Por estos días que las balas son almuerzo, en Colombia no ha faltado el comedido que ponga el grito en el cielo porque hubo quien osara a protestar atacando las estatuas con las que la patria ha rendido tributo a sus héroes. La queja es parte del lamento cómodo contra lo que el discurso oficial trata de posicionar como marca: la protesta es vandalismo y esa no es la forma.
El primero en caer fue Sebastián de Belalcázar en Cali. El fundador de la ciudad, saqueador y violador, tenía su efigie en la ciudad y cayó a manos de indígena Misak. Un ajusticiamiento con varios siglos de retraso que regaló a los medios oficiales la foto deseada: los manifestantes ya no respetan nada.
A ese discurso se sumó la caída de Antonio Nariño. El traductor de los derechos del hombre, el prócer, el padre de la patria. Así se lamentaban los medios, cuestionando la caída de su efigie en la ciudad de Pasto. ¿Cómo es posible que ataquen la imagen de uno de los forjadores de nuestra independencia?
La respuesta es simple: todas las estatuas derribadas representan un país equivocado. No importa si Nariño fue un humanista. Un iluminador en tiempos de oscurantismo. La patria que puso esa estatua allí es la misma que gobernó el “gran colombiano” por ocho años y que le quitó la vida a 6.042 civiles inocentes por orden suya. Es la misma patria que hoy planeaba una reforma tributaria para encarecer la leche pero no la gaseosa, porque esa la produce el dueño de la patria.
La protesta no es contra Antonio Nariño ni sus ideas. La protesta es contra un país en el que protestar le cuesta la vida a 20 personas y hay 89 más inubicables, desaparecidas, según las cifras de los representantes de la ONU en Colombia.
Las estatuas tienen el peso simbólico de lo adorado y su legado: hoy encarnan al país que ha sido diseñado para mantener los privilegios de un grupo, tal como lo hace la policía colombiana.
Pero más allá del caso colombiano, no es casual que las estatuas se conviertan en el objeto de las protestas al rededor del mundo. Cristobal Colón en California, el general Baquedano en Chile y hasta Evo Morales en Bolivia han sido derribados simbólicamente por masas que consideran que el mundo tal y como está configurado no los representa. No les sirve y no va más.
Ya sean derribadas, destruidas, pintadas o grafiteadas, estas estatuas personifican una nueva dimensión de lucha: la conexión entre los derechos y la memoria.
Es bien sabido que las revoluciones conllevan una «furia iconoclasta». Ya sea espontáneo, como la destrucción de iglesias, cruces y reliquias católicas durante los primeros meses de la Guerra Civil española, o algo más cuidadosamente planeado, como la demolición de templos milenarios por parte del Estado Islámico.
El director de cine Sergei Eisenstein comenzó Octubre, su obra maestra sobre la Revolución Rusa, con imágenes de una multitud derribando una estatua del zar Alejandro III, y en 1956 los sublevados de Budapest destruyeron la estatua de Stalin. En 2003, como una confirmación involuntariamente irónica de esta regla histórica, las tropas estadounidenses organizaron el derribo de una estatua de Sadam Husein en Bagdad, con la complicidad de muchas estaciones de televisión afines, para disfrazar así su ocupación como un levantamiento popular.
A diferencia de ese caso, dondequiera que la iconoclastia de los movimientos de protesta sea auténtica, esta siempre provoca reacciones indignadas. Una indignación similar ha estallado en las últimas semanas.
Boris Johnson se escandalizó cuando una estatua de Winston Churchill recibió la pintada de «racista», algo sobre lo que existe un consenso académico, vinculado a los debates actuales sobre su representación de los africanos y su responsabilidad por la hambruna de Bengala en 1943.
Es ciertamente interesante observar que la mayoría de los líderes políticos, intelectuales y periodistas indignados por la actual ola de «vandalismo» nunca expresaron una indignación similar por los repetidos episodios de violencia policial, injusticia y desigualdad sistémica contra los cuales se dirigen las protestas. Se han debido sentir bastante cómodos en esa posición. Muchos de ellos incluso elogiaron la tormenta iconoclasta de signo contrario hace 30 años, cuando las estatuas de Marx, Engels y Lenin fueron derribadas en Europa central y oriental.
La «furia iconoclasta» que actualmente se extiende por las ciudades a escala mundial reclama, al igual que lo demandaran sus antepasados, nuevas reglas de tolerancia y coexistencia. Lejos de borrar el pasado, la iconoclastia de la protesta entraña una nueva conciencia histórica que inevitablemente afecta el paisaje urbano. Las estatuas en disputa celebran el pasado y a sus actores, un simple hecho que legitima su retirada. Las ciudades son cuerpos vivos que cambian de acuerdo con las necesidades, valores y deseos de sus habitantes, y estas transformaciones son siempre el resultado de conflictos políticos y culturales. Derribar monumentos que conmemoran a los gobernantes del pasado da una dimensión histórica a las luchas del presente contra la injusticia y la opresión.