersa la tensión, de la inercia y del escepticismo. En efecto, podría decirse que mantenemos un gobierno de este tipo para que genere el punto de escepticismo para el que nosotros no tenemos ni el tiempo ni la inclinación. Como el soplo de aire fresco de las montañas que sentimos en la llanura incluso en el día más caluroso del verano. O, para dejar atrás la metáfora, como el «gobernador» que, controlando la velocidad con la que se mueven sus partes, impide que un motor se rompa en pedazos. No es, por tanto, el mero prejuicio estúpido lo que dispone a un conservador a adoptar esta visión de la actividad de gobernar; tampoco son necesarias pretenciosas creencias de orden metafísico para estimularla o
volverla inteligible. Ser conservador está relacionado con el simple hecho de advertir que allí donde la actividad se inclina hacia la empresa, la contrapartida indispensable será otro orden de actividad, inclinado hacia la restricción, que se corrompe inevitablemente (de hecho, se anula totalmente) cuando el poder que se le asigna se utiliza para promover proyectos personales. Un «árbitro» que al mismo tiempo es uno de los jugadores no es árbitro; las «reglas» con las que no estamos dispuestos a ser conservadores no son reglas sino incitaciones al desorden; la conjunción de soñar y gobernar genera tiranía.
Cuatro
El conservadurismo político, por lo tanto, no es en absoluto ininteligible en un pueblo propenso a ser aventurero y emprendedor, en un pueblo que ame el cambio y tienda a racionalizar sus afectos en términos de «progreso». Y uno no necesita pensar que la creencia en el «progreso» es la más cruel y más improductiva de todas las creencias, que provoca codicia sin satisfacerla, para pensar que no es apropiado que un gobierno sea manifiestamente «progresista». De hecho, una disposición a ser conservador en materia de gobierno parecería ser preeminentemente apropiada para los hombres que tienen algo que hacer y algo acerca de lo que pensar de forma autónoma, que tienen una habilidad por practicar o una fortuna intelectual por desarrollar, para las personas cuyas pasiones no necesitan ser inflamadas, cuyos deseos no necesitan ser espoleados y cuyos sueños de un mundo mejor no necesitan ser excitados. Este tipo de personas conocen bien el valor de una regla que imponga orden sin dirigir la iniciativa, una orden que concentre el deber de tal modo que quede lugar para el deleite. Podrían incluso estar preparados para soportar un orden eclesiástico legalmente establecido; pero no porque tal orden representase alguna verdad religiosa irrefutable, sino simplemente porque contendría la competencia ofensiva de las sectas y (como dijo Hume) moderaría «la plaga de un clero demasiado diligente». Ahora bien, independientemente de que estas creencias se presenten como razonables y apropiadas para nuestras circunstancias, así como para las
capacidades que es probable que encontremos en nuestros gobernantes, ellas y sus semejantes son, bajo mi punto de vista, aquello que vuelve inteligible una disposición conservadora en la política. No necesitamos preguntarnos si esta actitud sería apropiada en otras circunstancias distintas de las nuestras, ni siquiera si ser conservador tendría la misma importancia en las circunstancias de un pueblo que no sea aventurero, que sea perezoso o carente de espíritu, pues nuestro interés radica en nosotros mismos tal como somos. En mi opinión tal inclinación ocuparía un lugar importante en cualquier conjunto de circunstancias. Pero lo que espero haber dejado claro, en todo caso, es que no es contradictorio ser conservador en materia de gobierno y radical respecto a cualquier otra actividad. Y en mi opinión, hay más que aprender acerca de esta actitud de Montaigne, Pascal, Hobbes y Hume que de Burke o Bentham. Entre las muchas implicaciones de esta visión de las cosas que podrían señalarse mencionaré sólo una: que la política es una actividad poco apropiada para los jóvenes, no a causa de sus vicios sino de lo que, al lo menos yo, considero sus virtudes. Nadie pretende que sea fácil adquirir o sostener el talante de indiferencia que requiere esta forma de política. Controlar nuestras propias creencias y deseos, reconocer la forma actual de las cosas, sentir el equilibrio de las cosas en tus propias manos, tolerar lo que resulta abominable, distinguir entre el crimen y el pecado, respetar la formalidad aun cuando parece conducir a error: éstos son logros difíciles; y son logros que no deben buscarse en los jóvenes. Los días de juventud de toda persona son un sueño, una locura deliciosa, un dulce solipsismo. Nada en ellos tiene forma fija, precio fijo, todo es posible, y vivimos felizmente a crédito. No hay obligaciones que deban observarse, no hay cuentas que llevar. Nada está determinado por adelantado, cada cosa es lo que pueda hacerse de ella. El mundo es un espejo en el que buscamos el reflejo de nuestros propios deseos. La atracción que producen las emociones violentas es irresistible. Cuando somos jóvenes no estamos dispuestos a hacer concesiones al mundo, nunca sentimos el equilibrio de lo que está en nuestras manos, a menos que sea una pala de críquet. No somos capaces de distinguir entre lo que nos gusta y lo que estimamos; la urgencia es nuestra medida de la importancia y nos cuesta entender que lo rutinario no
es necesariamente despreciable. Nos impacienta la restricción, y creemos fácilmente, como Shelley, que haber contraído un hábito es haber fracasado. En mi opinión, éstas son algunas de nuestras virtudes cuando somos jóvenes, pero qué alejadas están del talante requerido para participar en el estilo de gobierno que he descrito. Puesto que la vida es un sueño, sostenemos (con una lógica plausible pero errónea) que la política ha de ser un encuentro de sueños, en el que esperamos imponer el nuestro. Algunas personas desafortunadas, como Pitt (llamado ridículamente «el joven»), nacen viejas, y pueden participar en la política casi desde la cuna. Otras, quizá más afortunadas, desmienten el dicho de que sólo somos jóvenes una vez, pues no crecen jamás. Pero éstas son excepciones. Para la mayoría existe lo que Conrad dio en llamar la «línea de sombra», y cuando la traspasamos se nos revela un mundo sólido de cosas, cada una de ellas con su forma fija, cada una con su propio punto de equilibrio, cada una con su precio. Un mundo de hechos, no una imagen poética, en el que lo gastado en una cosa no puede gastarse en otra; un mundo habitado por otros, además de por nosotros mismos, que no pueden reducirse a meros reflejos de nuestras propias emociones. Y llegar a sentirnos como en nuestra propia casa en este mundo común nos capacita (como nunca podría hacerlo ningún conocimiento de la «ciencia política»), si estamos inclinados a ello y no tenemos nada mejor en que pensar, para participar en lo que el hombre de disposición conservadora entiende que es la actividad política.
«On Being Conservative» fue una conferencia pronunciada por Michael Oakeshott en la Universidad de Swansea, en 1956. Se publicó por primera vez en la edición original de Rationalism in Politics and other essays, de 1962.

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