Básicamente, en el Perú hay tres clases de Cojudos: a) De Nacimiento, b) Por Contagio y c) Por el Trauma Cerebral que se les produce a los aborígenes de este país cuando llegan al uso de la razón y comprenden que han nacido aquí.

A los de Nacimiento es fácil reconocerlos, porque empiezan a causar problemas desde que están en el vientre materno: buscan el útero por los riñones, se tuercen hasta medio estrangularse con el cordón umbilical, nacen a los seis meses (cuando pesan dos kilos), o a los diez (cuando ya tienen bigote y dientes), hay que extraerlos con fórceps o con grúa, se necesita darles veinte palmadas en el trasero para que griten y, si gritan por iniciativa propia, lo hacen con un sonido gutural parecido al de la lechuza perseguida o al del abuelito cuando puja en su lucha contra el estreñimiento. Son, por lo tanto, de tan absoluta irresponsabilidad estomacal que no han terminado de mamar por un extremo cuando ya están contaminando la atmósfera, por el otro. Se orinan justo cuando acaban de mudarlos y —ya en la pila de bautismo— mientras el cura les pone un nombre rebosante de cojudez, como «Eusebio», «Porfirio» o «Natalicio», le cagan las manos al padrino cuando les aplican sal en la boca y estallan a gritar en un escándalo sensacional que se escucha en dos kilómetros a la redonda. Como es lógico, el padrino lo maldice en cuatro idiomas, piensa que lo han estafado con semejante Cojudo y se hace la promesa (que cumplirá religiosamente) de no verlo nunca más en la vida. Pero ya no hay nada que hacer y a partir de ese momento la Patria podrá contar con un Cojudo más en sus registros municipales. Por consiguiente, los Cojudos de Nacimiento son incurables y nunca se mueren de enfermedades graves como una buena lepra o una tuberculosis galopante, sino de algo tan elemental como la Diarrea Inexplicable, los Lamparones, el Siete-Cueros o cualquier otra cojudez.

Los Cojudos de Nacimiento se clasifican por su procedencia en tres orígenes: a) Vía Paterna, b) Vía Materna y c) Vía Crucis, según la Cojudez les venga por el lado del progenitor que arrastra alguna tara de varias generaciones, o por un generoso aporte de la mamá, que contribuye al acojudamiento del avocastro con alguna idiotez hereditaria, cuyo más alto exponente es la abuelita recluida en el manicomio. Los Cojudos de Nacimiento por Vía Crucis se producen cuando ambos padres han aportado su óbolo de cojudez a la mentalidad del niño, no habiendo, por lo tanto, a quien echarle la culpa de haber traído al mundo semejante joyita. Es entonces cuando, como su nombre lo indica, la progresión del Cojudo recién nacido, hacia realizarse en un Cojudo Adulto se convierte en un Vía Crucis que los padres deben soportar hasta la muerte. Es decir, hasta la muerte de ellos, porque los Cojudos duran como si fueran un producto de la industria inglesa y, por lo general, terminan enterrando a toda la familia. Un Cojudo de Nacimiento crecerá, vivirá y morirá Cojudo, sin que el más influyente de los santos pueda hacer el milagro de recuperarlo para las filas de los seres normales. Porque, milagros puede haber, pero ¿desacojudar a un Cojudo?, ¡ni toda la corte celestial, con San Pedro a la cabeza!

Los Cojudos de Nacimiento por la Vía Paterna tienen, sin embargo, la ventaja de no dejar lugar a dudas con respecto a lo legítimo de su filiación, porque todo el mundo pensará al conocerlos que el vástago es tan Cojudo como su padre, lo cual —en el fondo— no deja de ser una satisfacción para el Cojudo Júnior. Sobretodo en estos tiempos, cuando (dividida la sociedad entre Cojudos y Pendejos) ya no se sabe quién es hijo de quién y entenado de cuál. Por otro lado, llevar el apellido de un padre prestigiado como Cojudo tiene sus inconvenientes porque al hijo lo descalifican desde el saque, apenas muestra la tarjeta, y el tipo ya puede inventar la pólvora (cosa imposible hasta para un Pendejo, porque ya lo hicieron los chinos) o convertirse en el rey de los geniográmas, sin que la fama de su cojudez sufra cualquier menoscabo. Cuando entre nosotros alguien dice: «¡Yo conocí mucho a su padre…!», lo que en el fondo quiere decir es algo así como: «¡Veo que es usted tan Cojudo como quien tuvo la mala idea de engendrarlo…!».

Los Cojudos de Nacimiento por la Vía Materna, acogidos con la ternura natural de toda madre, corren el peligro de suscribirse por tiempo indefinido a las ventajas inherentes al Complejo de Edipo, neutralizándose como futuros padres (lo cual es un punto a favor de la humanidad) pero entrando de modo irreversible por los caminos de la superación, hasta convertirse en el Perfecto Cojudo por Excelencia, cuyos representantes —como en el poema de Vallejo— son pocos, pero son. Ligado a la autora de sus días por comulgar ambos de la misma tara, el Cojudo de Nacimiento por la vía materna crecerá entre un mar de indecisiones hormonales, aprenderá a tejer o bordar, será fofo y pusilánime para, finalmente, llegar a los veintiún años con todos los requisitos exigidos en la Antigua Grecia para aplicar la Eutanasia a los tarados. Ahora bien, fuera de estas razones genéticas, hay Cojudos de Nacimiento por acción de los fórceps mal aplicados por intervención médica tardía, o porque el ginecólogo es otro Cojudo que no sabe de su oficio, pero esto pertenece, más bien, a los renglones de lo Circunstancial, donde nadie está libre de volverse Cojudo en cualquier momento, como apreciaremos más adelante, al estudiar la Escala de Vivansky y Lobinsky para medir los Grados de Acojudamiento en Grados Cojugrados.

… Es muy difícil recibir una patada en el trasero, sin quedarse automáticamente Cojudo…

Los Cojudos por Contagio —salvo que el virus les haya hecho un daño irreparable— tienen, por fortuna, grandes posibilidades de rehabilitación mediante un cambio radical de costumbres, ambiente, clima, ocupación, familia política y, en fin, de la circunstancia local donde se adquirió la cojudez. Parece que, dentro de esta categoría y en mérito al principio de que lo mejor es curarse en salud, los Cojudos jóvenes reaccionan favorablemente al tratamiento si se les aplica de vez en cuando una fornida pateadura que los ponga a cubierto de cualquier epidemia generacional. A diferencia de otras enfermedades, como el sarampión, la cojudez por contagio sí repite y podemos afirmar que, a partir de su primera curación, el enfermo vive en un permanente estado de convalecencia (por su baja en las defensas mentales), pudiendo contraer otra vez el mal en cualquier momento y al primer descuido. En todo caso, nada hay tan peligroso como vivir en las inmediaciones de alguien de cuya cojudez (sea congénita o traumática) no exista la menor duda, por ser evidente que usa corbata michi, saca a orinar al perro por las noches, lleva a la suegra del brazo y se entretiene en lavar su automóvil él mismo los domingos por la mañana, etc. Sobre este particular, es bueno insistir en que los Cojudos transmiten su enfermedad por todos los medios imaginables: al estrechar la mano, al saludar desde lejos, al dirigirnos la palabra o la mirada, al escribirnos una carta o al sentarse en un área de ocho metros durante cualquier actividad social. Hace ya varios años yo vivía junto a un Cojudo abaritonado que cantaba ópera en el patio de su casa y, a los cuatro meses, tuve que hacerme ver por un médico en vista de los impulsos, cada vez más fuertes, que me sacaban al jardín para formar un dúo de Cojudos con mi vecino. El diagnóstico del galeno confirmó todas mis sospechas: me habían contagiado «La Traviata».

Claro que, atendida oportunamente, la cojudez por Contagio no pasa de ser un resfrío cerebral que dura pocos días. Pero, como ocurre con una gripe mal curada que puede evolucionar hasta el asma, la bronquitis crónica, la carraspera consuetudinaria y la tuberculosis, no tomar medidas profilácticas al primer síntoma de cojudez —que en algunos casos se presenta con fiebre— acusa una imperdonable falta de criterio y una actitud suicida frente al peligro inminente de terminar con una de esas cojudeces crónicas (y, por lo tanto, incurables) que se manifiestan ofreciendo comidas de etiqueta, llevando una flor en el ojal, tomando un curso de rosa-cruz por correspondencia o usando monóculo con cinta negra, que viene a ser la más alta expresión del Cojudo in articulo mortis. Es importante señalar que una cojudez crónica puede hacerse no sólo contagiosa sino hereditaria, por la tremenda concentración del Coxudum Peruviannis —agente transmisor de la enfermedad—, que se produce en la sangre, el cerebro y los calzoncillos del enfermo, cuando el mal se ha incorporado definitivamente a su organismo. Los calzoncillos, como se verá más adelante, juegan un papel importantísimo en el proceso evolutivo de la cojudez, por ser depositarios, sostenedores y lecho de lo que constituye el verdadero origen etimológico y funcional del terrible flagelo que nos ocupa. Yo estoy seguro de que algún día el Perú contará con un Centro Nacional Detector de la Cojudez, donde serán chequeados, por lo menos una vez al año, todos los peruanos, sin excepción de los Cojudos ya contabilizados por la opinión pública, para saber estadísticamente quienes escriben versos con ripio, consultan a los adivinos, llevan un «Diario íntimo» de sus actividades cotidianas, creen en el espiritismo, leen «El Pan del Alma», usan pecheras de franela en invierno, toman K-H3, se pintan las canas o practican cualquiera de las actividades transitorias que caracterizan a la cojudez por contagio. Mientras tanto, me parece, todo es cuestión de cuidarse y de evitar —en caso de contraer esta dolencia— el hacer cojudeces demasiado grandes, como las de ofrecerle matrimonio a una mujer con cinco hijos, peinarse con raya al medio o sentirse feliz. Porque la Felicidad es el nirvana de los Cojudos auténticos, que mueren generalmente con una sonrisa entre los labios y perdidos en ese plano mental donde se hermanan el opio, el demerol, los sueños imposibles, la morfina y cuanta cojudez ha inventado el hombre para flotar en un mundo ajeno a la realidad.

En el Perú, los Cojudos por Trauma Cerebral son, posiblemente, quienes ofrecen un mayor campo a la investigación de los especialistas en Neurología y Política (los primeros para tratarlos y los segundos para organizar partidos políticos con ellos). No sólo porque constituyen una mayoría abrumadora sobre los Cojudos de Nacimiento y por Contagio, sino porque entre sus filas militan, digamos, los Cojudos por antonomasia, los Cojudos inapelables, los Cojudos casi profesionales, que dan vida y sabor a la mentalidad del país. Quiero decir, aquellos que, desde Imperio incaico, donde a los más Cojudos los convertían en momias para que no jodieran la paciencia, hasta los años contemporáneos, en que sólo nos falta levantar un Monumento al Cojudo Desconocido, como entelequia de la cojudez llevada a lo sublime, han servido para mantener a la Patria en marcha, con destino al Limbo, y para hacer la felicidad de cuatro vivos, sobre los cuales nos ocuparemos en nuestro libro sobre «Los Pendejos». Ahora bien, comprendo que esta afirmación (los Cojudos por Trauma Cerebral como mayoría) puede aparecer divorciada de la Lógica, siendo el Trauma Cerebral un hecho esporádico que, numéricamente hablando, no llega a cifras estadísticas importantes, si se le compara con enfermedades de mayor envergadura, trascendencia o popularidad, como son el hambre, la anemia, la arteroesclerosis o la sífilis, que es algo así como el analfabetismo de la sangre. Pero ocurre, precisamente, que hablamos de La Cojudez, tratada como un fenómeno particularísimo que, por ser único en su género, escapa a toda norma, regla, experiencia o fórmula establecidas. Con este criterio y en base a los profundos estudios realizados por mí sobre y con centenares de Cojudos pertenecientes a todas las profesiones, ocupaciones, clases sociales y actividades conocidas, puedo afirmar de modo categórico que la cojudez masiva del Perú se origina principalmente como un trauma cerebral colectivo, desencadenado a partir del momento en que el peruano adquiere lo que se llama «el uso de razón».

Ahora bien, no debemos confundir el «uso de la razón», etapa en la que se toma conciencia del mundo ambiental, del medio que nos rodea y de la sociedad en que nos ha tocado vivir, con ese amanecer de la conciencia que se produce alrededor de los siete años, cuando el niño comienza a pedir limosna, cuidar automóviles, robarse lo que pueda cargar, lustrar calzado, tragar como piraña o vivir indefinidamente a costillas de su papá, según el poder adquisitivo de la chimenea donde lo aventó la cigüeña. En el primer caso, digo, cuando el sujeto adquiere uso de la razón y —con los ojos salidos de las órbitas— llega a la conclusión de que le ha tocado ser peruano, es lógico que tan tremendo impacto le deje la mente en blanco y le produzca (por extraños mecanismos de defensa) el Trauma Cerebral que lo convierte automáticamente en un Cojudo de por vida.

Creo que nadie puede resistir semejante golpe a pie firme.

Esto, sobretodo, en el caso de los Cojudos Prematuros —porque los Cojudos por Trauma Cerebral se clasifican en Prematuros, Normales y Tardíos— que, por ser más sensibles que los otros, son quienes primero sucumben ante la cruel verdad. Por término medio, los Prematuros se reciben de Cojudos entre los siete y catorce años, excepto en los casos de Precocidad Genial, en que ya a los cuatro o cinco años de nacido, el futuro personaje presenta manifestaciones inequívocas de cojudez, tales como recitar a Chocano, tomar la sopa sin decir ni «fo», cantar el Himno con todas sus estrofas y responder a un balotario de preguntas sólo aptas para Cojudos de mayor edad. Aunque un Cojudo-por-Trauma Cerebral-Precocidad Genital-y-Prematuro puede darse en cualquier familia, ya que en la cojudez los factores genéticos sólo tienen una relativa importancia (como se puede apreciar entre los hijos de Cura, que resultan siempre ateos), son frecuentes los casos de esta naturaleza en el ambiente artístico o intelectual, donde cierta sensibilidad, aparentemente hereditaria, puede catalizar el estallido de la cojudez muchísimo antes de los siete años, como una protección biológica de la naturaleza, para que el postulante a Cojudo no termine pintando paredes y muriéndose de hambre, como el papá, o maullando «Quiéreme mucho», con acompañamiento de piano y huachafería, en las reuniones sociales, como mamá. En casos demasiado evidentes de cojudez a título precoz, tales como el de ese niño que a los tres años quería ser maestro de escuela —sin saber que los maestros no sólo enseñan las letras, sino que se pasan la vida amortizándolas en los Bancos—, lo más aconsejable es operar, si no se quiere tener, más que un perfecto Cojudo, un tarado en la familia. De cualquier modo, el Cojudo por trauma cerebral Prematuro viene a ser el más feliz de los tres, porque vive primero que ellos fuera de la realidad, que es algo así como no vivir en el Perú sino en el extranjero.

Los Cojudos traumáticos Normales suelen entrar en órbita a partir de los catorce años, hasta los veintiuno, que es lo corriente para seres de mediana inteligencia y período durante el cual se comete cojudeces típicas, tales como embarazar a la hija de la cocinera, querer irse a predicar en la selva (para terminar después con la cabeza reducida, como un Cojudo), estrellar el automóvil del padre, masturbarse pensando en alguna tía joven o tropezarse con el lamentable acontecimiento denominado «Primer Amor» que pone al sujeto en un nivel de Hiper-Cojudez Ultrasensible, algo así como las microondas de Lo Cojudo y estado sumamente peligroso porque de él se puede saltar más allá del umbral psíquico a la categoría de zombi, a la ataxia locomotriz o al matrimonio, entidad esta última sobre la que están divididas las opiniones, porque siempre hay algún Cojudo que vota a favor. En líneas generales, el Cojudo traumático Normal no tiene más problemas que los de enfrentarse una mañana a la realidad y volverse Cojudo sin más trámite. No sufre ni padece, como mi tía Cristina, y se matricula como Cojudo en la gran escuela de la vida sin necesidad de recomendaciones ni de influencias. Pertenece a lo que podríamos llamar «la burocracia de los Cojudos», y de sus filas se nutre esencialmente la Administración estatal, cuyos cargos principales siempre son ejercidos por los que no tienen un sólo pelo de cojudez en todo el ámbito del cuero cabelludo. Constituyen la clase media de lo Cojudo y suelen morir rodeados de amigos porque no hay ninguna razón (inteligencia, genialidad o el valor de mandar a la mierda los convencionalismos) para tenerles envidia o detestarlos. Es decir, la vieja historia de la humanidad.

Tenemos, finalmente, a los Cojudos traumáticos Tardíos, de menor sensibilidad y horizonte, quienes reciben este nombre porque solo adquieren el contagio a partir de los veintiún años y, de allí, en cualquier momento hasta la hora de la muerte. La cojudez traumática Tardía es como un infarto, porque viene cuando menos se le espera y cuando uno piensa que bien puede morirse de otra cosa. Un tío mío, por ejemplo, recién se volvió Cojudo a los setenta y cinco años, cuando —quince días antes de su lamentable y merecido fallecimiento— le dio un ataque de filantropía fulminante y nos jodió per saecula dejando todos sus bienes a la Beneficencia Pública de Lima. La cojudez del tipo traumático Tardío es, sin duda, la más fácil de diagnosticar porque lleva aparejado un cambio radical en la conducta y las estructuras mentales del flamante Cojudo, a quien podremos ver comulgando todos los días (si le da la ventolera religiosa), haciéndose la cirugía plástica (si le entran las veleidades de Don Juan), o bebiendo para «olvidar» cualquier cojudez sin importancia (si lo que quiere es morir por retención de orina). Hay, por supuesto, mil variantes de la cojudez traumática Tardía que es, en todos los casos, incurable porque no existe droga capaz de acabar con un virus que se ha pasado cincuenta años luchando tenazmente para doblegar la resistencia física e intelectual de su víctima. Se necesitaría un trasplante cerebral completo, y de ello está todavía muy lejos la Medicina. Ahora bien, contra lo que puede suponerse, los Tardíos —pese a que la cojudez los alcanza cuando ya están doblando el codo de la vida—, no se mueren con facilidad y, al contrario, duran como las conferencias alemanas. Un tío abuelo mío, que se recibió de Cojudo a los ochenta, con la manía de hacer hervir las rosas, recién dejó en paz a la familia cuando ya había cruzado la barrera de los 97, y en circunstancias de soltársele la silla de ruedas por la vieja gradiente que —hacía 1910— había en la Alameda de los Descalzos. Desde luego yo me perdí esa función, porque nací dieciséis años más tarde, pero mi padre nos contaba entre lágrimas (llorando de risa, naturalmente), que el tío Cojudo de marras alcanzó un promedio de, más o menos, ciento ochenta kilómetros por hora, segundos antes de empotrarse con todo éxito en el basamento de una estatua que representaba a la Primavera. Según parece, tuvieron que recogerlo con espátula y darle piadosa sepultura a la masa de tornillos, huesos, hilachas de tela, dedos, alambres y una gorrita de franela en que se convirtió el pobre, sin haber saboreado los honores de lo que, en aquella época, fue un verdadero récord de velocidad. Claro, su destino era morir como un Cojudo pero, de no ser por el carrito de ruedas, vaya uno a saber si hasta la fecha no estaría viviendo. Como es lógico, si con el Tardío —además de su Cojudez Típica, que puede consistir en escuchar cuatrocientas veces diarias un disco de Ramona, por ejemplo—, ocurre que es millonario y caprichoso, seria tan Cojudo como él quien le propusiera cambiar de disco, exponiéndose a no heredar ni un cenicero a la muerte del interfecto. Ahora, si el Tardío no tiene un cobre, vive gratis en la casa y se le ha metido en el cerebro la cojudez de tomar desayuno con leche de burra, se le puede mandar olímpicamente al carajo y dejar que se le reviente la hiel sin mayor problema.

Desde su más tierna infancia, entonces, los peruanos viven ligados a la cojudez en la totalidad y cada una de sus formas, siendo perfectamente natural esa curiosidad morbosa con que todos, alguna vez, hemos revisado el Diccionario en busca de lisuras. Pero, ocurre que en vez de la sabrosa y lujuriante literatura descriptiva que uno espera, viene a estrellarse contra la fría autopsia idiomática de los académicos y la indiferente desnudez de los vocablos reducidos a sus factores primos.

Ahora bien, los Cojudos por Contagio se dividen en tres categorías atañentes a la naturaleza del mismo. Así tenemos que los hay por Contagio a) Directo, b) Indirecto y c) Circunstancial, según la forma, la intensidad, la duración, la relación o el ambiente en que se trasmite el virus de un Cojudo a un ser humano.

Los Cojudos por Contagio Directo son aquellos que, como el nombre lo señala, se contaminaron en una relación estrecha con el Cojudo, ya fuere dándole la mano, respirando el mismo aire, teniendo relaciones sexuales con él o ella (porque el término general «Cojudos» comprende ambos sexos, sin ofender a nadie), o empleando las mismas cosas intimas del enfermo, tales como toallas, jabones, sabanas, vajilla y todo cuanto puede haber recogido un Coxudum peruviannis en su mayor estado de virulencia, que es cuando sus efectos pueden ser mortales y, en el mejor de los casos, irreversibles, porque el bacilo se encuentra en todo su vigor. Por ello, acostarse con un Cojudo es el más grave error susceptible de ser cometido por una mujer. En consecuencia y dentro de lo posible, a los Cojudos hay que tratarlos por teléfono y felicitarlos por carta, ya que un abrazo con motivo del cumpleaños puede tener consecuencias funestas hasta para el más fuerte Yo recuerdo cómo, en la Universidad, un profesor Cojudo se tomó tan en serio la pedagogía, que a los cuatro meses vino un siquiatra y nos dio quince días de vacaciones porque tanto el profesor como el curso nos tenían completamente Cojudos. Sé que puede parecer una maldad, pero al Cojudo hay que aislarlo como una medida profiláctica. Salvo que no nos importe ser Cojudos o no. En cuyo caso estamos demostrando que ya lo somos, porque semejante desinterés sólo se presenta en un Cojudo a la vela.

… Está demostrado que hasta un apretón de manos contagia la cojudez…

Los Cojudos por Contagio Indirecto son aquellos que, en general, sustituyen a un Cojudo cualquiera en sus funciones Esto es, quien pasa a ocupar la casa, el auto, el escritorio, el dormitorio o el ambiente donde su predecesor cultivó amorosamente su cojudez, y la regó hasta en el último rincón. Hay quienes piensan que el agua bendita puede actuar como un eficaz antídoto en materia de limpiar la atmósfera, pero ésta, evidentemente, es una opinión de Cojudos, porque en el agua bendita (donde todo el mundo mete los dedos sucios), lo único que hay son ocho mil millones de bacilos por micra y un conglomerado de cojudez heterogénea que no haría sino robustecer a los gérmenes de Coxudum Peruviannis, y hacerlo invencible frente a cualquier recurso químico, intelectual o esotérico. Según parece, lo único efectivo hasta hoy es el fuego, que purifica y no deja un microbio ni para el ajuar del microscopio. Pero esta medida es, también, absurda porque de nada sirve destruir lo que pensamos utilizar, con el agravante de que al generador de la plaga —osea, al Cojudo propiamente dicho—, no se le puede quemar vivo porque las autoridades lo consideran ilegal. Hay, desde luego, detentes, amuletos, talismanes y cien cojudeces más, para anular la Cojudez en mérito a la Teoría de la Anulación por Identidades, que es el fundamento de la Medicina Homeopática. Pero yo soy pesimista, y creo que todos, al final, terminaremos siendo unos reverendos Cojudos.

Los Cojudos por Contagio Circunstancial contraen su dolencia en mérito a factores inevitables de mala suerte: Tener una discusión callejera con un Cojudo y hacer las paces con un apretón de manos; chocas el automóvil contra la casa de un Cojudo y ser llevado, herido, al interior de la misma; atascarse con un Cojudo en el ascensor y permanecer allí el tiempo suficiente como para salir contaminado…

Y así, hasta el infinito. Lo circunstancial está más allá de nuestras previsiones, precauciones y medidas para evitar ser víctimas de la cojudez. Por lo tanto, sólo nos queda procurar que el contagio, al presentarse, tenga carácter benigno, que es perfectamente curable si uno se aisla quince o veinte días en cualquier ambiente donde no haya un solo Cojudo (un Banco, una tribu de gitanos, una casa de préstamos, un club de vendedores ambulantes, etc.), para buscar que una sobrecarga del Pendexus peruviannis —único antídoto eficaz contra el Conxudum de la misma nacionalidad— nos deje limpios de cuerpo y de alma y nos dé una nueva oportunidad de seguir invictos. Ir a un concierto a escuchar una cojudez entraña tanto peligro como asistir a la exposición de un pintor Cojudo y caer bajo la acción mortífera de sus cuadros. Por lo tanto, si se muere un Cojudo, no vaya al entierro; si se enferma otro Cojudo, no lo visite y si lo saluda un Cojudo no conteste. La cojudez está en todas partes, como Dios, pero con la ventaja de que al Cojudo se le puede ver y evitar, mientras no tengamos un pelo de Cojudo en la cabeza.

Yo recuerdo, por ejemplo —tenía seis años y estaba en vísperas de enfrentarme racionalmente a la Cojudez—, cuando abrí el pomposo ladrillo de la Real Academia con la plena confianza de encontrar en el término «Cojudo» una clara referencia al Director de mi colegio, al profesor de Geografía, al primero de la clase, al sacristán García y a otros calificados personajes de mi mundo infantil. La desilusión que sufrí vino a ser tan grande como mi desconcierto, porque allí decía, apenas en dos líneas, algo así como:

«Cojudo: Dícese del animal no castrado».

Claro, yo era entonces todavía muy joven para saber (aunque lo intuía), que quienes redactan diccionarios son los Cojudos más solemnes que ha parido madre y que, en consecuencia, no pueden sino producir engendros incomprensibles caducos y equivocados, tan interesantes e ilustrativos como cualquier guía telefónica. Además, no sabía lo que significaba «castrado», aunque tenía una vaga referencia de cierto vecino cuyo médico estornudó cuando le practicaba un delicado corte en los testículos —para operarlo de varicoceles, creo— y al galeno se le fue el bisturí por su cuenta, «degollándole todo» (si nos atenemos al silvestre relato de mi tía Cristina), en forma tan radical que de buenas a primeras se encontró con ambos artefactos en la mano. Por lo tanto, de «Cojudo» pasé a buscar el término «castrado» («que ha sufrido castración»), sin lograr mayor adelanto en mi pesquisa. «Castración» («Acción de castrar»), me condujo al infinitivo de este curioso verbo cuya personalidad se resumía en las funciones de:

«Capar, extirpar los órganos de la generación».

Confieso que me quedé como ante un abismo. ¿De modo que, en mi casa, el único habitante no Cojudo venía a ser el gato? Y, en un ámbito mayor, el vecino de los calzoncillos vacíos del cual, en inexplicable contradicción, afirmaban los entendidos que cada día estaba más Cojudo, contemplando melancólicamente sus testículos, conservados —hasta el día de su muerte— en un enorme frasco de formol. No, ¡aquello necesitaba una explicación! Y procedí a buscarla metodológicamente, aunque exponiéndome a todos los padecimientos que lleva consigo el apostolado del investigador, porque cuando al viejo y aguerrido coronel de Caballería que vivía en la esquina le pregunté (solicitándole que me contestara «de a de veras») si él era castrado o Cojudo —las dos únicas posibilidades de ser que, en mí opinión de entonces, tenía por delante la humanidad— me encajó tal patada en el trasero incipiente, que fui a caer en el centro de la pista, minutos antes de volver a mi casa y empalmar una cachetada indeleble, mediante la vía paterna, notificada telefónicamente de los hechos por el pundonoroso oficial de marras. Así, pues, tuve que abandonar mis estudios semánticos ante la perspectiva de sufrir mayores daños y, durante un buen tiempo, me quede traumatizado por la angustia de no saber si era más saludable incorporarse a las entusiastas filas de los Cojudos o someterme algún día a la humillante operación que le habían hecho al gato para que no siguiera correteando en los techos como un histérico.

Luego, supongo que, siguiendo la tradición nacional, me aclimaté a la cojudez, como quien se acostumbra al frío de la Sierra o al calor de Piura, y recién en la Universidad, cuando hacíamos un inventario de los catedráticos Cojudos a quienes era indispensable repudiar por incapaces y anacrónicos, volví a interesarme en el tema como objeto de una seria monografía lexicográfica que me sirviera de base para un Ensayo ulterior sobre la mentalidad peruana.

Para comenzar, recordaba haberle preguntado a mi tía Cristina, poco antes de incorporarse al álbum necrológico de la familia, por qué en Piura se llamaba «Cojudo de chicha» al poto o calabaza seca donde se acostumbra servir dicho fermento. Me explicó, utilizando un ingenioso eufemismo, que ello se debía al parecido que tenían los «Cojudos» con las talegas, pero sin decirme que en la fabla popular de mi tierra —donde yo faltaba casi desde la infancia— las «talegas» eran, ni más ni menos que un sinónimo de «testículos». El Cojudo, pues, se llamaba así porque tenía forma de testículo. A esta información se acoplaba, como raíz etimológica, el término «cojón» que se aplica en España al testículo más caído que su hermano gemelo, quedando el plural reservado para los casos de duplicidad. Esto es, cuando ambos protagonistas están igualmente caídos, por razones de peso especifico (atributo —se dice de valientes y audaces) o por lo que podríamos llamar Languidez Congénita, que vendría a ser algo así como prima hermana de la Cojudez Intrínseca. Por su parte, la definición del diccionario venía a confirmar esta relación Cojudez-Testículo, con ciertas implicancias de cosa desequilibrada (cojón, cojera, cojo, Cojudo), ambulatoria, sometida a los vaivenes del andar (o vivir, que es lo mismo, pero a pocos), pesada, cargante y persistente (porque no hay nada tan persistente y aburrido como el andar de un cojo), etc. Pero todavía hay más cojudeces que anotar.

«Cojez», por ejemplo, que el diccionario señala como sinónimo de «Cojera», es ya un antecedente y, diríamos, el eslabón perdido entre cojo y cojudez, del mismo modo que el «cojijoso» está definido como ser que «se queja, enoja o resiente por fútil motivo». Es decir, exactamente lo que acostumbran hacer los Cojudos. Por su lado, «coja» es una de las 64 acepciones de «ramera» y, por lo tanto, es lógico que «Cojudo» venga a resultar el marido que «la permite o administra». En lo personal, me parece que si la «administra» no es ningún Cojudo sino, más bien, un sinvergüenza, pero si «la permite» nos encontramos ante un caso imponente de cojudez por derecho propio. Sin insistir mucho en que «cojinetes» se llama a las billas o bolas de rodamiento, tal vez convenga remontamos hasta Felipe El Hechizado (valga decir el Cojudo), monarca que sufría de «poco sustentamiento en las vedijas», como dejara puntualizado su médico, el caballero de Sotomayor, quien inventó para él unos andamios de tela —hoy llamados abiertamente «suspensores»—, destinados a restituir en su Señor el equilibrio perdido y a evitar que ingresara en la Historia como un soberano Cojudo. Objetivo que no logró, como estamos viendo. Es muy posible que la real potra no encontrara en los arcaicos suspensores el alivio necesario o mínimo y esto abrió las puertas de la inmortalidad y la fortuna a don Sancho Herrera de Alduz, faltriquero de la Corte, quien diseñó, para delicia de tan torturados como altivos escrotos, los primeros cojines que se recuerda. Sobre ellos —blandos, frescos, forrados en rojo terciopelo heráldico— daba respiro «a las desiguales pesas de su balanza, nuestro bien amado monarca», como habría de consignar don Francisco de Quevedo, quien debía ser un experto en la materia porque también sufría de lo mismo.

Pero, ¿podríamos limitarnos a formar una cadena de conceptos que, partiendo de la Cojera como un desequilibrio de mente, piernas o testículos (y pasando por el meretricio consentido, la no consumada castración y la antipatía de los cojijosos), llegara a la fría confección de un árbol genealógico para la Cojudez Nacional?

¡No! En el Perú, la cojudez va mucho más allá de las definiciones, la gramática, la etimología y los diccionarios. Como el «sayonara» japonés o la «saudade» portuguesa que son entidades puramente conceptuales, es necesario vivir nuestra cojudez, más que definirla. Es indispensable llevarla en el andar, la piel, la sangre, el alma, respirar a través de ella, arrullarse con su inherente hipnosis colectiva y amarla con esa ternura infinita que sólo un Cojudo puede poner en la cojudez. Afirmar que Cojudo viene de Cojo, Desequilibrado, Consentidor o Potroso, nos reduce, nos humilla… baja de su pedestal olímpico a lo Cojudo como Valor Esencial, para limitarlo a los factores primos de lo cotidiano. En el Perú, repetimos, la Cojudez tiene categoría de religión, de himno, de leyenda, mito y casi de tabú. Lo Cojudo es sagrado, extraterreno y místico. Lo Cojudo es nuestro. Total y definitivamente nuestro, como la coca, el charqui, el maíz y la uta. Nadie, medianamente culto, ignora que, en los días del Génesis, cuando el Creador —según la fábula— estaba organizando el mundo en que vivimos, al divino grito de «¡Sean hechos los Cojudos!» apareció un peruano llevando la bandera (seguramente color añil o verde palta, que son los tonos más Cojudos en que se puede descomponer la luz). Los chinos, los egipcios y otros pueblos de remotísimos orígenes pueden, desdeñosamente, negarnos un pasado milenario, como descendientes que son de Set y de Caín, los hijos de Eva. Pero yo reclamo para nosotros los peruanos el linaje y la filiación de Abel, quien no sólo fue el primer Cojudo que registra la historia humana, sino uno de los grandes Cojudos del que tenemos noticia. Porque, si bien cualquiera puede morir asesinado, francamente, se necesita deberle al santo o ser un bolas de nacimiento para dejarse matar con ¡una quijada de burro…! Yo no creo en la vida ultraterrena, pero a veces pienso que los Cojudos la hacen indispensable, pues tiene que haber un cielo para los bienaventurados que mueren en olor de cojudez como habrá, sin duda, un infierno para los incrédulos que perdieron la gran oportunidad de acojudar su alma, embelleciéndola con el halo diáfano y etéreo que nos saca de la realidad prosaica para sumergirnos en los ingrávidos espacios de la mirada perdida, la boca abierta y la baba pendular que caracterizan a los pasados por la cola del pavo. «¡Conócete a ti mismo!», dijo el sabio. Nosotros nos conocemos y sin falsa modestia proclamarnos: ¡Somos unos Cojudos! «¡Pienso, luego existo!», sentenció el filósofo. Nosotros hacemos cojudeces (que es nuestra manera de pensar) y existimos de lo más campantes, como si hubiéramos descubierto el Divino Botón. Somos, pues, auténticos, totales, compactos y definidos. Sabemos de dónde venimos y nadie nos engaña respecto al mundo en que andamos. Sólo nos falta saber hacia dónde miércoles nos estamos yendo. Pero esto, naturalmente, no lo sabremos nunca porque —de saberlo— no seríamos Cojudos, perderíamos nuestra personalidad y se perdería también el entusiasmo por seguir haciendo cojudez y media. Lo que es peor, emprenderíamos una estrepitosa diáspora en todas direcciones, aterrados ante la perspectiva de vivir en un mundo de Cojudos. Otros se quedarían para formar los partidos políticos (que es la ganadería de la cojudez) y una minoría apostólica emprendería el negocio de las alcancías, los rediles y la venta de paraísos post mortem. Harían lo indecible para convencernos de las ventajas que tiene el ser Cojudo en vigencia. Pero su labor sería inútil y estéril. Por lo menos en cuanto a la unidad se refiere, ya que la tarea fundamental de los nuevos profetas consistiría en hallar salida para una contradicción irreconciliable entre los peruanos, formulada a los efectos del siguiente planteamiento lógico: Tesis, «Casi todos los peruanos, son Cojudos». Antítesis, «Todos son Cojudos menos yo». Síntesis, «Con los Cojudos, ni a Misa». Es decir, nunca nos pondremos de acuerdo porque todos tenemos la razón.