Geneviéve Serreau, en su libro sobre Brecht, recordaba aquella fotografía de Match en la que se ve una escena de ejecución de comunistas guatemaltecos; señalaba correctamente que esa fotografía no es terrible en sí y que el horror proviene del hecho de que nosotros la miramos desde el seno de nuestra libertad; una exposición de fotos-impactos en la galería d’Orsay, de las cuales muy pocas, precisamente, lograron impactarnos, dio razón, paradójicamente, a la observación de Geneviéve Serreau: no es suficiente que el fotógrafo signifique lo horrible para que nosotros lo experimentemos como tal. La mayoría de las fotografías reunidas en la exposición para chocarnos no nos produce ningún efecto, precisamente, porque el fotógrafo nos ha sustituido de modo demasiado generoso en la conformación de su tema: en casi todos los casos sobreconstruyó el horror que nos propone añadiendo al hecho, por contrastes o aproximaciones, el lenguaje intencional del horror. Una fotografía, por ejemplo, coloca un grupo de soldados al lado de un campo cubierto de cabezas de muertos; otra nos presenta a un joven militar mirando un esqueleto; otra, en fin, capta una columna de condenados o de prisioneros en el momento en que se cruza con un rebaño de carneros. Pero ninguna de esas fotografías, realizadas con tanta destreza, nos llega. Frente a ellas estamos como desposeídos de nuestro juicio: alguien se ha estremecido por nosotros, alguien ha reflexionado por nosotros, alguien ha juzgado por nosotros; el fotógrafo no nos ha dejado nada, salvo un simple derecho de aceptación intelectual. Lo único que nos vincula a esas imágenes es un interés técnico; cargadas de sobreindicación por parte del artista, no tienen ninguna historia para nosotros, no podemos inventar nuestra propia recepción a ese alimento sintético, ya totalmente asimilado por su creador.
Otros fotógrafos quisieron sorprendernos, a falta de impactarnos, pero el error de principio es el mismo; se esforzaron, por ejemplo, en captar con gran habilidad técnica el momento más extraño de un movimiento, su situación extrema, el planeo de un jugador de fútbol, el salto de una deportista o la levitación de los objetos en una casa encantada. Pero también en este caso el espectáculo, aunque directo y para nada compuesto por elementos contrastados, sigue siendo demasiado construido; la captación del instante único se presenta como gratuita, demasiado intencional, surgida de una voluntad de lenguaje que molesta y esas imágenes bien logradas no tienen ningún efecto sobre nosotros; el interés que pueden despertar no sobrepasa el tiempo de una lectura fugaz, no resuena, no perturba y nuestra recepción se concentra en seguida sobre un signo puro; la legibilidad perfecta de la escena, su conformación, nos dispensa de captar lo escandaloso que la imagen tiene profundamente; reducida al estado de puro lenguaje, la fotografía no nos desorganiza.
Algunos pintores tuvieron que resolver ese mismo problema de lo extremo, del apogeo del movimiento, pero lo lograron mucho mejor. Los pintores del imperio, por ejemplo, al tener que reproducir instantáneamente (caballo encabritándose, Napoleón extendiendo el brazo sobre el campo de batalla, etcétera) confiaron el movimiento al signo amplificado de lo inestable, lo que podría llamarse el numen, el estremecimiento solemne de una pose que, sin embargo, resulta imposible de instalar en el tiempo; este aumento inmóvil de lo imperceptible —lo que más tarde se llamará fotografía en el cine— es el lugar mismo donde comienza el arte. El leve escándalo de esos caballos exageradamente encabritados, de ese emperador congelado en un gesto imposible, esa terquedad de la expresión, que también se podría llamar retórica, añade a la lectura del signo una especie de captación turbadora que arrastra al lector de la imagen hacia un asombro visual más que intelectual, porque lo pega a las superficies del espectáculo, a su resistencia óptica y no inmediatamente a su significación.
La mayoría de las fotos-impactos que nos mostraron son falsas, porque han elegido precisamente un estado intermedio entre el hecho literal y el hecho aumentado: demasiado intencionales para fotografía y demasiado exactas para pintura, carecen a la vez del escándalo de la letra y de la verdad del arte; quisieron hacer signos puros, sin consentir en otorgar a esos signos, por lo menos, la ambigüedad, la lentitud de lo denso. Es lógico, pues, que las únicas fotos-impactos de la exposición (cuyo principio sigue siendo muy loable) resulten ser, precisamente, las fotografías de agencia, en las que el hecho sorprendido estalla en su terquedad, en su literalidad, en la evidencia misma de su naturaleza obtusa. Los fusilados guatemaltecos, el dolor de la novia de Aduan Malki, el sirio asesinado, el machete amenazante del policía, estas imágenes asombran porque parecen, a primera vista, extranjeras, casi calmas, inferiores a su leyenda: están visualmente disminuidas, desposeídas de ese numen que los pintores de composición no hubieran dejado de añadirles (y con todo derecho puesto que se trataba de pintura). Carente tanto de alegato como de explicación, lo natural de esas imágenes obliga al espectador a una interrogación violenta, lo encamina a un juicio que él mismo elabora sin ser molestado por la presencia demiúrgica del fotógrafo. Se trata, exactamente, de la catarsis crítica pregonada por Brecht y ya no de una purga emotiva, como en el caso de la pintura temática. Quizás aquí se vuelvan a encontrar las dos categorías de lo épico y de lo trágico. La fotografía literal introduce al escándalo del horror, no al horror mismo.

En Mitologías

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