La producción ininterrumpida de positividad tiene una consecuencia terrorífica. Si la negatividad engendra la crisis y la crítica, la positividad hiperbólica engendra, a su vez, la catástrofe, por incapacidad de destilar la crisis y la crítica en dosis homeopáticas. Cualquier estructura que acose, que expulse y exorcice sus elementos negativos corre el peligro de una catástrofe por reversión total, de la misma manera que cualquier cuerpo biológico que acose y elimine sus gérmenes, sus bacilos, sus parásitos, sus enemigos biológicos, corre el peligro de la metástasis y el cáncer, es decir, de una positividad devoradora de sus propias células, o el peligro viral de ser devorado por sus propios anticuerpos, ahora sin empleo.
Todo lo que expurga su parte maldita firma su propia muerte. Así reza el teorema de la parte maldita.
La energía de la parte maldita, la violencia de la parte maldita, es la del principio del Mal. Bajo la transparencia del consenso está la opacidad del mal, su tenacidad, su obsesión, su irreductibilidad, su energía inversa trabajando por doquier en el desarreglo de las cosas, en la viralidad, en la aceleración, en el desbocamiento de los efectos, en la superación de las causas, en el exceso y la paradoja, en la extrañeza radical, en los atractores extraños y en los encadenamientos inarticulados.
El principio del Mal no es moral; es un principio de desequilibrio y de vértigo, un principio de, complejidad y de extrañeza, un principio de seducción, un principio de incompatibilidad, de antagonismo e irreductibilidad. No es un principio de muerte, sino, muy al contrario, un principio vital de desunión. Desde el paraíso, con el que ha terminado su advenimiento, es el principio del conocimiento. Si fuimos expulsados de él por culpa del conocimiento, aprovechemos por lo menos todos los beneficios. Cualquier intento de redención de la parte maldita, de redención del principio del Mal, sólo puede instaurar nuevos paraísos artificiales, los paraísos artificiales del consenso que sí son un auténtico principio de muerte.
Analizar los sistemas contemporáneos en su forma catastrófica, en sus fracasos, en sus aporías, pero también en el porqué de su excesivo buen funcionamiento y de su extravío en el delirio de su propio funcionamiento, es hacer resurgir por todas partes el teorema y la ecuación de la parte maldita, es comprobar por doquier su indestructible poder simbólico.
Pasar cerca del principio del Mal implica un juicio no sólo crítico, sino criminal sobre todas las cosas. Este juicio sigue siendo públicamente impronunciable en cualquier sociedad, incluso liberal (¡como la nuestra!). Cualquier posición que adopte el partido de lo inhumano o del principio del Mal es rechazada por todos los sistemas de valores (por principio del Mal sólo entiendo el simple enunciado de unas cuantas evidencias crueles sobre los valores, el derecho, el poder, la realidad…). No existe bajo este aspecto ninguna diferencia entre el Este, el Oeste, el Sur o el Norte. Y no existe la menor posibilidad de que esta intolerancia, tan opaca y cristalina como un muro de cristal y a la cual ningún progreso en la moralidad o la inmoralidad contemporáneas ha conseguido modificar, termine.
El mundo está tan lleno de sentimientos positivos, de sentimentalismos ingenuos, de vanidad canónica y de adulaciones serviles que la ironía, la burla, la energía subjetiva del mal son siempre las más débiles. Al ritmo que toman las cosas, cualquier movimiento de ánimo un poco negativo no tardará en recaer en la clandestinidad. Ahora ya se ha hecho incomprensible la menor alusión espiritual. Pronto será imposible emitir la menor reserva. Sólo restarán la repugnancia y la consternación.
Afortunadamente, el genio maligno ha pasado a las cosas, a la energía objetiva del mal. Démosle el nombre que queramos a lo que se está abriendo paso: la parte maldita o los atractores extraños, el destino o la dependencia sensitiva respecto de los datos iniciales; ya no escaparemos a este ascenso acelerado, a esta trayectoria exponencial, a esta auténtica patafísica de los efectos inconmensurables. La excentricidad de nuestros sistemas es ineluctable. Como decía Hegel, nos hallamos de lleno «en la vida, móvil en sí, de lo que ha muerto». Más allá de ciertos límites ya no existe relación de causa v efecto, sólo existen relaciones virales de efecto a efecto, y la totalidad del sistema se mueve por inercia. El film de este ascenso acelerado, de esta velocidad y de esta ferocidad de la muerte, es la historia moderna de la parte maldita. No se trata de explicarla, hay que ser su espejo en tiempo real. Hay que superar la velocidad de los acontecimientos, que han superado desde hace mucho tiempo la velocidad de liberación. Y hay que expresar la incoherencia, la anomalía, la catástrofe; hay que expresar la vitalidad de todos esos fenómenos extremos, que juegan con el exterminio y simultáneamente con determinadas reglas misteriosas.
El Mal, como la parte maldita, se regenera con su propio gasto. Es algo económicamente inmoral, de la misma manera que puede ser metafísica mente inmoral la inseparabilidad del Bien y del Mal. Es una violencia infligida a la razón, pero hay que reconocer la vitalidad de esta violencia, de esta inflación imprevisible que lleva las cosas más allá de sus fines, en una hiperdependencia a otras condiciones finales. ¿Cuáles?
Cualquier liberación afecta tanto al Bien como al Mal. Libera las costumbres y los espíritus, pero libera también los crímenes y las catástrofes. La liberación del derecho y del placer provoca ineluctablemente la del crimen (es algo que Sade había entendido muy bien y que jamás se le ha perdonado).
En la URSS, la perestroika va acompañada, al mismo tiempo que de reivindicaciones étnicas y políticas, de un recrudecimiento de los accidentes y las catástrofes naturales (incluido el redescubrimiento de los crímenes y los accidentes anteriores). Una especie de terrorismo espontáneo emerge de la liberalización y la extensión de los derechos del hombre. Todo eso, se dice, ya existía anteriormente; sólo estaba censurado. (Una de las quejas más profundas contra el sistema estalinista es la de habernos desprovisto de tantos acontecimientos sangrientos, censurados y por tanto inutilizables, a no ser como inconsciente político para las generaciones futuras; es la de haber helado y congelado las formas apetitosas, sangrientas, de su perpetración; es la de haber, al igual que los nazis en el caso del holocausto, que también fue un crimen casi perfecto, contravenido la ley universal de la información.)
Pero hay algo más que el levantamiento de la censura: los crímenes, la delincuencia, las catástrofes se precipitan verdaderamente hacia la pantalla de la glasnost corno las moscas hacia la luz artificial (¿por qué no se precipitan jamás hacia una luz natural?). Esta plusvalía catastrófica procede de un entusiasmo, de una jovialidad real de la naturaleza, así como de una propensión espontánea de la técnica a hacer de las suyas tan pronto como le resultan favorables las condiciones políticas. Largo tiempo congelados, los crímenes y las catástrofes han hecho su alegre y oficial entrada en escena. Habría que inventarlos si no existieran, pues al fin y al cabo son los auténticos signos de la libertad y de un desorden natural del mundo.
Esta totalidad del Bien y del Mal nos supera, pero debemos aceptarla por completo. No existe ninguna comprensión de las cosas al margen de esta regla fundamental. La ilusión de diferenciar las dos para promover sólo una es absurda (esto condena también a los defensores del mal por el mal, pues también ellos acabarán por hacer el bien).
Todo tipo de acontecimientos están ahí, imprevisibles. Ya se han producido o están a punto de llegarnos. Todo lo que podemos hacer es dirigir en cierto modo un proyector, mantener la abertura telescópica sobre este mundo virtual, confiando en que algunos de sus acontecimientos tendrán la amabilidad de dejarse tomar. La teoría sólo puede ser eso: una trampa tendida en la esperanza de que la realidad será lo bastante ingenua como para dejarse atrapar.
Lo esencial es colocar el proyector en la dirección correcta. Pero no sabemos cuál es esa dirección. Hay que escudriñar el cielo. Las más de las veces se trata de acontecimientos tan lejanos, metafísicamente lejanos, que sólo provocan una ligera fosforescencia en las pantallas. Hay que desarrollarlos y ampliarlos como una fotografía. No para descubrirles un sentido, pues no son logogramas, sino hologramas. Se explican poco, como el espectro fijo de una estrella o las variaciones del rojo.
Para captar estos acontecimientos extraños, hay que convertir la propia teoría en algo extraño. Hay que hacer de la teoría un crimen perfecto o un atractor extraño.