Los humanos pensamos más en relatos que en hechos, números o ecuaciones, y cuanto más sencillo es el relato, mejor. Cada persona, grupo y nación tiene sus propias fábulas y mitos. Pero durante el siglo XX las élites globales en Nueva York, Londres, Berlín y Moscú formularon tres grandes relatos que pretendían explicar todo el pasado y predecir el futuro del mundo: el relato fascista, el relato comunista y el relato liberal. La Segunda Guerra Mundial dejó fuera de combate el relato fascista, y desde finales de la década de 1940 hasta finales de la de 1980 el mundo se convirtió en un campo de batalla entre solo dos relatos: el comunista y el liberal. Después, el relato comunista se vino abajo, y el liberal siguió siendo la guía dominante para el pasado humano y el manual indispensable para el futuro del planeta, o eso es lo que le parecía a la élite global. El relato liberal celebra el valor y el poder de la libertad. Afirma que durante miles de años la humanidad vivió bajo regímenes opresores que otorgaban al pueblo pocos derechos políticos, pocas oportunidades económicas o pocas libertades personales, y que restringían sobremanera los movimientos de individuos, ideas y bienes. Pero el pueblo luchó por su libertad, y paso a paso esta fue ganando terreno. Regímenes democráticos
reemplazaron a dictaduras brutales. La libre empresa superó las restricciones económicas. Las personas aprendieron a pensar por sí mismas y a seguir su corazón, en lugar de obedecer ciegamente a sacerdotes intolerantes a y a tradiciones rígidas. Carreteras abiertas, puentes resistentes y aeropuertos atestados sustituyeron muros, fosos y vallas de alambre de espino. El relato liberal reconoce que no todo va bien en el mundo, y que todavía quedan muchos obstáculos por superar. Gran parte de nuestro planeta está dominado por tiranos, e incluso en los países más liberales muchos ciudadanos padecen pobreza, violencia y opresión. Pero al menos sabemos qué tenemos que hacer a fin de superar estos problemas: conceder más libertad a la gente. Necesitamos proteger los derechos humanos, conceder el voto a todo el mundo, establecer mercados libres y permitir que individuos, ideas y bienes se muevan por todo el planeta con la mayor facilidad posible. Según esta panacea liberal (que, con variaciones mínimas, aceptaron tanto George W. Bush como Barack Obama), si continuamos liberalizando y globalizando nuestros sistemas políticos y económicos, generaremos paz y prosperidad para todos. Los países que se apunten a esta marcha imparable del progreso se verán recompensados muy pronto con la paz y la prosperidad. Los países que intenten resistirse a lo inevitable sufrirán las consecuencias, hasta que también ellos vean la luz, abran sus fronteras y liberalicen sus sociedades, su política y sus mercados. Puede que tome tiempo, pero al final incluso Corea del Norte, Irak y El Salvador se parecerán a Dinamarca o a Iowa. En las décadas de 1990 y 2000 este relato se convirtió en un mantra global. Muchos gobiernos, desde Brasil hasta la India, adoptaron fórmulas liberales en un intento de incorporarse a la marcha inexorable de la historia. Los que no lo consiguieron parecían fósiles de una época obsoleta. En 1997, el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, reprendió confidencialmente al
gobierno chino diciéndole que su negativa a liberalizar su política lo situaba «en el lado equivocado de la historia». Sin embargo, desde la crisis financiera global de 2008, personas de todo el mundo se sienten cada vez más decepcionadas del relato liberal. Los muros y las barras de control de acceso vuelven a estar de moda. La resistencia a la inmigración y a los acuerdos comerciales aumenta. Gobiernos en apariencia democráticos socavan la independencia del sistema judicial, restringen la libertad de prensa y califican de traición cualquier tipo de oposición. Los caudillos de países como Turquía y Rusia experimentan con nuevos tipos de democracia intolerante y dictadura absoluta. Hoy en día son pocos los que declararían de forma confidencial que el Partido Comunista chino se halla en el lado equivocado de la historia. El año 2016, marcado sin duda por la votación sobre el Brexit en Gran Bretaña y el acceso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, fue el momento en que esta marea de desencanto alcanzó los estados liberales básicos de Europa occidental y de Norteamérica. Mientras que hace unos pocos años norteamericanos y europeos seguían intentando aún liberalizar Irak y Libia a punta de pistola, muchas personas en Kentucky y Yorkshire han terminado por considerar que la visión liberal es o bien indeseable o bien inalcanzable. Algunas han descubierto que les gusta el antiguo mundo jerárquico y, simplemente, no quieren renunciar a sus privilegios raciales, nacionales o de género. Otras han llegado a la conclusión (correcta o no) de que la liberalización y la globalización son un enorme chanchullo que empodera a una minúscula élite a costa de las masas. En 1938 a los humanos se les ofrecían tres relatos globales entre los que elegir, en 1968 solo dos y en 1998 parecía que se imponía un único relato; en 2018 hemos bajado a cero. No es extraño que las élites liberales, que dominaron gran parte del mundo en décadas recientes, se hayan sumido en un
estado de conmoción y desorientación. Tener un relato es la situación más tranquilizadora. Todo está perfectamente claro. Que de repente nos quedemos sin ninguno resulta terrorífico. Nada tiene sentido. Un poco a la manera de la élite soviética en la década de 1980, los liberales no comprenden cómo la historia se desvió de su ruta predestinada, y carecen de un prisma alternativo para interpretar la realidad. La desorientación los lleva a pensar en términos apocalípticos, como si el fracaso de la historia para llegar a su previsto final feliz solo pudiera significar que se precipita hacia el Armagedón. Incapaz de realizar una verificación de la realidad, la mente se aferra a situaciones hipotéticas catastróficas. Al igual que una persona que imagine que un fuerte dolor de cabeza implica un tumor cerebral terminal, muchos liberales temen que el Brexit y el ascenso de Donald Trump presagien el fin de la civilización humana.
DE MATAR MOSQUITOS A MATAR PENSAMIENTOS
La sensación de desorientación y de fatalidad inminente se agrava por el ritmo acelerado de la disrupción tecnológica. Durante la era industrial, el sistema político liberal se moldeó para gestionar un mundo de motores de vapor, refinerías de petróleo y televisores. Le cuesta tratar con las revoluciones en curso en la tecnología de la información y la biotecnología. Tanto los políticos como los votantes apenas pueden comprender las nuevas tecnologías, y no digamos ya regular su potencial explosivo. Desde la década de 1990, internet ha cambiado el mundo probablemente más que ningún otro factor, pero la revolución internáutica la han dirigido ingenieros más que partidos políticos. ¿Acaso el lector votó sobre internet? El sistema democrático todavía está esforzándose para comprender qué le ha golpeado, y
apenas está capacitado para habérselas con los trastornos que se avecinan, como el auge de la IA y la revolución de la cadena de bloques. Ya en la actualidad, los ordenadores han hecho que el sistema financiero sea tan complicado que pocos humanos pueden entenderlo. A medida que la IA mejore, puede que pronto alcancemos un punto en el que ningún humano logre comprender ya las finanzas. ¿Qué consecuencias tendrá para el proceso político? ¿Puede el lector imaginar un gobierno que espere sumiso a que un algoritmo apruebe sus presupuestos o su nueva reforma tributaria? Mientras tanto, redes de cadenas de bloques entre iguales y criptomonedas como el bitcóin pueden renovar por completo el sistema monetario, de modo que las reformas tributarias radicales sean inevitables. Por ejemplo, podría acabar siendo imposible o irrelevante gravar los dólares, porque la mayoría de las transacciones no implicarán un intercambio claro de moneda nacional, o de ninguna moneda en absoluto. Por tanto, quizá los gobiernos necesiten inventar impuestos totalmente nuevos, tal vez un impuesto sobre la información (que será, al mismo tiempo, el activo más importante en la economía y la única cosa que se intercambie en numerosas transacciones). ¿Conseguirá el sistema político lidiar con la crisis antes de quedarse sin dinero? Más importante todavía es el hecho de que las revoluciones paralelas en la infotecnología y la biotecnología podrían reestructurar no solo las economías y las sociedades, sino también nuestros mismos cuerpo y mente. En el pasado, los humanos aprendimos a controlar el mundo exterior a nosotros, pero teníamos muy poco control sobre nuestro mundo interior. Sabíamos cómo construir una presa y detener la corriente de un río, pero no cómo conseguir que el cuerpo dejara de envejecer. Sabíamos diseñar un sistema de irrigación, pero no teníamos ni idea de cómo diseñar un cerebro. Si los mosquitos nos zumbaban en los oídos y perturbaban nuestro sueño, sabíamos
cómo matarlos; pero si un pensamiento zumbaba en nuestra mente y nos mantenía despiertos de noche, la mayoría no sabíamos cómo acabar con él. Las revoluciones en la biotecnología y la infotecnología nos proporcionarán el control de nuestro mundo interior y nos permitirán proyectar y producir vida. Aprenderemos a diseñar cerebros, a alargar la vida y a acabar con pensamientos a nuestra discreción. Nadie sabe cuáles serán las consecuencias. Los humanos siempre han sido mucho más duchos en inventar herramientas que en usarlas sabiamente. Es más fácil reconducir un río mediante la construcción de una presa que predecir las complejas consecuencias que ello tendrá para el sistema ecológico de la región. De modo parecido, será más fácil redirigir el flujo de nuestra mente que adivinar cómo repercutirá esto en nuestra psicología individual o en nuestros sistemas sociales. En el pasado conseguimos el poder para manipular el mundo que nos rodeaba y remodelar el planeta entero, pero debido a que no comprendíamos la complejidad de la ecología global, los cambios que hicimos involuntariamente alteraron todo el sistema ecológico, y ahora nos enfrentamos a un colapso ecológico. En el siglo que viene, la biotecnología y la infotecnología nos proporcionarán el poder de manipular nuestro mundo interior y remodelarnos, pero debido a que no comprendemos la complejidad de nuestra propia mente, los cambios que hagamos podrían alterar nuestro sistema mental hasta tal extremo que también este podría descomponerse. Las revoluciones en la biotecnología y la infotecnología las llevan a cabo los ingenieros, los emprendedores y los científicos, que apenas son conscientes de las implicaciones políticas de sus decisiones, y que ciertamente no representan a nadie. ¿Pueden los parlamentos y los partidos tomar las riendas? Por el momento, no lo parece. La disrupción tecnológica no constituye siquiera un punto importante en los programas políticos. Así,
durante la campaña presidencial de 2016 en Estados Unidos, la principal referencia a la tecnología disruptiva fue la debacle de los correos electrónicos de Hillary Clinton, y a pesar de los discursos sobre la pérdida de empleos, ningún candidato abordó el impacto potencial de la automatización. Donald Trump advirtió a los votantes que mexicanos y chinos les quitarían el trabajo, y que por tanto tenían que erigir un muro en la frontera mexicana. Nunca advirtió a los votantes que los algoritmos les quitarán el trabajo, ni sugirió que se construyera un cortafuegos en la frontera con California. Esta podría ser una de las razones (aunque no la única) por las que incluso los votantes de los feudos del Occidente liberal pierdan su fe en el relato liberal y en el proceso democrático. Las personas de a pie quizá no comprendan la inteligencia artificial ni la biotecnología, pero pueden percibir que el futuro no las tiene en cuenta. En 1938, las condiciones del ciudadano de a pie en la Unión Soviética, Alemania o Estados Unidos tal vez fueran muy difíciles, pero constantemente se le decía que era la cosa más importante del mundo, y que era el futuro (siempre que, desde luego, se tratara de una «persona normal» y no un judío o un africano). Miraba los carteles de la propaganda (que solían presentar a mineros del carbón, operarios de acerías y amas de casa en actitudes heroicas) y se veía a sí mismo en ellos: «¡Estoy en este cartel! ¡Soy el héroe del futuro!». En 2018, el ciudadano de a pie se siente cada vez más irrelevante. En las charlas TED, en los comités de expertos del gobierno, en las conferencias sobre alta tecnología se difunden de forma entusiasta gran cantidad de conceptos misteriosos (globalización, cadenas de bloques, ingeniería genética, inteligencia artificial, machine learning o aprendizaje automático), y la gente de a pie puede sospechar con razón que ninguno tiene que ver con ella. El relato liberal era el de la gente de a pie. ¿Cómo puede seguir siendo relevante en un mundo de cíborgs y de algoritmos conectados en red?
En el siglo XX, las masas se rebelaron contra la explotación y trataron de convertir su papel vital en la economía en poder político. Ahora las masas temen la irrelevancia, y quieren usar frenéticamente el poder político que les resta antes de que sea demasiado tarde. El Brexit y el ascenso de Trump muestran así una trayectoria opuesta a la de las revoluciones socialistas tradicionales. Las revoluciones rusa, china y cubana las llevaron a cabo personas que eran vitales para la economía, pero que carecían de poder político; en 2016, Trump y el Brexit recibieron el apoyo de muchas personas que todavía gozaban de poder político pero que temían estar perdiendo su valor económico. Quizá en el siglo XXI las revueltas populistas se organicen no contra una élite económica que explota a la gente, sino contra una élite económica que ya no la necesita. Esta bien pudiera ser una batalla perdida. Es mucho más difícil luchar contra la irrelevancia que contra la explotación.
EL FÉNIX LIBERAL
No es esta la primera vez que el relato liberal se ha enfrentado a una crisis de confianza. Incluso desde el momento en que dicho relato consiguió influir en la esfera global, en la segunda mitad del siglo XX, ha experimentado crisis periódicas. La primera era de globalización y liberalización terminó con el baño de sangre de la Primera Guerra Mundial, cuando la política del poder imperial cortó de raíz la marcha del progreso. En los días que siguieron al asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, las grandes potencias creyeron mucho más en el imperialismo que en el liberalismo y, en lugar de unir el mundo mediante el comercio libre y pacífico, se dedicaron a conquistar una tajada mayor del globo mediante la fuerza bruta. Pero el liberalismo sobrevivió a ese momento de Francisco Fernando y surgió de la
vorágine fortalecido, y prometió que aquella sería «la guerra que terminaría con todas las guerras». En teoría, aquella carnicería sin precedentes había enseñado a la humanidad el precio terrible del imperialismo, y la humanidad se hallaba por fin preparada para crear un nuevo orden mundial basado en los principios de la libertad y la paz. A continuación llegó el momento de Hitler, cuando, en la década de 1930 y principios de la de 1940, el fascismo pareció por un breve período arrollador. La victoria sobre esta amenaza no hizo más que abrir paso a la siguiente. En el momento del Che Guevara, entre la década de 1950 y la de 1970, de nuevo daba la impresión de que el liberalismo se hallaba en las últimas, y que el futuro pertenecía al comunismo. Al final fue el comunismo el que se derrumbó. El supermercado demostró ser mucho más fuerte que el gulag. Y lo que es más importante: el relato liberal demostró ser mucho más flexible y dinámico que ninguno de sus oponentes. Triunfó sobre el imperialismo, el fascismo y el comunismo al adoptar algunas de las mejores ideas y prácticas de estos. En particular, el relato liberal aprendió del comunismo a ampliar el círculo de la empatía y a valorar la igualdad junto con la libertad. Al principio, el relato liberal se centró sobre todo en las libertades y los privilegios de los hombres europeos de clase media, y parecía ciego a los apuros de la clase trabajadora, las mujeres, las minorías y los no occidentales. Cuando en 1918 la Gran Bretaña y la Francia victoriosas hablaban con entusiasmo de libertad, no pensaban en los súbditos de sus imperios mundiales. Por ejemplo, ante las demandas indias de autodeterminación se respondió con la masacre de Amritsar de 1919, en la que el ejército británico acabó con cientos de manifestantes desarmados. Incluso después de la Segunda Guerra Mundial, a los liberales occidentales aún les costó mucho aplicar sus valores en teoría universales a personas no occidentales. Así, cuando en 1945 los holandeses se liberaron de cinco años
de brutal ocupación nazi, casi lo primero que hicieron fue organizar un ejército y mandarlo a medio mundo de distancia para que volviera a ocupar su antigua colonia de Indonesia. Mientras que en 1940 los holandeses habían renunciado a su independencia tras poco más de cuatro días de lucha, combatieron durante más de cuatro largos y amargos años para acabar con la independencia de Indonesia. No es extraño que muchos movimientos de liberación nacional de todo el mundo pusieran sus esperanzas en las comunistas Moscú y Pekín y no en los sedicentes adalides de la libertad en Occidente. Sin embargo, el relato liberal amplió poco a poco sus horizontes y, al menos en teoría, acabó valorando las libertades y los derechos de todos los seres humanos sin excepción. A medida que el círculo de libertad se expandía, el relato liberal terminó por reconocer la importancia de los programas de bienestar de estilo comunista. La libertad no vale mucho a menos que esté vinculada a algún tipo de sistema de seguridad social. Los estados socialdemócratas de bienestar combinaron la democracia y los derechos humanos con la educación y la atención sanitaria sufragadas por el Estado. Incluso Estados Unidos, ultracapitalista, se ha dado cuenta de que la protección de la libertad requiere al menos algunos servicios de bienestar facilitados por el gobierno. Los niños hambrientos no tienen libertades. En los primeros años de la década de 1990, tanto pensadores como políticos saludaron «el fin de la historia» y afirmaron confiados que todas las cuestiones políticas y económicas ya habían sido zanjadas, y que el paquete liberal renovado de democracia, derechos humanos, mercados libres y prestaciones de bienestar gubernamentales seguía siendo la única alternativa. Dicho paquete parecía destinado a extenderse por el planeta, a vencer todos los obstáculos, a borrar todas las fronteras nacionales y a transformar a la humanidad en una comunidad global libre.
Pero la historia no ha terminado, y después del momento de Francisco Fernando, del de Hitler y del del Che Guevara, ahora estamos en el momento de Trump. Sin embargo, esta vez el relato liberal no se enfrenta a un oponente ideológico coherente como el imperialismo, el fascismo o el comunismo. El momento Trump es mucho más nihilista. Mientras que la visión de los principales movimientos del siglo XX abarcaba a toda la especie humana (ya se tratara de dominación global, de revolución o de liberación), no es esto lo que ofrece Donald Trump: es justo lo contrario. Su mensaje principal es que no es tarea de Estados Unidos formular y promover ninguna visión global. De manera similar, los brexiteros británicos apenas tienen un plan para el futuro del Reino Desunido: el futuro de Europa y del mundo queda mucho más allá de su horizonte. La mayoría de las personas que votaron a favor de Trump y del Brexit no rechazaron en su totalidad el paquete liberal: perdieron la fe sobre todo en su parte globalizadora. Todavía creen en la democracia, los mercados libres, los derechos humanos y la responsabilidad social, pero piensan que estas ideas magníficas pueden detenerse en la frontera. Es más: creen que con el objetivo de preservar la libertad y la prosperidad en Yorkshire o Kentucky lo mejor es construir un muro en la frontera y adoptar políticas intolerantes para con los extranjeros. La superpotencia china en auge presenta una imagen casi especular. Recela de liberalizar su política doméstica, pero ha adoptado un enfoque mucho más liberal hacia el resto del mundo. De hecho, en lo que se refiere a libre comercio y cooperación internacional, Xi Jinping parece el sucesor real de Obama. Después de haber dejado en segundo plano el marxismo-leninismo, China parece encontrarse a gusto con el orden liberal internacional. La Rusia renaciente se ve a sí misma como un rival mucho más contundente del orden liberal global, pero, aunque ha reconstituido su poder
militar, desde el punto de vista ideológico está acabada. Vladímir Putin es sin duda popular tanto en Rusia como entre varios movimientos de extrema derecha de todo el mundo, pero carece de una visión global del mundo que pueda atraer a los españoles desempleados, a los brasileños insatisfechos o a los estudiantes soñadores de Cambridge. Rusia sí ofrece un modelo alternativo a la democracia liberal, pero dicho modelo no es una ideología política coherente. Es más bien una práctica política en la que varios oligarcas monopolizan la mayor parte de las riquezas y el poder del país, y después utilizan su control sobre los medios de comunicación para ocultar sus actividades y afianzar su gobierno. La democracia se basa en el principio de Abraham Lincoln de que «puedes engañar a toda la gente en algún momento, y a algunas personas todo el tiempo, pero no puedes engañar a toda la gente todo el tiempo». Si un gobierno es corrupto y no consigue mejorar la vida de la gente, un número suficiente de ciudadanos acabarán por darse cuenta de ello y lo sustituirán. Pero el control gubernamental de los medios de comunicación socava la lógica de Lincoln, pues impide que los ciudadanos se den cuenta de la verdad. Mediante su monopolio sobre los medios, la oligarquía gobernante puede acusar repetidamente de sus fracasos a otros y desviar la atención hacia amenazas externas, ya sean reales o imaginarias. Cuando se vive bajo una oligarquía de este tipo, siempre surge alguna crisis que tiene prioridad sobre asuntos aburridos como la atención sanitaria y la contaminación. Si la nación se enfrenta a una invasión externa o a una subversión diabólica, ¿quién tiene tiempo de preocuparse por los hospitales abarrotados o los ríos contaminados? Creando un torrente interminable de crisis, una oligarquía corrupta puede prolongar su poder indefinidamente. Pero, aunque resiste en la práctica, este modelo oligárquico no atrae a nadie. A diferencia de otras ideologías que exponen con orgullo su visión, las
oligarquías dominantes no están orgullosas de sus prácticas, y tienden a usar otras ideologías como cortina de humo. Así, Rusia pretende ser una democracia, y su liderazgo proclama lealtad a los valores del nacionalismo ruso y del cristianismo ortodoxo, y no a la oligarquía. Los extremistas de derechas en Francia y Gran Bretaña pueden basarse en la ayuda rusa y expresar admiración por Putin, pero ni siquiera a sus votantes les gustaría vivir en un país que copiara de verdad el modelo ruso: un país con corrupción endémica, servicios que no funcionan, sin imperio de la ley y una desigualdad abrumadora. Según determinados parámetros, Rusia es uno de los países con mayor desigualdad del mundo, donde el 87 por ciento de la riqueza se halla en manos del 10 por ciento de los más ricos. ¿Cuántos votantes de clase trabajadora del Frente Nacional quieren copiar en Francia esta pauta de distribución de la riqueza? Los humanos votan con los pies. En mis viajes por el mundo he encontrado a numerosas personas en muchos países que quieren emigrar a Estados Unidos, a Alemania, a Canadá o a Australia. He conocido a algunas que desean desplazarse a China o a Japón. Pero todavía no he encontrado a una sola que sueñe con emigrar a Rusia. En cuanto al «islamismo global», atrae sobre todo a quienes nacieron en su seno. Aunque puede resultar atractivo para algunas personas en Siria e Irak, e incluso para jóvenes musulmanes alienados en Alemania y Gran Bretaña, cuesta pensar que Grecia o Sudáfrica, por no mencionar Canadá o Corea del Sur, se unan a un califato global como remedio para sus problemas. También en este caso la gente vota con los pies. Por cada joven musulmán de Alemania que viajó a Oriente Próximo para vivir bajo una teocracia musulmana, probablemente a cien jóvenes de Oriente Próximo les hubiera gustado hacer el viaje opuesto y empezar una nueva vida en la liberal Alemania.
Esto podría implicar que la crisis de fe actual sea menos grave que sus predecesoras. Cualquier liberal que se vea abocado a la desesperanza por los acontecimientos de los últimos años no tiene más que recordar que en 19188 o 1968 las cosas se veían mucho peor. Al final del día, la humanidad no abandonará el relato liberal, porque no tiene ninguna alternativa. La gente puede asestar al sistema un rabioso puñetazo en el estómago, pero, al no tener ningún otro lugar al que ir, acabará por volver a él. Alternativamente, la gente puede decidir renunciar por completo a un relato global de cualquier tipo, y en cambio refugiarse en los relatos nacionalistas y religiosos locales. En el siglo XX, los movimientos nacionalistas fueron una pieza clave política, pero carecían de una visión coherente para el futuro del mundo, como no fuera apoyar la división del planeta en estados nación independientes. Así, los nacionalistas indonesios lucharon contra la dominación holandesa y los nacionalistas vietnamitas querían un Vietnam libre, pero no había un relato indonesio ni vietnamita pensado y válido para la humanidad como un todo. Cuando llegó el momento de explicar de qué manera Indonesia, Vietnam y las demás naciones libres debían relacionarse entre sí, y cómo debían enfrentarse los humanos a problemas globales tales como la amenaza de la guerra nuclear, los nacionalistas recurrieron invariablemente a las ideas liberales o comunistas. Pero si tanto el liberalismo como el comunismo están ahora desacreditados, quizá los humanos deban renunciar a la idea misma de un único relato global. Después de todo, ¿no fueron todos estos relatos globales (incluso el comunismo) producto del imperialismo occidental? ¿Por qué habrían de depositar su fe los campesinos vietnamitas en la ocurrencia de un alemán de Trier y de un industrial de Manchester? Quizá cada país debería adoptar una senda idiosincrásica diferente, definida por sus propias y antiguas tradiciones. Tal vez incluso los occidentales deberían tomarse un descanso en
su intento de gobernar el mundo y centrarse en sus propios asuntos, para variar. Puede decirse que esto es lo que ocurre en todo el planeta, cuando el vacío creado por la descomposición del liberalismo está llenándose provisionalmente de fantasías nostálgicas acerca de algún pasado glorioso local. Donald Trump unió sus llamadas al aislacionismo estadounidense a la promesa de «hacer que América sea grande de nuevo»…, como si los Estados Unidos de las décadas de 1980 o 1950 fueran una sociedad perfecta que los estadounidenses tuvieran que recrear de alguna manera en el siglo XXI. Los brexiteros sueñan con convertir Gran Bretaña en una potencia independiente, como si aún vivieran en los tiempos de la reina Victoria y como si el «aislamiento glorioso» fuera una política viable en la era de internet y del calentamiento global. Las élites chinas han redescubierto sus herencias imperiales y confucianas nativas, como suplemento o incluso sustituto de la dudosa ideología marxista que importaron de Occidente. En Rusia, la visión oficial de Putin no es crear una oligarquía corrupta, sino resucitar el antiguo Imperio zarista. Un siglo después de la Revolución bolchevique, promete un retorno a las antiguas glorias zaristas con un gobierno autocrático mantenido a flote por el nacionalismo ruso y la piedad ortodoxa, que extienda su poderío desde el Báltico al Cáucaso. Sueños nostálgicos parecidos que mezclan vínculos nacionalistas con tradiciones religiosas apuntalan los regímenes en la India, Polonia, Turquía y numerosos países más. En ningún lugar son estas fantasías más extremas que en Oriente Próximo, donde los islamistas quieren copiar el sistema establecido por el profeta Mahoma en la ciudad de Medina hace mil cuatrocientos años, mientras que los judíos fundamentalistas en Israel superan incluso a los islamistas y sueñan con retroceder dos mil quinientos años, a los tiempos bíblicos. Los miembros de la coalición de gobierno que
gobierna en Israel hablan sin tapujos de su esperanza de expandir las fronteras del Israel moderno hasta que coincidan a la perfección con las del Israel bíblico, de reinstaurar la ley bíblica e incluso de reconstruir el antiguo Templo de Yahvé en Jerusalén en lugar de la mezquita de Al-Aqsa. Las élites liberales contemplan horrorizadas estas situaciones, y esperan que la humanidad retorne a la senda liberal a tiempo de evitar el desastre. En su discurso de despedida ante las Naciones Unidas, en septiembre de 2016, el presidente Obama desaconsejó a la audiencia que se volviera «a un mundo fuertemente dividido, y en último término en conflicto, a lo largo de antiguas líneas de nación y tribu, de raza y religión». En cambio, dijo, «los principios de mercados abiertos y gobierno responsable, de democracia y derechos humanos y ley internacional […] siguen siendo los cimientos más firmes para el progreso humano en este siglo». Obama ha señalado con acierto que, a pesar de los numerosos defectos del paquete liberal, este tiene un historial mucho mejor que cualquiera de sus alternativas. La mayoría de los humanos nunca han disfrutado de mayor paz o prosperidad que durante la tutela del orden liberal de principios del siglo XXI. Por primera vez en la historia, las enfermedades infecciosas matan a menos personas que la vejez, el hambre mata a menos personas que la obesidad y la violencia mata a menos personas que los accidentes. Pero el liberalismo no tiene respuestas obvias a los mayores problemas a los que nos enfrentamos: el colapso ecológico y la disrupción tecnológica. Tradicionalmente, el liberalismo se basaba en el crecimiento económico para resolver como por arte de magia los conflictos sociales y políticos difíciles. El liberalismo reconciliaba al proletariado con la burguesía, a los fieles con los ateos, a los nativos con los inmigrantes y a los europeos con los asiáticos, al prometer a todos una porción mayor del pastel. Con un pastel que crecía sin parar, esto era posible. Sin embargo, el crecimiento económico no salvará
al ecosistema global; justo lo contrario, porque es la causa de la crisis ecológica. Y el crecimiento económico no resolverá la disrupción tecnológica: esta se afirma en la invención de tecnologías cada vez más disruptivas. El relato liberal y la lógica del capitalismo de mercado libre estimulan a la gente para que albergue grandes expectativas. Durante las últimas décadas del siglo XX, cada generación (ya fuera en Houston, Shangai, Estambul o São Paulo) disfrutó de una educación mejor, una atención sanitaria superior y unos ingresos más cuantiosos que la que la precedió. Sin embargo, en las décadas que vienen, debido a una combinación de disrupción tecnológica y colapso ecológico, la generación más joven podrá sentirse afortunada si al menos consigue subsistir. En consecuencia, nos queda la tarea de crear un relato actualizado para el mundo. De la misma manera que los grandes cambios generados por la revolución industrial dieron origen a las nuevas ideologías del siglo XX, es probable que las revoluciones venideras en biotecnología y tecnología de la información requieran perspectivas nuevas. Por tanto, las próximas décadas podrían estar caracterizadas por grandes búsquedas espirituales y por la formulación de nuevos modelos sociales y políticos. ¿Podría reinventarse de nuevo el liberalismo, como hizo a raíz de las crisis de las décadas de 1930 y 1960, y renacer más atractivo que antes? ¿Podrían la religión y el nacionalismo tradicionales proporcionar las respuestas que se les escapan a los liberales, y usar la sabiduría antigua para crear una visión del mundo actualizada? ¿O quizá haya llegado el momento de cortar para siempre con el pasado y elaborar un relato completamente nuevo que vaya más allá no solo de los antiguos dioses y las antiguas naciones, sino incluso de la esencia de los valores modernos de la libertad y la igualdad? En la actualidad, la humanidad está lejos de alcanzar un consenso sobre
estas cuestiones. Nos hallamos todavía en el momento nihilista de la desilusión y la indignación, después de que la gente haya perdido la fe en los relatos antiguos, pero antes de que haya adoptado uno nuevo. Y entonces ¿qué hay que hacer? El primer paso es bajar el tono de las profecías del desastre, y pasar del modo de pánico al de perplejidad. El pánico es una forma de arrogancia. Proviene de la sensación petulante de que uno sabe exactamente hacia dónde se dirige el mundo: cuesta abajo. La perplejidad es más humilde y, por tanto, más perspicaz. Si el lector tiene ganas de correr por la calle gritando: «¡Se nos viene encima el apocalipsis!», pruebe a decirse: «No, no es eso. Lo cierto es que no entiendo lo que está ocurriendo en el mundo». En los capítulos que siguen se intentará clarificar algunas de las perspectivas nuevas y desconcertantes a las que nos enfrentamos, y cómo deberíamos proceder a partir de ahí. Pero antes de explorar soluciones potenciales para los problemas de la humanidad, necesitamos comprender mejor el desafío que plantea la tecnología. Las revoluciones en la tecnología de la información y en la biotecnología se hallan todavía en una fase temprana, y es discutible hasta qué punto son en verdad responsables de la crisis actual del liberalismo. La mayoría de los habitantes de Birmingham, Estambul, San Petersburgo y Bombay solo son un poco conscientes, si acaso lo son, del incremento de la inteligencia artificial y de su impacto potencial sobre su vida. Sin embargo, es indudable que las revoluciones tecnológicas se acelerarán en las próximas décadas, y plantearán a la humanidad las mayores dificultades a las que nos hayamos enfrentado nunca. Cualquier relato que trate de ganarse a la humanidad será puesto a prueba, por encima de todo, por su capacidad para afrontar las revoluciones paralelas en la infotecnología y la biotecnología. Si el liberalismo, el nacionalismo, el islamismo o cualquier credo nuevo desea modelar el mundo de 2050, no solo necesitará dar sentido
a la inteligencia artificial, a los algoritmos de macrodatos y a la bioingeniería: también tendrá que incorporarlos en una nueva narrativa que tenga significado. Para entender la naturaleza de este desafío tecnológico, quizá sea mejor empezar por el mercado laboral. Desde 2015 he viajado por todo el mundo y he hablado con funcionarios gubernamentales, empresarios, activistas sociales y escolares acerca del atolladero humano. Siempre que se impacientan o se aburren con la cháchara sobre inteligencia artificial, algoritmos de macrodatos y bioingeniería, por lo general solo tengo que mencionar tres palabras mágicas para que presten atención inmediatamente: puestos de trabajo. Quizá la revolución tecnológica eche pronto del mercado de trabajo a miles de millones de humanos y cree una nueva y enorme clase inútil, que lleve a revueltas sociales y políticas que ninguna ideología existente sabrá cómo manejar. Todos los debates sobre tecnología e ideología pueden parecer muy abstractos y lejanos, pero la perspectiva muy real del desempleo masivo (o del desempleo personal) no deja indiferente a nadi